Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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Eliot sonrió otra vez y se despidió de nosotras.

– Os veré a la hora de cenar.

Y desapareció. Silbó al perro al cruzar el vestíbulo. Oímos abrirse y cerrarse la puerta principal y después el motor del coche. Mollie se volvió a mí.

– Bueno -dijo-, ven a sentarte junto al fuego y cuéntamelo todo.

Repetí la historia, como antes con Joss y la señora Kernow, pero esta vez titubeé un poco al contar que Otto y Lisa habían vivido juntos, como si me avergonzara, cosa que nunca me había pasado. Mientras yo hablaba y ella escuchaba, traté de analizar aquella sensación, de entender por qué a mi madre le había disgustado tanto Mollie. Quizás había sido una antipatía natural. Era evidente que no tenían nada en común. Y mi madre nunca había sido muy tolerante con las mujeres que la aburrían. Con los hombres, en cambio, era diferente. Los hombres siempre eran graciosos. Pero las mujeres tenían que ser muy especiales para que mi madre tolerara su compañía. No. No todo podía haber sido culpa de Mollie. Sentada frente a ella, junto al fuego, me dije que mis relaciones con ella iban a ser cordiales y que así compensaría, aunque fuera sólo en parte, el desprecio que había recibido de Lisa.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Porthkerris? El trabajo… ¿tienes que volver?

– No. Me han dado una especie de permiso indefinido.

– ¿Te vas a quedar aquí, con nosotros?

– Bueno… tengo una habitación en casa de la señora Kernow.

– Sí, pero estarías mucho mejor aquí. El único problema es que no hay demasiado espacio. Tendrías que dormir en la buhardilla. Es una habitación pequeña, pero bonita, si no te importa el techo inclinado y procuras no darte un golpe en la cabeza. Eliot y yo ocupamos todas las habitaciones de los huéspedes y, además, una sobrina mía está pasando unos días con nosotros. Podríais haceros amigas. Le vendrá muy bien que haya alguien joven por aquí.

Me pregunté dónde estaría la sobrina.

– ¿Cuántos años tiene?

– Diecisiete. Es una edad difícil y creo que su madre pensó que le convendría estar un tiempo fuera de Londres. Ellos viven allí, ¿sabes?, y por supuesto, tiene muchos amigos y pasan tantas cosas… -Estaba claro que le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas-. Sea como fuere, Andrea ha venido a pasar un par de semanas y cambiar un poco de aires, pero por desgracia creo que se aburre.

Me imaginé a los diecisiete años, en el lugar de la desconocida Andrea: estar en esa casa cálida y acogedora, atendida por Mollie y Pettifer, con el mar y los acantilados en la puerta, con aquel paisaje que invitaba a dar largos paseos y con todas las callejuelas sinuosas de Porthkerris esperándome para que las explorara… habría sido como tocar el cielo con las manos, jamás me habría aburrido. Me pregunté si la sobrina de Mollie y yo tendríamos algo en común.

– Bueno -prosiguió-, como ya sabes, Eliot y yo estamos aquí solamente porque murió la señora Pettifer y los dos ancianos no podían arreglárselas solos. Tenemos a la señora Thomas, que viene todas las mañanas a ayudarme con la casa, pero cocino yo y procuro tener este lugar lo más brillante y hermoso que puedo.

– Las flores son preciosas.

– No soporto una casa sin flores.

– ¿Y qué hay de tu propia casa?

– Ay, querida, está vacía. Te llevaré un día a High Cross para enseñártela. Después de la guerra compré dos chalés antiguos y los reformé. Está feo que lo diga yo, pero la casa es preciosa. Y está cerca del salón-garaje de Eliot; desde que estamos aquí, no abandona la carretera.

– Sí, ya me lo imagino.

Volví a oír pasos que se acercaban por el vestíbulo. Un momento después se abrió la puerta y entró Pettifer con mucho cuidado con una bandeja cargada con todo lo necesario para un café de media mañana, incluida una humeante cafetera de plata.

– Ah, gracias, Pettifer.

Pettifer se adelantó, vencido por la carga, y Mollie se levantó para coger un taburete y ponerlo con rapidez debajo de la bandeja para que el anciano la dejara antes de que se le cayera al suelo.

– Espléndido, Pettifer.

