Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– ¿Y quién -preguntó- va a decírselo al capitán?

– Creo que… Eliot ha ido a buscar a su madre. Verá, hoy llegó una carta para mi abuelo. De Ibiza, del hombre que… cuidaba a mi madre. Pero si usted cree que es inoportuno…

– Lo que yo piense no importa -dijo Pettifer-. Y no importa quién se lo diga al capitán, eso no atenuará su dolor. Pero le diré una cosa: que usted esté aquí será de mucha ayuda.

– Gracias.

Volvió a sonarse la nariz y guardó el pañuelo.

– El señor Eliot y su madre… bueno, ésta no es su casa. Pero sólo había dos alternativas: o el viejo capitán y yo nos mudábamos a High Cross o ellos venían aquí. Y ellos no estarían aquí si el médico no hubiera insistido. Les dije que podíamos arreglárnoslas bien, el capitán y yo. Hemos estado juntos todos estos años… pero, en fin, no somos tan jóvenes como antes y el capitán sufrió un ataque al corazón…

– Sí, eso me han dicho…

– Y cuando murió la señora Pettifer, no había quién cocinara. Yo sé cocinar, pero atender al capitán me ocupa mucho tiempo y no me gustaría verlo hecho un adefesio.

– No, claro que no…

Me interrumpió el ruido de una puerta.

– ¡Pettifer! -exclamó una voz masculina y enérgica.

– Discúlpeme un momento, señorita -dijo Pettifer, salió para ver qué ocurría y dejó la puerta abierta.

– ¡Pettifer!

Oí que Pettifer decía, con un tono que parecía manifestar satisfacción:

– ¡Hola, Joss!

– ¿Está aquí?

– ¿Aquí? ¿Quién?

– Rebecca.

– Sí, está aquí. En el salón; precisamente iba a servirle una taza de café.

– Que sean dos, ¿de acuerdo? Para mí, solo y cargado.

Sus pasos se acercaron al vestíbulo y un momento después apareció bajo el dintel de la puerta, con sus piernas largas, su pelo negro y la cara, por supuesto, echando chispas.

– ¿Se puede saber a qué juegas? -preguntó.

Sentí que se me encendía la sangre igual que a un animal receloso. A casa, había dicho Eliot. Y aquello era Boscarva, mi casa, y si yo estaba allí o no, a Joss no tenía por qué importarle.

– No sé de qué estás hablando.

– Fui a buscarte y la señora Kernow me dijo que ya te habías ido.

– ¿Y?

– Te dije que me esperaras.

– Decidí no esperar.

Se quedó callado, resoplando, pero finalmente pareció aceptar el hecho inevitable.

– ¿Saben que has llegado?

– Encontré a Eliot en la entrada. Me ha traído él.

– ¿Adonde ha ido?

– A buscar a su madre.

– ¿Has visto a alguien más? ¿A Grenville?

– No.

– ¿Le han contado a Grenville lo de tu madre?

– Esta mañana llegó una carta de Otto Pedersen, pero no creo que la haya visto todavía.

– Pettifer tiene que llevársela. Pettifer tiene que estar con él mientras la lee.

– No creo que Pettifer piense lo mismo.

– Pero yo sí -dijo Joss.

Aquella manera descarada de meterse en los asuntos ajenos me dejó sin habla. Pero mientras nos mirábamos con fijeza, con la bonita alfombra estampada y el florero de los narcisos entre ambos, oímos voces y pasos en la escalera que recorrieron el vestíbulo y se acercaron a la puerta del salón.

Una voz de mujer dijo:

– ¿Has dicho en el salón, Eliot?

Joss murmuró algo indigno de repetirse y se dirigió a la chimenea, donde se quedó de espaldas a mí, con la mirada clavada en las llamas. Un momento después, apareció Mollie en la puerta, dudó un instante y luego vino hacia mí con las manos extendidas.

– Rebecca -(Así que iba a ser una bienvenida cálida). Eliot, que venía detrás de ella, cerró la puerta. Joss ni siquiera se volvió.

