Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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Yáiza extendió las manos tomando las de su madre y atrayéndola para que se sentara a su lado y podría pensarse que era ella la mayor y le hablaba a Aurelia como si se tratara de una niña.

— Me duele que hayas sacado esa impresión — dijo —. Pero lo único que pretendo es que si algo me ocurre no tengáis por qué sentiros culpables… — Alzo sus ojos hacia sus hermanos, y habla una muda súplica en su mirada —. Necesito sentirme libre para tomar mis decisiones. — Hizo una corta pausa, meditó unos instantes lo que iba a decir, y por último añadió —: En El mundo perdido, aquel libro que tanto me gustaba de pequeña, habla un dibujo de un tepuy en cuya cima vivía una especie de bestia prehistórica. Recuerdo que siempre soñaba con ella, y aunque me despertara aterrorizada, al día siguiente volvía a mirarla porque estaba convencida de que ésa era la única forma que tenía de dejar de temerla. Y al fin descubrí algo muy importante: lo que en verdad me daba miedo no era aquel monstruo, sino la montaña en que vivía.

— Quisiera poder entenderte… — susurró apenas Aurelia —. ¿Qué pretendes decir?

— No lo tengo muy claro — admitió Yáiza —. Pero estoy comenzando a descubrir que lo que en verdad me ha asustado estos años no han sido los muertos que venían a verme, sino el lugar en que habitan.

— ¿Tu propia mente? — insinuó el húngaro.

— Tal vez — admitió Yáiza —. Conan Doyle sostenía que en la cima de los tepuys podían subsistir los monstruos porque se habían mantenido aislados del resto del mundo durante millones de años. A mí, de niña, me gustaba «ser distinta», y por ello me apartaba de los demás. Creo que ha llegado el momento de cambiar.

— ¿Y crees que ese salvaje pintarrajeado te va a ayudar? — inquirió Sebastián escéptico —. Lo único que conseguirá es confundirte, pero hemos llegado demasiado lejos, y resultarla estúpido no dar el último paso. Puedes estar segura de que no intervendré en lo que hagas por mucho que me duela.

Yáiza se volvió a su hermano Asdrúbal.

— ¿Y tú?

— Descuida.

— Gracias. — Besó las manos de su madre —. A ti no necesito pedírtelo; sé que lo harás… — Cerró un instante los ojos con gesto de fatiga —. Y ahora me gustaría descansar — dijo —. Ha sido un día muy pesado.

Cinco minutos después dormía, pero no porque se sintiera en verdad fatigada, sino porque tenía una urgente necesidad de conciliar el sueño para conseguir que Xanán viniera a visitarla y le aclarase las múltiples dudas que en los últimos días le asaltaban.

— Ya estoy aquí — le dijo en cuanto lo vio surgir de las tinieblas y acomodarse aferrado a su arco, junto al fuego —. Ya he llegado a donde tu brujo quería, pero no creo que sea capaz de explicarme qué es lo que pretende de mí. ¿Lo sabes tú?

El indio asintió con un imperceptible gesto de cabeza:

— Ahora lo sé — admitió. — ¿Puedes decírmelo? — Aún no. — ¿Por qué?

— Porque antes tienes que conocer a mi pueblo, y mi pueblo tiene que conocerte a ti. — ¿Qué necesitan saber de mí? — Que en verdad eres como imaginaban, sus ruegos fueron escuchados, y no se trata de una nueva fantasía de Etuko. — Hizo una corta pausa —. Creo que tienen derecho a sentirse seguros. — ¿Y tú qué opinas?

— Los muertos no tenemos derecho a opinar. Vivir y opinar son una misma cosa. Yo, desde que estoy muerto, sé lo que es verdad y lo que es mentira, y por lo tanto no puedo opinar.

Yáiza pareció un tanto perpleja por semejante razonamiento, y no pudo por menos de hacérselo notar:

— Nunca creí que un «yanoami» pudiera hacer algo así — admitió.

— De este lado ya no existe «yanoamis» o «racionales; sólo muertos.

Le contempló con profunda lástima.

