Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– ¡Andrea! -dijo Mollie. Y luego, con menos aspereza-: Andrea, no sabía que te habías levantado.

– Bueno, hace ya varias horas.

– ¿No has desayunado?

– No tenía ganas.

– Andrea, te presento a Rebecca. Rebecca Bayliss.

– Ah, sí. -Se volvió a mirarme-. Joss me ha estado hablando de ti.

– Encantada -dije. Era muy joven y muy delgada. El pelo largo le caía a ambos lados de la cara igual que manojos de algas marinas. Era bonita excepto por los ojos, muy claros, algo saltones y estropeados por el exceso de maquillaje. Llevaba téjanos, inevitablemente, y una camiseta de algodón que no parecía muy limpia y que dejaba bien claro que no llevaba nada debajo. Calzaba unas sandalias que parecían botas ortopédicas que se hubiesen decorado con franjas verdes y moradas. Del cuello le colgaba un cordón de cuero con una pesada cruz de plata de forma vagamente celta. Andrea, me dije. Aburrida de Boscarva. Y me sentí incómoda al pensar que ella y Joss habían hablado de mí. Me pregunté qué le habría dicho éste.

La joven no se movió: se quedó donde estaba, con las piernas abiertas, apoyada en una vieja mesa de caoba.

– Hola -dijo.

– Rebecca va a quedarse aquí -dijo Mollie. Joss levantó la vista, tenía la boca llena de clavos y un mechón de cabello negro sobre la frente; los ojos le brillaron con interés.

– ¿Dónde va a dormir? -preguntó Andrea-. Creí que la casa estaba llena.

– En la habitación que está al final del pasillo -le dijo su tía con brusquedad-. Joss, ¿me harías un favor? -Joss escupió limpiamente los clavos en la palma de la mano y se puso en pie mientras, con la muñeca, se apartaba de la frente el mechón de pelo-. ¿Podrías llevar a Rebecca ahora a casa de la señora Kernow, decirle que se viene aquí y ayudarla a traer el equipaje? ¿Sería mucha molestia?

– Ninguna -dijo Joss. Pero la cara de Andrea adoptó una expresión de resignación aburrida.

– Sé que es un engorro con el trabajo que tienes, pero la verdad es que nos harías un gran favor…

– No se preocupe. -Joss dejó el martillo y se puso a desanudar el lazo del delantal. Me hizo un guiño de complicidad-. Empiezo a acostumbrarme a ser el chófer de Rebecca.

Andrea dio un bufido, aunque ignoro si de fastidio o de impaciencia, se puso en pie de un salto y salió de la habitación. Por suerte, no nos regaló ningún portazo, pero creo que todos temimos la posibilidad.

Y de aquel modo volví al punto en que había comenzado, empotrada con Joss en su desvencijada furgoneta. Fuimos en silencio desde Boscarva hasta la urbanización del señor Padlow y por la ladera de la colina que conducía a la ciudad.

Fue Joss quien rompió el silencio.

– Así que todo ha salido bien.

– Sí.

– ¿Qué te parece tu familia?

– Todavía no los conozco a todos. No he visto a Grenville.

– Te caerá bien -dijo, pero de tal modo que fue como si hubiese dicho: El te caerá bien.

– Me caen bien todos.

– Estupendo.

Lo miré. Llevaba puesta la raída cazadora vaquera de color azul y un polo azul marino. De perfil parecía impasible. Pensé que tenía que ser muy fácil volverse loca por él.

– Háblame de Andrea -dije.

– ¿Qué quieres saber de Andrea?

– No lo sé. Cualquier cosa.

– Tiene diecisiete años y cree que está enamorada de un chico que ha conocido en Bellas Artes. Como sus padres no están de acuerdo con esa relación, la han mandado al campo con la querida tía Mollie. Y se aburre como una ostra.

– Ni que fueras su confidente.

– No hay nadie más con quien hablar.

– ¿Por qué no se vuelve a Londres?

– Porque tiene diecisiete años. No tiene dinero. Y creo que tampoco tiene el valor que haría falta para enfrentarse a sus padres.

– ¿Qué hace por el día?

