Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— Por aquí estaré. Pero le advierto que si cruza el río, le mato.

El mulato dio media vuelta y desapareció en la espesura, se alejó una docena de metros, amartilló su arma, y apartándose del sendero, regresó sigilosamente a la orilla.

Pero cuando se encaró el rifle y apartó con sumo cuidado las últimas hojas, la margen opuesta aparecía desierta.

— ¡Hijo de puta! — masculló apretando los dientes con gesto de frustración —. ¡Maldito hijo de puta!

Aparecía tumbado en un primitivo «chinchorro» de bejucos, muy rígido, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos en blanco y todo el cuerpo, de los pies al cabello, pintarrajeado de redondas manchas oscuras, lo que le conferían el aspecto de un jaguar, que representaba, a su modo de ver, el símbolo del poder y la muerte.

Se encontraba desnudo, exceptuando una delgada liana amarrada al pene y que le rodeaba la cintura, y era tan imperceptible su respiración, que resultaba difícil adivinar si permanecía en trance o era un cadáver.

A su alrededor, y más allá de los cuatro palos cubiertos de plumones de gavilán que delimitaban el «espacio mágico» que los no iniciados jamás debían violar, hombres, mujeres y niños se acuclillaban con los pies firmemente asentados en tierra, casi tan inmóviles como él mismo y sin apartar ni un solo instante los ojos de su boca, como si confiaran en que de un momento a otro Omaoa fuera a hablarles a través de su amado siervo Etuko, hechicero y guía de la familia de los «shorinoterí», la más poderosa de las tribus «yanoami» al norte de la Sierra Pacaraima.

Toda la noche y gran parte del día llevaban así, porque antes de tumbarse en la hamaca el brujo había advertido de qué cosas portentosas estaban a punto de ocurrir y debían encontrarse preparados, en cuerpo y alma, para asistir a los maravillosos prodigios que se avecinaban.

Las mujeres embarazadas y aquellas que se hallaban menstruando se habían alejado del «shabono» llevándose a los niños más pequeños, y la mayoría de los fogones familiares se encontraban a punto de consumirse porque nadie se ocupaba de alimentarlos temiendo distraer a los espíritus de todos aquellos miembros de la tribu que, incluso muertos, acudían a presenciar los milagros que el «piache» había prometido.

A media tarde, cuando el sol comenzaba a sacar reflejos dorados de las paredes del gran tepuy que desde lejos dominaba el poblado, se escuchó una voz confusa que pareció surgir de lo más profundo del pecho del hechicero, pero que ninguno de los presentes reconoció como suya, sino como la de Xanán, el único guerrero de los que habían partido en busca de «Camajay-Minaré» y que todavía no había regresado.

Era en efecto su voz, pero ni aun sus más cercanos parientes fueron capaces de comprender lo que decía, puesto que no era en «lengua» en lo que hablaba, sino que empleaba ininteligibles palabras que más parecían propias del idioma de los «racionales».

Continuaron sin embargo inmóviles, como hipnotizados por la magia de aquel hecho insólito que superaba cuanto de sobrenatural había realizado Etuko hasta el presente, y tanta era su concentración en la yacente figura de la que nacía cada vez más nítidamente la voz de Xanán, que no repararon en la presencia de los tres hombres v las dos mujeres que habían penetrado en su poblado, hasta que se hubieron detenido, perplejos y un tanto incómodos, en el centro mismo del «shabono».

Se volvieron entonces a mirarles, uno por uno y en silencio, y durante un tiempo que a todos se les antojó infinito, salvajes y «racionales» se observaron, tan asustados quizá los unos como los otros y tan incapaces de entender lo que ocurría, porque los recién llegados no encontraban explicación a la sorprendente ceremonia que habían interrumpido, y los indígenas no concebían cómo era posible que alguien hubiese conseguido penetrar hasta el corazón mismo de su hogar sin que ni siquiera los perros denunciaran su presencia.

