Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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El acusado lo negaba alegando que lo único que había hecho era secarse el sudor del bigote con el dorso de la mano, gesto que el otro, que se mantenía continuamente ojo avizor, había confundido con el ademán de echarse un diamante a la boca.

La discusión pareció cobrar visos de eternizarse sin que ninguno de los implicados diese su brazo a torcer, y tuvo que ser el cachazudo y autoritario Salustiano Barrancas el que pusiera fin al problema haciendo una única y concisa pregunta que resonó extrañamente amenazadora:

— ¿Hacemos «La prueba»?

El acusador, un zambo escuálido de cabellos ralos y hundida barbilla que le daba un extraño aspecto de pájaro aburrido, dudó unos instantes, giró la vista observando a quienes le observaban a su vez, clavó por fin los legañosos ojos en el hombretón del poblado mostacho que parecía querer fulminarlo con la mirada y por último, con un supremo esfuerzo, asintió:

— ¡De acuerdo! — dijo.

— ¡Hijo de puta! — exclamó de inmediato su contrincante —. ¡Te mataré por esto!

— ¡Tú no vas a matar a nadie, Coriolano! — le advirtió fríamente el «Fiscal de Minas» —. El único que tiene derecho a matar aquí soy yo, y ya ves que apenas lo practico. — Le apuntó con el dedo —. Conoces las reglas: si admites que te tragaste una «piedra», esperamos a que la cagues y te largas con viento fresco. En caso contrario, te hago la prueba.

— ¡Vete a joder al coño de tu madre, gran cara-jo! — fue la histérica respuesta que tuvo la virtud de conseguir que en la mano de Salustiano Cara-e-locha hiciera su aparición un revólver amartillado que apuntaba directamente a los ojos del llamado Coriolano al tiempo que mascullaba:

— ¡No me calientes, negro-e-mierda, porque te vuelo los sesos y te abro en canal para sacarte esa «piedra» de las tripas! Hace tiempo que estoy «ojo pelao» contigo, porque andas en tratos con Muharrak y ese turco es muy capaz de comprar «piedras» pirateadas… — Hizo un gesto con el arma indicándole que se encaminara al puentecillo —. ¡Andando! — Ordenó —. Andando que tengo ganas de ver qué gatos guardas en la barriga.

Minutos después la mayoría de los mineros se encontraban formando círculo en torno a Coriolano, que arrodillado y con las manos atadas a la espalda, tragaba a duras penas una repelente pócima negruzca que el «Fiscal de Minas» le derramaba en la boca.

Cuando consideró que la ración era más que suficiente, Salustiano Cara-e-locha se apartó prudentemente y aguardó hasta que, con un aullido de dolor y el rostro desfigurado, el minero vomitó de un solo golpe para caer de costado y comenzar a retorcerse y agitar convulsivamente las piernas entre gritos, insultos y amenazas.

Sin perder su eterna calma y con ayuda de un palito, el «Fiscal de Minas» revolvió en los vómitos y apartó a un lado un cristalito del tamaño de un garbanzo que empujó hasta los pies del zambo de los ralos cabellos.

— ¡Ahí la tienes! — dijo —. (Seis quilates! Enhorabuena, pero la próxima vez elige mejor tus compañeros. — Se inclinó sobre Coriolano, le desató y aterrándole por los cabellos le obligó a que le mirara a los ojos —: ¡Y tú, «cagapiedras»! — le espetó —. Has perdido el derecho a buscar oro o diamantes en territorio venezolano. Si te sorprendo haciéndolo, eres hombre muerto. — Le obligó a ponerse en pie, tirándole del pelo a pesar de que casi no le sostenían las piernas —. Tienes exactamente cinco minutos para abandonar Turpial… «vivo».

Esa noche, mientras comentaba el incidente, Aurelia inquirió:

— ¿Y si no hubiera sido verdad? ¿Y si el zambo se equivocaba y ese hombre era inocente?

— En ese caso Cara-e-locha le hubiera obligado a tomar el vomitivo expulsándole de igual modo, porque idéntico castigo tiene robar a un compañero, que acusarle en falso. — El húngaro abrió las manos y se encogió de hombros —. Son las leyes de la mina y hay que aceptarlas.

