Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— Insistió en que ayudara a aquellos indios… — Hizo un gesto con la mano como desechando el tema —. Aunque no tiene importancia. Hubieran vuelto de todos modos.

— ¿Y no te asustan?

— ¿Por qué habrían de asustarme? Estoy acostumbrada. No me gustan, pero tampoco me asustan.

— ¿Y éste? — quiso saber el húngaro —. El que te dice dónde están los diamantes. ¿Por qué lo hace?

Se encogió de hombros:

— No lo sé. — Hizo un gesto indeterminado como si ella misma se encontrara desconcertada —. En realidad lo único que pretende es llevarme a su tribu.

— ¿Por qué?

— Tampoco lo sé.

— ¿Piensas ir?

— No. — Lanzó una larga mirada a su alrededor como si estuviera descubriendo una vez más la selva —. Tenía razón mi madre v nunca debimos venir. ¿Qué demonios pintamos nosotros aquí?

— ¿Y qué demonios pinto yo? Si trato de buscar respuesta a ese tipo de preguntas se me seca el cerebro… — Se balanceó suavemente en su «chinchorro» sin apartar los ojos de ella —. Y para colmo, apareces tú v me cuentas que un indio muerto te dice dónde hay diamantes. ¿De qué murió?

— Lo asesinaron por la espalda. He visto el agujero de la bala.

— ¡Dios bendito! Puedes ver el agujero de la bala que causó la muerte al tipo que te está hablando… — El húngaro lanzó un resoplido de consternación —. ¡Y yo te escucho y me lo creo! — exclamó —. ¿Por qué?

— Porque es verdad… — Yáiza alargó la mano y la posó sobre su antebrazo —. ¡No se vaya! — pidió —. Van a ocurrir muchas cosas y no sabemos desenvolvernos en estas selvas.

— ¿Y qué quieres que haga? ¿Continuar buscando diamantes donde tú misma dices que no hay, o meterme en el agua a que las pirañas me coman el culo?

— Lo que prefiera, pero lo único que le pido es que no nos deje solos.

Zoltan Karrás observó admirativamente a aquella extraña criatura de ojos verdes y cuerpo de diosa, la más hermosa mujer que le hubiera sido dado nunca contemplar, y sonriendo apenas con la comisura de los labios, hizo un leve gesto de asentimiento.

— ¡Está bien, pequeña! — admitió al tiempo que le pellizcaba suavemente la mejilla —. No os dejaré solos a cambio de que tampoco me dejéis solo a mí…

Salustiano Barrancas se sorprendió por la petición, pero se limitó a registrar la nueva Concesión en su gran libro de tapas de hule, al tiempo que inquiría:

— ¿No estás muy mayor para cambiar de mañas? ¿A qué viene esa vaina de bañarte completo cuando nunca has hecho otra cosa que mojarte los pies?

— No pienso bañarme, hermano. Serán los muchachos los que bajen a buscar el cascajo. Yo me limitaré a lavarlo porque ya estoy viejo para que me agarre el reuma.

— ¿Y la escafandra?

— No la necesitan.

Salustiano Cara-e-locha se despojó de los redondos lentes y comenzó a limpiarlos con parsimonia utilizando para ello el faldón de su sucia camisa mientras observaba, casi incrédulo, a su interlocutor:

— ¿No la necesitan? — repitió —. Eso tengo que verlo.

— Ayer bajaron. — Zoltan Karrás extrajo unas piedras del bolsillo y se las mostró —. Sacaron esto.

El regordete «Fiscal de Minas» tomó las piedras y las estudió con la ayuda de una lupa que descansaba sobre su rústica mesa de trabajo.

— Interesante — susurró —. Muy interesante. Tendría gracia que vinieran unos «misiús» del mar a enseñarnos a encontrar diamantes… ¿Cómo lo supieron? — Alzó el rostro y le miró de frente, inquisidor —. ¿Escuchó «La Música*?

— Más o menos.

— ¡Ah, zorro pútrido! ¿Vas a venirle con evasivas a tu viejo compadre…? — Le devolvió las piedras —. Sabes que no me importa lo que hagas ni cómo lo hagas, siempre que respetes mi porcentaje, pero los muchachos van a sorprenderse cuando los vean margullando» en esas aguas infestadas de «caribitos». ¿Les avisaste del peligro?