Deduje que Mollie ya debía de haber pasado los cincuenta, aunque era difícil creerlo. Era guapa y algo gorda, con el cabello rubio deliciosamente peinado, los ojos azules, la piel lozana y ligeramente salpicada de pecas que reforzaban aquella sorprendente impresión de juventud. Vestía falda azul, chaqueta de punto y blusa de seda de color crema. Tenía las piernas finas y bien hechas, llevaba las manos muy arregladas, las uñas de color rosa pálido y varios anillos y pulseras de oro. Perfumada y perfecta, me hizo pensar en una preciosa gatita encogida en el centro de su cojín de raso.

– Lamento causar tanta conmoción -dije.

– No es conmoción, sino sorpresa. Y tu madre… lo siento mucho. Eliot me ha comentado lo de la carta…

Al oír aquello, Joss dio media vuelta y se apartó de la chimenea.

– ¿Dónde está la carta?

Mollie miró a Joss y habría sido imposible decir si acababa de darse cuenta de su presencia o si, habiendo reparado en él desde el principio, se había limitado a no hacerle caso.

– Joss, creí que no ibas a venir esta mañana.

– Pues he venido. Acabo de llegar.

– Ya conoces a Rebecca, supongo.

– Sí. Nos conocemos. -Titubeó. Parecía hacer un esfuerzo por sobreponerse. Sonrió con pesar, se volvió para apoyar las anchas espaldas en la chimenea y se disculpó-: Perdonad. Sé que no es asunto mío, pero la carta que llegó esta mañana… ¿dónde está?

– En mi bolsillo -dijo Eliot, que hablaba por primera vez-. ¿Por qué?

– Creo que Pettifer debería darle la noticia al viejo. Creo que Pettifer es la única persona capaz de hacerlo.

Sólo el silencio le contestó. Mollie me soltó las manos y se volvió hacia su hijo.

– Tiene razón -dijo-. Grenville está muy unido a Pettifer.

– Por mí, de acuerdo -dijo Eliot. Pero sus ojos, clavados en Joss, rezumaban un frío antagonismo. Era natural. Yo sentía lo mismo y estaba de parte de Eliot.

– Perdonad -dijo Joss otra vez.

– No hay por qué -dijo Mollie con dulzura-. Eres muy amable por preocuparte tanto.

– Realmente no es asunto mío -dijo Joss. Eliot y su madre esperaron con paciencia intencionada. Joss acabó por comprender el mensaje, se apartó de la chimenea y añadió-: Bueno, con vuestro permiso, voy a continuar con mi trabajo.

– ¿Te quedarás a comer?

– No. Un par de horas nada más. Tengo que volver a la tienda. Tomaré un bocadillo en el bar. -Nos sonrió a todos con amabilidad sin que en sus facciones quedase el menor rastro de su conducta anterior-. Gracias de todos modos.

Y se fue, con humildad y excusándose, aceptando por lo visto el papel que le correspondía. El del joven trabajador, el del empleado que tiene un encargo que cumplir.

Capítulo 6

– Perdónale -dijo Mollie-. El tacto no es una de sus virtudes.

Eliot rió secamente.

– Ése es el eufemismo del año.

– Está restaurando unos muebles -me explicó Mollie-. Son viejos y han estado muy descuidados. Joss es un artesano maravilloso, pero nunca sabemos cuándo llega ni cuándo se va.

– Algún día -añadió su hijo- perderé la paciencia y le romperé la nariz de un puñetazo. -Me sonrió, como desmintiendo la violencia de sus palabras-. Yo también tengo que irme. Ya se me hacía tarde cuando te encontré y ahora voy doblemente retrasado. ¿Me disculpas, Rebecca?

– Por supuesto, y perdona. Ha sido culpa mía. Gracias por tu amabilidad.

– Me alegro de haberme detenido. Al parecer me di cuenta de que era algo importante. Hasta luego.

– Sí. Hasta luego -dijo Mollie-. Rebecca no puede irse ahora que nos ha encontrado.

– Bueno. Os dejo para que lo arregléis todo. -Se dirigió hacia la puerta, pero su madre se lo impidió con dulzura.

– Eliot. -El aludido se volvió-. La carta.

– ¡Ah, si, claro! -Sacó del bolsillo la fatídica carta, un poco arrugada, y se la entregó a Mollie-. No dejes que Pettifer haga un melodrama. Es muy sentimental.

– No te preocupes.

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