Pero al fin los ojos de todos los «yanoami», hombres, mujeres y niños, coincidieron sobre la figura de Yáiza, y un levísimo murmullo corrió de boca en boca al tiempo que el brujo pintado de jaguar se ponía en pie muy lentamente como si le costara un gran esfuerzo abandonar el trance en que se hallaba sumergido, y tomando el más largo de los palos emplumados que delimitaban su «espacio mágico», avanzó ceremonioso y fue a clavarlo ante la muchacha, al tiempo que exclamaba:

— ¡Shori «Camajay-Minaré»! ¡Shori «Camajay-Minaré»!

— ¡Shori «Camajay-Minaré»! — repitieron a coro el resto de los indígenas y poniéndose en pie se fueron aproximando, aunque se mantuvieron formando un prudente semicírculo a poco más de tres metros del grupo de extranjeros.

— ¿Qué significa? — quiso saber Aurelia, volviéndose a Zoltan Ranas —. ¿Entiende algo?

— Nada — fue la respuesta —. Pero está claro que turnan a su hija por «Camajay-Minaré».

— ¿Y qué va a ocurrir ahora?

— No tengo ni idea. Lo mismo les puede dar por adorarnos que por convertirnos en hamburguesa.

Pero no ocurrió ni una cosa ni otra, puesto que Etuko se limitó a hacer un gesto con la mano mostrando el camino, el grupo de curiosos abrió apresuradamente un pasillo y, por una especie de portezuela lateral que daba a una explanada junto a la que nacía un extenso y bien cuidado platanal, les condujo a una amplia «maloka» circular en la que abundaban toda clase de flores, frutas y verduras.

— ¡Teka «Camajay-Minaré»! — repitió el hechicero, una y otra vez inclinándose como un ceremonioso posadero —. ¡Teka «Camajay-Minaré»!

— Teka quiere decir «casa» — señaló el húngaro —. Eso lo entiendo porque es una palabra que utilizan los «guaharibos». Al parecer nos está diciendo que ésta va a ser nuestra casa. O mejor dicho, «tu» casa, porque resulta evidente que aquí los demás somos comparsas.

Yáiza no respondió, se limitó a sonreír levemente al indígena agradeciéndole su hospitalidad, y tan sólo cuando hubo desaparecido regresando con paso rápido junto a los suyos, se volvió al húngaro y comentó:

— Nosotros jamás tenemos nada que no pertenezca al resto de la familia. Y ahora usted es parte de la familia. — Señaló con un ademán las hermosas flores y las apetitosas frutas —. Se diría que nos estaban esperando. ¿No es cierto?

— Sí — admitió Sebastián, al que se le advertía más nervioso que de costumbre —. Nos estaban esperando, pero, ¿qué hacía ese hombre tumbado en el «chinchorro», pintado de esa forma, y hablando de esa manera tan extraña?

— Quien hablaba no era él — replicó Yáiza tomando asiento en una especie de banco de bambú que corría a todo lo largo de la pared. Era Xanán. Reconocí su voz.

— ¿El muerto? — Ante su mudo gesto de asentimiento, su hermano añadió —: ¿Crees de veras que ese hombrecillo pintarrajeado puede ponerse en comunicación con los espíritus?

— Sí. Creo que sí.

— ¿Igual que tú?

— Supongo que no, porque él los busca, y a los muertos, cuando mas los buscas, menos los encuentras. Pero tengo La impresión de que puede ayudarme.

— ¿A cambio de qué?

Yaiza Le observo con una cierta severidad:

— Siempre preguntas lo mismo. Pero pida lo que pida se Lo daré. ¡Óyeme bien! Pida lo que pida, y Lo único que te suplico es que no trates de intervenir.

— Exiges demasiado.

— Es posible, pero si durante dieciocho años no he exigido nada, creo que ahora tengo derecho a que me permitáis llegar hasta el fin… — Hizo una corta pausa y su tono de voz cambió, suavizándose —. Tal vez muy pronto deje de causar problemas.

— El peor problema seria que te ocurriera algo, y lo sabes — le hizo notar su madre —. Y debo admitir que por primera vez en La vida, aborrezco tu actitud. Se diría que te molestamos.

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