— Empiezas a estar cansado de todo esto, ¿no es cierto?

— Tanto como tú. Vivos o muertos necesitamos saber donde nos encontramos, y ni tú ni yo lo sabemos, Yáiza no respondió, cerró los ojos y por primera vez en el transcurso de la noche, pudo disfrutar del sueño y permitir que su cuerpo se relajara, pero esta vez, Xanán no se perdió de nuevo entre las sombras, sino que continuó en el mismo lugar, aferrado a su arco y con los ojos fijos en el fuego, velándola, mientras comenzaba a canturrear de nuevo su monótona oración:

Omaoa era su nombre,
y nada había a su alrededor.
Le respondió su propia voz
cuando llamo a las oscuras sombras,
y la inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.
Se interrumpió unos instantes, observó con extraña fijeza a la muchacha que dormía, y repitió la última estrofa:
Le respondió su propia voz
cuando llamó a las oscuras sombras,
y la inmensa soledad le llenó el corazón de tristeza.

Bachaco Van-Jan sabía que cuando los „guaharibos“ o los „guaicas“ decidían construir un puente, aunque se tratase de un „puente“ tan estrambótico y endeble, se debía al hecho indiscutible de que en más de media jornada, aguas arriba o aguas abajo, no existía lugar alguno por el que resultara factible vadear el río.

Resultaba evidente, también, que el „coronel“ Sven Goetz parecía muy capaz de mantenerse oculto en la espesura de la margen opuesta para cazarlo como a un mono trepado en una rama en cuanto pretendiera atravesar nuevamente lo que el mestizo Mapurite había calificado acertadamente de „trapecio“, y decidió por tanto que lo mejor que podía hacer era volver sobre sus pasos, dar un rodeo y buscar, cauce abajo, aguas más tranquilas.

Perdió casi todo un día en encontrarlas y en fabricar una especie de frágil almadía que le permitiera vadear la corriente llevando consigo sus armas y provisiones, y aunque al cruzar pasó momentos angustiosos imaginando que el alemán, los „guaicas“, o incluso los caimanes, podían atacarle cuando más indefenso se encontraba, su mayor dificultad estribó en conseguir asirse a la rama de un samán y alzarse luego a pulso hasta la orilla poniendo a salvo sus escasas pertenencias.

Durmió allí mismo, acurrucado y silencioso, y con la primera claridad del día inició una rápida marcha a través de la selva más despejada y menos calurosa que habla conocido a lo largo de toda una vida en La Guayana, eufórico y sin que le inquietaran ya el alemán, los salvajes ni las bestias, e incluso le alegraba que sus hombres hubieran decidido abandonarle porque desde la noche anterior le invadía la sensación de que „La Madre de los Diamantes“ le aguardaba únicamente a él y era un yacimiento que no debía ser compartido con una banda de zarrapastrosos ignorantes, que tan sólo sabían convertir las piedras» en ron y putas.

El, Hans Van-Jan, entraría a formar parte de la leyenda de La Guayana, al igual que el escocés McCraken o el mismo Jimmy Ángel, y se le recordaría como al primer hombre que en solitario supo enfrentarse a todos los peligros y adversidades para reencontrar la mítica mina perdida en la cima de un tepuy, para regresar a San Carlos tan inmensamente rico que ya nadie se atrevería nunca a llamarle «negro de mierda».

Aceleró el paso, como si sus pies tuvieran alas, y no sentía calor, fatiga, ni aun tan siquiera el peso del rifle o la mochila, y la única vez que se detuvo fue para mordisquear unos pedazos de cazabe y carne seca, aprovechando el tiempo para releer una vez más el manoseado cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo de la camisa, y en el que su padre le había dejado su «testamento» escrito en flamenco con su personalisima letra alta y picuda:

«Sí alguna vez consigo que un gran diamante lleve mi nombre 'El Van-Jan', tendré la certeza de que me habré convertido en inmortal, porque nada existe ni puede existir, ni más antiguo ni más eterno que un diamante, que permanecerá inmutable incluso más allá del día en que el Universo salte al fin hecho pedazos.»

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