– Una de las tazas era para Joss.

– Está arriba, trabajando. Seguramente se ha olvidado del café. No te preocupes, ya me lo tomaré yo. Otra cosa, Pettifer… -Pettifer se enderezó con lentitud, como si le dolieran todas las articulaciones. Mollie cogió la carta de Ibiza que había dejado sobre la chimenea para mayor seguridad-. Pensamos, todos nosotros, que sería mejor que fueses tú quien le comunicara al capitán lo de su hija y quien le entregara la carta. Pensamos que le resultaría menos doloroso si lo escuchara de tus labios. ¿Te importaría?

Pettifer cogió el delgado sobre azul.

– No, señora. Lo haré. Ahora mismo iba a subir para ayudar al capitán a levantarse y a vestirse.

– Eres muy amable, Pettifer.

– Gracias, señora.

– Y dile que Rebecca está aquí. Y que se va a quedar con nosotros. Habrá que ponerle la cama en la buhardilla, pero estará bien.

El rostro de Pettifer volvió a iluminarse. Me pregunté si alguna vez sonreiría de verdad o si estaría tan acostumbrado a aquella expresión lúgubre que las manifestaciones de alegría se le habían vuelto ya físicamente imposibles.

– Me alegra que se quede -dijo-. Al capitán también le gustará.

Cuando nos quedamos solas, dije:

– Seguramente tienes mucho que hacer. ¿No sería mejor que me fuera? Para no molestar, digo.

– Bueno, en realidad tienes que ir a buscar tus cosas a casa de la señora Kernow. ¿Cómo podemos arreglarlo? Podría llevarte Pettifer, pero ahora estará ocupado con Grenville y yo tengo que hablar con la señora Thomas por lo de tu habitación y pensar en la comida. ¿Qué podríamos hacer? -Yo no sabía qué decirle. Desde luego, no iba a poder cargar todo mi equipaje colina arriba desde la ciudad. Pero, por suerte, Mollie respondió a su propia pregunta-. Ya lo sé. Joss. Él puede llevarte y traerte con la furgoneta.

– Pero, ¿no está trabajando?

– Creo que por una vez podemos interrumpirle. No ocurre muy a menudo. Estoy segura de que no le importará. Anda, vamos a buscarlo.

Había creído que me conduciría a alguna dependencia olvidada o a un cobertizo donde encontraría a Joss rodeado de virutas y olor a cola de carpintero, pero, ante mi sorpresa, me llevó al piso de arriba, motivo por el que me olvidé de Joss; porque se trataba de mis primeras impresiones de Boscarva -el lugar donde había crecido mi madre- y no quería perderme ningún detalle. Las escaleras no estaban alfombradas, la madera que revestía las paredes llegaba hasta la mitad y de aquí hasta el techo estaban decoradas con papel de color oscuro. Sobre este papel colgaban cuadros macizos pintados al óleo. Todo contrastaba con el salón femenino y delicado de la planta baja. En el primer piso había dos pasillos que conducían uno a la derecha y el otro a la izquierda; y una cómoda de nogal barnizado y anaqueles repletos de libros. Seguimos subiendo. Vi esterillas rojas, pintura blanca y el pasillo que volvía a bifurcarse. Mollie dobló a la derecha. Al final de este pasillo había una puerta abierta por la que salían las voces de un hombre y una joven.

Mollie pareció vacilar y apretó el paso con determinación. Vista desde atrás, me pareció impresionante.

La seguí por el pasillo y a través de la puerta, y nos encontramos en una buhardilla que, gracias a un tragaluz, habían convertido en estudio o tal vez en una sala de billar, ya que, pegado a la pared, había un abultado sofá con asiento de cuero y brazos y patas de roble. Pero era evidente que aquella habitación fría y aireada se utilizaba como taller. Joss estaba en el centro, rodeado de sillas, marcos rotos, una mesa con una pata torcida, retazos de cuero, herramientas, clavos y un viejo hornillo de gas sobre el que había un pote de cola de aspecto desagradable. Envuelto en un gastado delantal azul, colocaba con cuidado un precioso trozo de cuero escarlata sobre el asiento de una de las sillas, mientras charlaba con una joven que se volvió, con gesto apático, para ver quién había entrado en la habitación a interrumpir aquel íntimo tete á tete.

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