— Son leyes salvajes.

— No más salvajes que el mundo que nos rodea. — Zoltan Karrás extendió un pie y mostró dos dedos a los que faltaban las uñas —: ¡Mire! — dijo —. Todo minero sabe que algún día tendrá que arrancarse las uñas porque de tanto estar en el agua, las «niguas» al anidar debajo producen un dolor tan espantoso que ésa es la única solución para no acabar volviéndose loco. No hay derecho a padecer lo que nosotros padecemos para que venga un «cagapiedras» y se quede con lo tuyo. No; por duras que parezcan, esas leyes no son salvajes; son justas.

— No desearía que algún día mis hijos tuvieran que arrancarse las uñas. — Aurelia dejó caer las palabras —. Ni que llegaran a aceptar semejantes leyes.

— Las leyes, como las costumbres, las hacen los hombres adaptándolas a las circunstancias que les tocan vivir — le hizo notar Zoltan Karrás —. Y ahora estamos en este lugar y en estas circunstancias. No hay que darle vueltas — concluyó —. Lo que importa es mantenerse dentro de los límites que Salustiano marca y esperar a que aparezcan los diamantes.

— No aparecerán.

La miraron. Yáiza era, de nuevo, aquella Yáiza distante de la que podría pensarse que no hablaba por ella misma, sino por alguien que la utilizaba como portavoz de sus palabras.

— ¿Cómo lo sabes?

— ¿Qué importa eso? Lo que me importa es que los diamantes, los buenos diamantes, no están en la orilla. Están en el fondo del río.

— ¿Escuchaste «La Música»?

Le miró molesta.

— No escuché ninguna música y no quiero hablar de ello. — Se diría que una tremenda laxitud; una desgana que tenía algo de derrota, se había apoderado de ella, que se volvió a sus hermanos y añadió suavemente —: Hubiera preferido callar, pero no es justo que os matéis a trabajar por algo que no vale la pena. El verdadero yacimiento está en el lecho del río.

Sebastián se volvió al húngaro:

— ¿Es posible? — quiso saber.

— Sí. Naturalmente — admitió el otro —. Con frecuencia es en el fondo donde se encuentran las mejores «bombas», pero explotarlas exige una técnica distinta. Hay que traer equipos especiales y buzos que paleen el cascajo que luego se limpia arriba. Nunca he trabajado de ese modo.

— ¿Pero sabe hacerlo?

— He visto cómo se hace, pero no me interesa. Se necesita demasiada gente y surgen problemas… — Hizo una larga pausa y agitó la cabeza negativamente —. Y no me divierte. Soy un viejo buscador que ama su oficio y que aprendió a tomarse las cosas con paciencia. Si en Turpial no hay diamantes, no pienso desesperarme. Habrá otros yacimientos.

— Pero en Turpial hay diamantes… — puntualizó Yáiza —. ¡Muchos!

— Sí… ¡Ya! En el fondo del río. — Lanzó una larga bocanada de humo —: Yo no he nacido para ponerme unos zapatos de plomo y bajar a hacerle compañía a las pirañas. Además, si las «piedras» están abajo es porque aún no quieren asomar a la superficie y es mejor dejarlas tranquilas.

— ¿No querrá hacernos creer que es supersticioso?

El húngaro Zoltan Karrás apuntó casi amenaza-doramente a Sebastián Perdomo Maradentro con la boquilla de su cachimba:

— ¡Carajito! — dijo —. A mi edad puedo permitirme el lujo de ser lo que me dé la gana. Y si en estos momentos no me apetece mojarme el culo buscando diamantes, no pienso mojármelo. ¿Está claro?

Los domingos, Salustiano Barrancas impedía el paso a través del puente y nadie podía poner el pie en la mina bajo ningún concepto, pues el cachazudo «Fiscal de Minas» sabía muy bien que aquella partida de locos eran capaces de continuar trabajando sin interrupción hasta caer reventados en el tajo, y siempre recordaba al minero que se quedó muerto de cansancio con la «suruca» en la mano para que la corriente arrastrara suavemente un cadáver río abajo.

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