– Ven a ver el paisaje.
Me situé junto a él. Contemplé el mar, los acantilados, el matiz dorado de los helechos y los cirios amarillentos de las primeras aulagas. Debajo se extendía el jardín de Boscarva, que no había podido ver desde la ventana del salón debido al antepecho de piedra que rodeaba la terraza. Constaba de una serie de terrazas que escalonaban la falda de la colina y, al fondo, pegado a un ángulo del muro del jardín, había una pequeña casa de piedra con techo de pizarra. No, no era una casa, tal vez un establo con altillo espacioso.
– ¿Qué es ese edificio? -pregunté.
– El estudio -respondió Joss-. Allí pintaba tu abuelo.
– No parece un estudio.
– Por el otro lado sí. La pared que da al norte es toda de cristal. Lo diseñó él mismo y mandó que lo construyera un albañil de aquí.
– Parece cerrado.
– Totalmente. Incluso los postigos. Nadie lo ha abierto desde que tuvo el infarto y dejó de pintar.
De pronto me estremecí.
– ¿Tienes frío? -preguntó Joss.
– No sé. -Me aparté de la ventana, me desabroché el abrigo y lo tiré a los pies de la cama. La habitación era blanca y la alfombra de color granate. Había un ropero empotrado, estantes repletos de libros y una pila. Fui a lavarme las manos e hice girar el jabón varias veces bajo el agua caliente. Encima de la pila había un espejo que me devolvió una imagen tan desaliñada como tensa. Entonces me di cuenta de que me había puesto nerviosa pensar en el encuentro con Grenville y en lo importante que me parecía que tuviera buena impresión de mí. Me sequé las manos, abrí la mochila y busqué el cepillo y el peine.
– ¿Era buen pintor? ¿Crees que era un buen artista?
– Sí, de la vieja escuela, por supuesto, pero magnífico. Y un colorista fantástico.
Me quité la goma del extremo de la trenza, sacudí los mechones para que se soltaran y volví al espejo para cepillarme. Veía a Joss, que me observaba, por encima del reflejo de mi hombro. Mientras me cepillaba, me peinaba y volvía a trenzarme el cabello, no dijo ni una sola palabra. Cuando sujeté la punta de la trenza, dijo:
– Es un color muy hermoso. Como el trigo.
Dejé el peine y el cepillo.
– No quiero hacerle esperar.
– ¿Quieres que vaya contigo?
– Sí, por favor.
Me di cuenta de que era la primera vez que le pedía ayuda.
Lo seguí escaleras abajo, a través del vestíbulo y el salón, hasta una puerta que había al final del pasillo. Joss la abrió y asomó la cabeza.
– Buenos días -dijo.
– ¿Quién es? ¿Joss? Pasa, pasa… -Su voz era más aguda de lo que había esperado, parecía la de un hombre mucho más joven.
– Vengo con una persona que quiere verle…
Abrió la puerta de par en par y me puso los brazos en la espalda como para empujarme hacia el interior. Era una habitación pequeña, con balcones que daban a una terraza embaldosada y a un jardín privado, caldeado por la luz del sol y cerrado por setos macizos de escalonias.
Miré el fuego que ardía en el hogar, las paredes de madera y cubiertas de cuadros o de libros, y en la repisa de la chimenea la maqueta de un barco antiguo. Había fotografías con marco de plata, una mesa atestada de periódicos y revistas y un jarrón chino, azul y blanco, lleno de narcisos.
Cuando entré, el capitán se incorporaba despacio, con pesadez, ayudándose con un bastón. Había estado sentado en un sillón de cuero rojo delante de la lumbre. Me sorprendió que Joss no hiciera nada para ayudarle y fui a decir: «Por favor, no se moleste…», pero para entonces ya estaba totalmente erguido y me miraba con fijeza con los ojos azules abiertos bajo una frente protuberante y unas cejas blancas y erizadas.
