Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro
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Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.
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— No pueden ser «guaicas», «cuñao» — sentenció el Tragamonos —. Nunca se mueven de noche.
— Eso lo dices tú. que tienes más miedo que capibara en charco de caimanes y nunca has visto un «guaica» ni de lejos. Están aquí, entran de noche en nuestro campamento, y ni te enteras… ¡Pastueño…! — llamó, y cuando el otro se aproximó solícito, señaló despectivamente al arekuna —. ¡Ve con él y llévate también al Mapurite'. Y aprieta el paso porque quiero agarrar de una vez a esos «isleños». Te sigo en cinco minutos.
Cesáreo Pastrana no hizo comentario pese a que él también ponía en duda el que los «guaicas» se dedicaran a robar fusiles que no sabían utilizar, e inició de inmediato una marcha realmente endemoniada, pues deseaba más que nadie acabar de una vez por todas con aquella absurda situación que a nada conducía.
Durante los últimos cinco años había vivido a la sombra del mulato pelirrojo y nunca se le había ocurrido discutir sus decisiones, pero aquella estúpida obsesión por reencontrar la supuesta mina McCraken, y la aún más estúpida idea de que una muchacha canaria podría conducirles hasta ella, empezaba a resultar un capricho demasiado peligroso, peligro que pasó a convertirse a su modo de ver en riesgo inaceptable, cuando alcanzaron las márgenes de un caudaloso río y descubrió que si quería atravesarlo no le quedaba otra opción que hacer equilibrios sobre un destartalado puente colgante.
— Hasta aquí llegamos, Tragamonos — dijo —. El Bachaco puede cantar misa, pero por mi madre que yo no cruzo ese puente para que un «coño-e-madre» me meta una flecha en el culo cuando esté haciendo equilibrios en el aire. — Se dejó caer junto al tronco de la ceiba a la que se sujetaban las lianas que tensaban la endeble construcción v sacó con toda parsimonia un paquete de cigarrillos —. De pronto se me olvidó que existen los diamantes — concluyó.
Pero Hans Van-Jan no lo había olvidado, sino que, muy por el contrario, desde el momento en que había descubierto en el horizonte la maciza silueta del gigantesco tepuy que dominaba la llanura, parecía iluminado por una especial gracia divina.
— ¡Ése es! — exclamaba —. Ahí fue donde Jimmy aterrizó con McCraken y ahí están los diamantes.
Ni Cesáreo Pastrana, ni el Tragamonos, ni el resto de los «rionegrinos» compartían no obstante su entusiasmo y fueron por el contrario de la opinión de que aquél no era más que uno de los muchos tepuys de La Guayana, que presentaba, además, el considerable inconveniente de encontrarse situado en el corazón mismo del territorio de la más hostil de las tribus salvajes.
— ¡Lo siento, jefe! — se sinceró el pastueño —. Pero para mí no existen diamantes que valgan más que mis bolas y estoy convencido de que si cruzo ese puente me las cortan. De aquí no paso.
— ¿Qué quieres decir con eso?
— Vaina, Bachaco — exclamó impaciente Cesáreo Pastrana —. Hasta un niño lo entiende. Lo único que pretendo es volver a Turpial. Y éstos se quieren venir conmigo.
El mulato no necesitó preguntar si era o no cierto, porque le bastó observar los rostros de los presentes, y se diría que le costaba un gran esfuerzo admitir que sus hombres, aquellos temidos «rionegrinos »cuya sola mención inquietaba al resto de los habitantes de la región, pudieran encontrarse realmente asustados.
— Llevamos años detrás de una ocasión como ésta — señaló —. Y ahora que se presenta queréis hacerme creer que estáis acojonados.
— No es eso — intervino el Mapurite, el mestizo de la larga nariz afilada —. Es que andar persiguiendo a una guaricha porque imaginas que escucha «La Música», se nos antoja una pendejada que ha llegado ya demasiado lejos.
— ¿Y acaso no tenía yo razón? — replicó el mulato al tiempo que señalaba una vez más el lejano tepuy —. Nos ha traído directamente al lugar en que McCraken encontró los diamantes.
— Eso no es más que una teoría — le hizo notar Pastrana —. Hay docenas de tepuys en la región, y éste debe estar a más de doscientos kilómetros del Auyán-Tepuy, que es donde siempre se dijo que descubrió la mina.
