Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Estaba vinculada a la Marina de guerra desde siempre. Su padre estaba al mando del Imperio cuando el capitán era primer alférez. Así se conocieron. Se casaron en Malta. Una boda preciosa, con las espadas en alto para que pasaran los novios y cosas por el estilo. Pertenecer a la Marina significaba mucho para la señora Bayliss. Cuando el capitán dijo que iba a dimitir estallaron las peleas, pero no consiguió que cambiara de idea. Así que nos fuimos de Malta. El capitán encontró esta casa y nos mudamos todos aquí.

– ¿Y estás aquí desde entonces?

– Más o menos. El capitán se matriculó en la Academia Slade de Bellas Artes, lo cual significaba trabajar en Londres, de modo que alquiló un piso pequeño, estaba en los alrededores de St. James, y cuando iba a Londres yo le acompañaba para servirle y la señora Pettifer se quedaba aquí con la señora Bayliss y Roger. Su madre de usted aún no había nacido.

– Pero cuando salió de la Slade…

– Bueno… volvió y se quedó para siempre. Y construyó el estudio. Eso fue cuando estaba en su mejor momento. Pintaba obras magníficas: grandes paisajes marinos, tan fríos y brillantes que se podía oler el viento, sentir la sal en los labios.

– ¿Hay muchos cuadros suyos en la casa?

– No. No muchos. Está el del barco pesquero sobre la chimenea del comedor y un par de dibujos en blanco y negro en el pasillo de arriba. Hay tres o cuatro en el estudio y un par en la habitación de la señora Roger.

– Y el del salón…

– Ah, sí. Ése, por supuesto. La mujer de la rosa.

– ¿Quién era la mujer?

No contestó, preocupado quizá por los cubiertos, frotando un tenedor como si quisiera borrarle el monograma.

– ¿Quién era la mujer del cuadro?

– Sophia -dijo Pettifer.

Sophia. Desde el momento en que mi madre la había mencionado de pasada, yo había querido saber quién era Sophia y ahora Pettifer ponía su nombre sobre el tapete como si fuera lo más natural del mundo.

– Era una muchacha que trabajaba de modelo para el capitán. Creo que primero trabajó para él en Londres, cuando el capitán era estudiante y después empezó a venir aquí durante las vacaciones de verano, vivía en Porthkerris y trabajaba para cualquier artista que estuviera dispuesto a pagarle.

– ¿Era guapa?

– Desde mi punto de vista, no. Pero sí muy vivaz, y muy charlatana. Era irlandesa, del condado de Cork.

– ¿Qué opinaba mi abuela sobre Sophia?

– Sus caminos nunca se cruzaron, su abuela tenía tanto trato social con ella como el que tenía con el carnicero o la peluquera.

– Entonces, ¿Sophia no estuvo nunca aquí?

– Oh, sí. Iba y venía. Iba al estudio con el capitán y cuando él se cansaba o perdía la paciencia, le decía que había terminado la jornada y ella subía por el jardín, aparecía por la puerta de servicio y decía: «¿Podrían darme una taza de té?», y como era Sophia, la señora Pettifer siempre tenía el agua al fuego.

– Leía el futuro en las tazas de té.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Mi madre.

– Es verdad. Y a todos nos decía que iban a pasarnos cosas maravillosas. Claro que no pasaban, pero era divertido oírselo decir. Ella y su madre eran buenas amigas. Sophia la llevaba a la playa y la señora Pettifer les preparaba una cesta con la merienda. Y si hacía mal tiempo daban largos paseos por el páramo.

– Pero, ¿qué hacía mi abuela mientras tanto?

– La mayoría de las tardes jugaba al bridge o al mahjong. Tenía un círculo de amigos muy selecto. Era toda una señora y en realidad no le interesaban mucho los niños. Si se hubiera preocupado más por Lisa cuando era pequeña, quizás hubieran tenido más cosas en común cuando creció y, probablemente, su madre no se habría fugado ni nos habría hecho sufrir como lo hizo.

– ¿Qué pasó con Sophia?

