Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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Los domingos eran por tanto día de caza, aunque poca quedaba en las cercanías de Turpial, o día de descanso y venta de las «piedras», para lo cual los buscadores iban a la selva a sacarlas de donde las habían enterrado, o se limitaban a limpiar el canuto que las contenía y que a menudo ocultaban por las noches introduciéndoselo en el ano que era el único lugar en el que nadie podría robárselo sin temor a despertarles.

Usar las tripas como caja fuerte presentaba sin embargo el peligro de las infecciones, y de que en alguna ocasión, cuando se sabía que un buscador había tenido suerte y se encontraba realmente «cargado», los ladrones poco escrupulosos decidían emplear el expeditivo procedimiento de abrirle en canal, meter la mano y arrebatarle su tesoro cuando las entrañas aún le palpitaban.

Tan brutal procedimiento no era, sin embargo, demasiado usual, puesto que los llamados «rajadores» sabían que en caso de ser descubiertos Salustiano Barrancas acostumbraba practicarles una pequeña incisión en el vientre sentándolos luego en el río para que las pirañas, atraídas por la sangre, se les introdujeran por la herida y les devoraran de dentro afuera, lo que hacía más lenta y dolorosa su terrible agonía.

Nada semejante había ocurrido sin embargo en Turpial, porque la mayoría de los buscadores que allí se encontraban por el momento eran mineros que respetaban las leyes establecidas, y no había hecho aún su aparición la avalancha de ladrones, estafadores, jugadores y aventureros que acostumbraban caer sobre los yacimientos cuando habían demostrado una auténtica rentabilidad.

Salustiano Barrancas, su pistolón y su fama de hombre justo bastaban para mantener el orden sin necesidad de que interviniera la Guardia Nacional ni se aplicaran medidas extremas, y por lo tanto, el domingo en la mina transcurría en calma, pues ni siquiera se escuchaban las discusiones que a cualquier observador se le hubieran antojado lógicas entre un comprador y un vendedor de diamantes que trataban de llegar a un acuerdo.

Por una especie de hábito que se remontaba a épocas olvidadas, el minero jamás abría la boca a la hora de negociar, depositando en silencio su mercancía sobre el platillo de la balanza del comprador, que tras estudiar el material ofrecía una cantidad a la que el minero ni siquiera respondía, pues se limitaba a recoger sus diamantes, guardarlos cuidadosamente, y encaminarse a escuchar nuevas ofertas. Cuando había completado la ronda de tasadores se sentaba a la orilla del río, meditaba, y tomaba una decisión que no siempre coincidía con el precio más alto, puesto que se encontraba ligada a simpatías personales o al destino que supiera que se iba a dar a una determinada «piedra» que a su juicio merecía ser tallada de forma especial.

Cerrado el trato, se inscribía la venta en la «Libreta» que el «Fiscal de Minas» entregaba a cada buscador, y que era una especie de «Licencia Oficial de Minero» en la que se especificaba si se trataba de diamantes de primera calidad para la talla, «boart» para ser transformado en polvo, o los más frecuentes de uso industrial.

Más tarde, y sin que quedara constancia en parte alguna, Salustiano Cara-e-locha percibía el cinco por ciento de las ventas realizadas a lo largo del día, cantidad que los buscadores pagaban de buen grado convencidos de que el sueldo oficial no le alcanzaba ni para cubrir los gastos de estancia en la mina.

Al mediodía y tras haberse bañado en el río, lavando la ropa para dejarla secar sobre la orilla, la mayoría de los mineros que habían conseguido un puñado de bolívares se encaminaban al «restaurant» de Aristófanes, que, por unos precios cuatro veces superiores a los que hubieran pagado en el parisiense «Maxim's», les proporcionaba un plato de mono con judías, un estofado de serpiente, o unas «arepas» rellenas de carne de danta, amén de café, puro y un coñac que había llegado por «Correo Aéreo» directamente desde Ciudad Bolívar.