— ¿Y qué significan doscientos kilómetros en una selva como ésta? — protestó Bachaco —. Jimmy Angel asegura que el viejo lo tuvo una semana dando vueltas antes de decidir dónde tenía que aterrizar. Está claro que trataba de enredarle y que más tarde no quiso contarle la verdad o chocheaba. ¡Habían pasado quince años! ¿Cómo podía acordarse de si el tepuy estaba aquí o a doscientos kilómetros al Sur?
— O al Norte — intervino uno de los «rionegrinos» que había asistido en silencio a la discusión —. Yo estoy con el pastueño. Arriesgarse a cruzar el territorio «guaica» y trepar por esas paredes de roca para comprobar si ahí arriba se esconde una mina en la que nunca he creído, es algo que este hijo de mi madre no piensa hacer. Yo me regreso.
El mulato pareció comprender que aquélla era sin lugar a dudas una opinión generalizada v observó uno por uno a sus hombres, que — uno por uno también — apartaron la vista.
— ¡Acabemos! — dijo al fin —. ¿Quién está dispuesto a venir?
No hubo respuesta, y cuando resultó evidente que se encontraba solo, dio media vuelta y permaneció largo rato observando el río, el «puente», y el enorme tepuy que se le antojaba en esos momentos más imponente, lejano v misterioso que nunca.
Estaban allí, no le cabía duda, v si aquella muchacha escuchaba o no «La Música» va no tenía importancia, porque ahora era él quien lo escuchaba como si su padre o el propio escocés estuviesen susurrándole al oído que en la cima de aquella alta meseta se encontraba el tesoro que le permitiría abandonar La Guayana y enfrentarse al mundo siendo lo suficientemente rico como para que nadie reparase en el color de su piel o sus cabellos.
No podía marcharse ahora. No podía volver atrás y pasar el resto de su vida maldiciéndose por haber desperdiciado la gran ocasión que el destino había puesto en sus manos, o por no haber sido capaz de imitar a su padre que lo había arriesgado todo persiguiendo el más portentoso de los sueños.
— ¡De acuerdo! — admitió volviéndose a mirarles —. Yo sé que ahí arriba está la mina y le daré veinte mil bolívares, ¡oídlo bien! veinte mil bolívares, a quien venga conmigo. Pero si encontramos los diamantes, la mitad son míos.
— ¿Veinte mil «bolos» para cada uno? — inquirió el Mapurite como si temiera haber oído mal —. ¿Lo dice en serio?
— ¿Crees que estoy de humor como para andar con «guachafitas»? — fue la agria respuesta —. Veinte mil para cada uno y sabes que soy de los que siempre cumplen sus promesas. Pero tenemos que llegar a la cima antes que ese «coño-e-madre» del húngaro y los «isleños».
— Veinte mil «bolos» son muchos «bolos» — admitió Cesáreo Pastrana cambiando de actitud —. Ése es un lenguaje que mis orejas entienden, porque por veinte mil «bolos» me echo al pico a todos los salvajes de estos contornos. — Se puso pesadamente en pie, y recogió el rifle al tiempo que señalaba con la cabeza el río —. ¡Me apunto! — añadió —. Aunque no seré yo el primero en cruzar esos palos… No sé nadar y prefiero ver si el tinglado aguanta.
Resultó evidente que la decisión del colombiano traía aparejada la aceptación de los demás, y Bachaco Van-Jan pareció comprender que era preferible no dar tiempo para replantear el problema, por lo que se encaminó decidido hacia el «puente», y sin pensárselo dos veces se aferró a la liana y comenzó a deslizar los pies por las delgadas, irregulares, y aparentemente quebradizas ramas que formaban el «suelo».
Vistas desde arriba, las aguas cobraban una apariencia mucho más peligrosa y tuvo la sensación de que su fuerza y velocidad habla aumentado de forma inexplicable, al igual que el número de afiladas y amenazantes rocas que resallaban como grises colmillos de una hambrienta fiera dispuesta a devorarle en cuanto tuviera la mala ocurrencia de dar un traspiés y precipitarse al vacío, pero se esforzó por mantener la calma porque los «rionegrinos» le observaban expectantes y un tanto burlones, aunque a la mayoría no parecía hacerles ninguna gracia la idea de tener que seguirle.
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