– Volvió a Londres, se casó y tuvo un hijo, según creo. Murió en 1942 durante un bombardeo. El niño estaba en el campo y su marido en el extranjero, pero Sophia se había quedado en Londres porque trabajaba en un hospital. Nos enteramos mucho después.

Para la señora Pettifer y para mí fue como si se hubiese apagado una luz en nuestra vida.

– ¿Y mi abuelo?

– También lo sintió mucho, como es lógico. Pero hacía años que no la veía. Sophia no era más que una modelo que había trabajado para él.

– ¿Hay más cuadros de ella?

– Hay cuadros de Sophia en las galerías de provincias de todo el país. Si quiere ir a verlo, hay uno en la galería de Porthkerris. Y un par arriba, en la habitación de la señora Roger.

– ¿Me los podrías enseñar ahora? -lo dije con tanta vehemencia que Pettifer pareció sorprenderse, como si le hubiese pedido algo inmoral-. Bueno, si a la señora Bayliss no le molesta.

– No… no le molestará. No veo por qué. Vamos.

Se levantó con esfuerzo y le seguí escaleras arriba y por el pasillo del primer piso hasta el dormitorio que quedaba encima del salón, una habitación amplia y amueblada de un modo muy femenino, con muebles Victorianos y una alfombra rosa y crema. Mollie la había limpiado y ordenado hasta un extremo que daba grima. Los dos pequeños óleos colgaban juntos entre las ventanas: en uno había un castaño y una joven recostada a su sombra; en el otro, la misma joven tendía la ropa durante un día ventoso. Me sentí desilusionada.

– Todavía no sé cómo es Sophia.

Pettifer iba a contestarme cuando sonó un timbre en algún punto de la casa. Levantó la cabeza como un perro servicial.

– Es el capitán, nos habrá oído hablar a través de la pared. Discúlpeme.

Salí con él de la habitación de Mollie y cerré la puerta tras de mí. Avanzó por el pasillo, abrió una puerta y oí la voz de Grenville.

– ¿Qué estáis murmurando los dos ahí dentro?

– Estaba enseñándole a Rebecca los dos cuadros de la habitación de la señora Roger…

– ¿Está Rebecca ahí? Dile que entre…

Entré, pasando delante de Pettifer. Grenville no estaba en la cama, sino sentado en un sillón hondo y con los pies apoyados en un taburete. Estaba vestido pero tenía una manta sobre las rodillas. El alegre chisporroteo de las llamas animaba la habitación. Todo estaba en orden y en su sitio, y olía a la brillantina que el abuelo se ponía en el cabello.

– Creí que estabas en la cama -dije.

– Pettifer me ayudó a levantarme después de comer. Me aburro como una ostra si me quedo todo el día en la cama. ¿De qué estabais hablando?

– Pettifer me enseñaba cuadros tuyos.

– Pensarás que son muy anticuados. Los jóvenes vuelven ahora al realismo. Sabía que tendría que ocurrir. Me gustaría regalarte uno. En el estudio hay montones sin catalogar. Hace diez años que lo cerré y aún no he vuelto por allí. Pettifer, ¿dónde está la llave?

– En un lugar seguro, señor.

– Tendrás que pedirle la llave a Pettifer e ir al estudio a husmear. A ver si encuentras uno que te guste. ¿Tienes casa donde ponerlo?

– Tengo un piso en Londres. Y necesita un cuadro.

– Me he acordado de otra cosa mientras estaba aquí. El jarrón de jade que está en la vitrina, abajo. Lo traje de China hace años y se lo regalé a Lisa. Ahora es tuyo. Y un espejo que le dejó su abuela… ¿Dónde está, Pettifer?

– En la sala de tomar el sol, señor.

– Bueno, habrá que descolgarlo y limpiarlo. Te gustaría tenerlo, ¿verdad?

– Claro que sí. -Sentí un gran alivio. Me había estado preguntando cómo abordar el tema de las pertenencias de mi madre y Grenville lo había hecho por mí. Titubeé, pero ya que estábamos en ello, mencioné el tercer objeto-: ¿No había también un buró?

– ¿De veras? -Clavó en mí su temible mirada-. ¿Cómo lo sabes?

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