— Clarito se lo dije.

— ¿Y aun así piensan hacerlo? ¡Muchas bolas tienen! ¿Cuándo quieren empezar? — En cuanto des tu autorización. — Pues ya la tienes, y vamos a verlo porque eso es algo que no quiero perderme.

Una hora más tarde se encontraba instalado sobre un tronco a la orilla del río, observando los preparativos que se llevaban a cabo en las balsas que Asdrúbal y Sebastián habían fondeado en mitad de la gran curva que limitaba el yacimiento por el Sur.

Los mineros, al advertir el trasiego de cuerdas, cubos y «surucas» suspendieron por el momento sus trabajos aproximándose a ver lo que ocurría, v la mayoría no daba crédito al hecho de que aquellos dos «isleñitos» tuvieran la intención de llegar al fondo del río sin más ayuda que sus pulmones.

Se hizo un silencio cuando el primer cubo las trado con una piedra fue dejado caer al fondo, y ese silencio se convirtió en tensión, cuando Sebastián, vistiendo únicamente un pantalón, se introdujo poco a poco en el agua.

— No hagas movimientos bruscos — le advirtió Zoltan Karrás —. Nada con naturalidad, como si fue-ras un animal sano y fuerte, porque ésa es la forma de que las pirañas no te ataquen: Pero en cuanto una te muerda o te hagas el más mínimo corte, sal de inmediato porque lo primero que les atrae es la sangre.

Sebastián hizo un leve gesto de asentimiento, lanzó una larga mirada a su madre, guiñó un ojo a su hermana, y respirando profundamente para llenarse de aire los pulmones, hizo un quiebro de cintura y se sumergió desapareciendo casi al instante en las oscuras aguas.

Nadie hizo comentario alguno el tiempo que permaneció bajo la superficie y que a la mayoría de los presentes se les antojó una eternidad, pues Sebastián era un magnífico buceador que podía aguantar fácilmente minuto y medio sin regresar a tomar aire.

Cuando apareció de nuevo algunos mineros aplaudieron e incluso hubo gritos de ánimo que se transformaron en murmullos de sorpresa al advertir que no había necesitado más que un instante para recuperarse y perderse otra vez de vista.

Al tercer intento hizo un significativo gesto con la mano y su hermano se afirmó sobre las piernas, dobló la cintura y alzó sin esfuerzo el pesado cubo repleto de cascajo.

— ¡Vaina! — masculló Salustiano Barrancas cuando vio cómo el material caía, chorreando, sobre la «suruca» de Zoltan Karrás —. ¡Estos carajitos saben lo que hacen!

En total silencio y alargando mucho el cuello para intentar descubrir desde la orilla qué clase de piedras habían caído en el tamiz, la mayoría de los buscadores permanecieron a la expectativa, y al advertir que el húngaro no hacía gesto alguno de cernir, un negro alto y pelirrojo gritó:

— ¿Qué pasa, «Musiú»? ¿Nos vas a tener todo el día esperando? ¿Hay «guiña» o no hay «guiña»?

— Lo sabrás el domingo, Bachaco — fue la evasiva respuesta —. Y si quieres averiguarlo antes, ahí tienes el río para zambullirte.

Aquello pareció poner punto final a la expectativa general y los mineros regresaron a sus respectivas concesiones admirados por la capacidad pulmonar de aquel «isleño» flaco y fibroso que había conseguido una proeza que en La Guayana sólo se había visto realizar a lentos buzos pesadísimamente pertrechados.

— Se lo comerán los «zamuritos»… — fue el comentario unánime —. Cuando esté más confiado llegarán como una nube y se lo chascarán en un abrir y cerrar de ojos…

— ¿Has visto alguno? — quiso saber el húngaro en cuanto Sebastián salió del agua y tomó asiento en la balsa secándose con la toalla que Yáiza le ofrecía.

— Ahí abajo no se ve ni la propia nariz — le hizo notar —. Tengo que llevar el cubo a tientas, pero no se preocupe: en cuanto los note a mi alrededor, subo.

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