El sistema de hacerse rico del griego no dejaba de ser en cierto modo ingenioso, pues permanecía siempre a la escucha de noticias sobre «bombas» o «bullas» que se descubrieran en la región, y solía ser el primero en acudir en compañía de su esposa, una «maquiritare» silenciosa y apergaminada y sus tres hijos igualmente silenciosos y mustios. Alzaban un tosco «rancho», los chicos salían a cazar, la madre cocinaba y cada cuatro o cinco días, su «socio», un piloto llamado Valverde, llenaba una vieja «Cesna» de provisiones y sobrevolaba el campamento minero. Cuando el griego le indicaba con un pañuelo amarillo que estaba listo, hacía una pasada a poco más de un metro de la superficie del río, y con una mano iba dejando caer paquetes atados a balones de fútbol que Aristófanes iba pescando con ayuda de garfios.

Por lo general, los días laborables los mineros preferían pagar sus astronómicos precios a perder horas en busca de una caza que cada vez se alejaba más porque querían creer que si había suerte, quizás en ese tiempo encontrarían la mítica «piedra» que les estaba esperando en algún lugar de La Guayana, la que llevaría su nombre y acabaría por hacerles ricos para siempre.

— Ése es Jaime Hudson, al que todos llaman Barrabás — había indicado una tarde el húngaro señalando a un hombre de cara redonda y piel oscura que cruzaba el puente volviendo de la mina —.El fue el que encontró «El Libertador de Venezuela» de ciento cincuenta y cinco quilates, y dicen que tenía el «Don» de escuchar «La Música» porque siempre daba con un buen yacimiento aunque derrochaba todo lo que caía en sus manos. Un día, estando arruinado, descubrió una piedra negra, inmensa y bellísima: «El Zamuro Guyanés», cuyo precio hubiera resultado incalculable; tal vez el diamante más valioso de la Historia. Los expertos estuvieron meses analizándola para llegar a la conclusión de que se trataba únicamente de un «casi-casi»; un carbono cristalizado al que faltaban un par de millones de años para convertirse en diamante. No valía más que como pisapapeles, pero Barrabás sufrió tanto durante esa espera que perdió el «Don» de escuchar «La Música».!Míralo ahora! Ya no espera volver a ser rico nunca más.

Pero había muchos que aún confiaban en hacerse ricos, y que dejaban transcurrir las aburridas horas del domingo jugando a las cartas, tratando de captar por medio de la vetusta radio de pilas de Aristófanes el resultado de las carreras de caballos, o contemplando con deseo y admiración a aquella misteriosa muchacha de ojos verdes y cuerpo espléndido a la que ni sus hermanos, ni el temible «Musiú» Karrás dejaban a solas ni un momento.

A cuatro o cinco kilómetros, río abajo, fuera ya de los límites del yacimiento y fuera también por tanto de la jurisdicción de Salustiano Barrancas, los «rionegrinos» de Bachaco Van-Jan habían acondicionado una abandonada «maloka» indígena como bar y prostíbulo en el que ejercían su antiguo oficio media docena de mujerucas famélicas, y donde se servía un «ron» que abrasaba las entrañas y que, según las malas lenguas, se destilaba en un chamizo oculto en lo más profundo de la selva.

A media tarde del siguiente domingo, cuando los mineros dormían la siesta durante las peores horas de calor dejando a Salustiano Cara-e-locha la misión de impedir que alguien cruzara el puente, Asdrúbal y Sebastián se alejaron hasta la curva del río, aguas arriba, y se dedicaron a nadar, bucear y chapotear, sin hacer el menor gesto que indicara que tenían intención de poner pie en la orilla opuesta, pero a su vuelta tomaron asiento junto a Zoltan Karrás, que roncaba sonoramente a la sombra de un samán, y le agitaron el «chinchorro» hasta que abrió los ojos malhumorado y masculló:

— ¿Qué carajo ocurre? ¿Es que no puede un cristiano echar una cabezadita sin que vengan a envainarle?

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