Entonces me di cuenta de que me había preparado para encontrarme ante un hombre digno de lástima, viejo, achacoso, incluso con las manos algo trémulas. Pero a los ochenta años Grenville Bayliss tenía un aspecto envidiable. Muy alto, muy tieso, almidonado y afeitado, y despidiendo cierto olor a brillantina, hacía honor a los esfuerzos de su criado Pettifer. Vestía una chaqueta azul marino de corte marinero, pantalones de franela gris con la raya perfectamente planchada y zapatillas de terciopelo con sus iniciales bordadas en oro. Estaba muy bronceado, con el cuero cabelludo tan marrón como las castañas bajo los raleantes mechones de pelo blanco, y me imaginé que pasaría mucho tiempo en aquel jardincito particular y soleado, leyendo el diario de la mañana, disfrutando de su pipa, observando las gaviotas y las nubes blancas que atravesaban el cielo a toda velocidad.
Nos miramos. Yo quería que me dijera algo, pero se limitaba a mirarme. Esperaba que le gustase lo que veía y me alegré de haberme preocupado de cepillarme el pelo.
– En mi vida -dijo- había estado en una situación así. Ni siquiera sé cómo hemos de saludarnos.
– Podría darte un beso -dije.
– Pues dámelo.
Seguí su indicación, me acerqué y alcé la cara. Se inclinó ligeramente y rocé con los labios la piel suave y limpia de su mejilla.
– Ahora -dijo-, a sentarse. Joss, ven y siéntate tú también.
Pero Joss se disculpó diciendo que si no se ponía a trabajar inmediatamente, no haría nada en todo el día. Sin embargo, se quedó lo suficiente para ayudar al anciano a sentarse en el sillón y servirnos a ambos una copa de jerez de la botella que había encima de la mesita de servicio.
– Os dejo -dijo a continuación-. Tendréis mucho que deciros -y desapareció agitando la mano con viveza. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.
– Supongo que lo conoces bien -dijo Grenville.
Acerqué un taburete para sentarme delante de él.
– En realidad, no. Pero ha sido muy amable conmigo y muy… -traté de encontrar la palabra justa- oportuno. Quiero decir que siempre aparece cuando se le necesita.
– ¿Y nunca cuando no se le necesita? -No estaba muy segura de estar totalmente de acuerdo con él-. Es un muchacho listo. Está restaurando todos mis muebles.
– Sí, ya lo sé.
– Es un buen artesano. Tiene unas manos increíbles. -Dejó la copa y volvió a escrutarme con sus ojos azules-. Tu madre ha muerto.
– Sí, lo sé.
– He recibido una carta de ese tal Pedersen. Dice que ha sido leucemia.
– Sí.
– ¿Lo conoces?
Le conté lo del viaje a Ibiza y la noche que había pasado con Otto y con mi madre.
– Entonces, ¿era un buen hombre? ¿Bueno con tu madre?
– Sí. Era muy amable. Y la adoraba.
– Me alegro de que al fin diera con una buena persona. Casi todos los que le gustaban eran unos bergantes.
Sonreí al oír aquella palabra pasada de moda. Pensé en el poeta ovejero, en el norteamericano de las camisas Brooks Brothers y me pregunté cómo les habría sentado que les llamaran bergantes. Lo más seguro es que ni siquiera supieran qué significaba la palabra.
– Creo que, a veces, se dejaba llevar por el entusiasmo.
Una chispa de buen humor le brilló en los ojos.
– Parece que has adoptado una actitud muy mundana al respecto.
– Sí. Desde hace tiempo.
– Era una mujer desesperante. Pero de pequeña había sido la criatura más encantadora que te puedas imaginar. Yo la retrataba con frecuencia. Todavía conservo un par de telas de cuando era pequeña. Voy a decirle a Pettifer que las busque y te las enseñe. Después creció y cambió todo. Mi hijo Roger murió en la guerra y Lisa siempre discutía con su madre, se escapaba en su coche y no volvía a casa por la noche. Al final, se enamoró de aquel actor, y eso es todo.
– Estaba enamorada de verdad.
– Enamorada… -Parecía disgustado-. Se le da demasiado valor a esa palabra. En la vida hay muchas más cosas.
– Sí, pero eso tiene que averiguarlo cada uno por sí mismo. -Creo que mi respuesta le hizo gracia.
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