– No sé. No estoy con ella todo el día. Por lo visto, no se levanta hasta la hora de comer y luego se pone a ver la televisión. Boscarva es un asilo de ancianos. Es lógico que se aburra.

– Sólo los aburridos se aburren -dije sin pensar. Aquello me lo había metido en la cabeza una maestra sabia y bien intencionada.

– Eso -dijo Joss- es de un mojigato que da pena.

– No era ésa mi intención.

Sonrió.

– ¿Nunca te has aburrido?

– Nadie que viviera con mi madre se habría aburrido.

Me sacabas de quicio, pero no me aburría contigo -canturreó.

– Exacto.

– Por lo que cuentas, era una mujer fabulosa. De las que me a mí gustan.

– Casi todos los hombres que la conocían pensaban igual.

Cuando llegamos a Fish Lane, la señora Kernow no estaba, pero Joss tenía llave. Entramos y subí a hacer la maleta y a preparar la mochila, mientras Joss escribía una nota a la señora Kernow en que le explicaba la nueva situación.

– ¿Y cómo le pago? -pregunté al bajar, mientras me echaba la mochila a la espalda.

– Ya lo arreglaré con ella cuando la vea. Se lo he puesto en la nota.

– También puedo pagarle yo.

– Desde luego, pero déjalo en mis manos.

Cogió la maleta y se dirigió a la puerta; no hubo oportunidad, pues, de seguir discutiendo.

Volvió a cargar mis cosas en la parte trasera de la furgoneta y partimos hacia Boscarva, pero esta vez por el camino del puerto.

– Quiero enseñarte la tienda… bueno, sólo quiero que veas dónde está. Para que sepas dónde encontrarme si me necesitas para algo.

– ¿Por qué iba a necesitarte?

– No sé. Podrías necesitar un buen consejo o dinero o divertirte un rato. Allí está, es inconfundible.

Era una casa alta y estrecha, encajada entre dos casas anchas y bajas. Tenía tres pisos con una ventana en cada uno, y la planta baja todavía en trance de reconstrucción, con la madera nueva sin pintar y grandes círculos de pintura blanca en el escaparate.

Cuando pasamos delante de la tienda, con los neumáticos vibrando sobre los adoquines, dije:

– Está bien situada, seguro que todos los turistas entrarán a gastarse el dinero.

– Ojalá.

– ¿Cuándo podré verla?

– La semana próxima, si quieres. Creo que para entonces ya estará más o menos arreglada.

– De acuerdo. La semana próxima.

– Es una cita -dijo Joss, y dobló al llegar a la esquina de la iglesia. Puso la segunda y subimos rugiendo, con un ruido semejante al de una moto sin tubo de escape.

Al llegar a Boscarva, Pettifer apareció en la puerta principal en el momento en que Joss cogía la maleta de la parte trasera del vehículo. Nos había oído llegar.

– Joss, el capitán está abajo, en su estudio. Dijo que Rebecca fuera a verle en cuanto llegara.

Joss le miró.

– ¿Cómo está?

Pettifer bajó la cabeza.

– Así así.

– ¿Está muy alterado?

– Está perfectamente… Deja la maleta, ya la subo yo.

– Ni hablar -dijo Joss. Y por una vez me alegré de que se comportara con su habitual sentido de la autoridad-. La llevo yo. ¿Dónde va a dormir Rebecca?

– En la buhardilla… al fondo del pasillo donde está la sala de billar. Pero el capitán dijo que fuera enseguida.

– Ya sé. -Joss esbozó una sonrisa-. Y los relojes de la Marina adelantan cinco minutos. Pero todavía nos queda tiempo para instalar a la joven, de manera que sé bueno y no me líes.

Dejamos a Pettifer quejándose en voz baja y subí detrás de Joss los dos tramos de escalera que ya había subido aquella misma mañana. Ya no se oía la aspiradora pero percibía el olor del cordero asado. Entonces me di cuenta de que tenía un hambre de lobo y la boca se me hizo agua. Joss subía volando gracias a sus largas piernas y cuando yo llegué a la habitación de techo inclinado que iba a ser mía, ya había soltado la maleta y la mochila y había abierto la ventana de par en par. Una ráfaga de aire salado y frío me dio la bienvenida.

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