Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— ¡Nos vemos!

— ¡Nos vemos!

Tres horas después volvían los cinco a registrar la propiedad común que habían delimitado con estacas, y comenzaron a trabajar de inmediato en la construcción de una tosca choza porque caía la tarde, amenazaba lluvia y no era cuestión de pasar la primera noche en la mina a la intemperie.

Estaban concluyendo de colocar la lona que serviría de improvisada techumbre, cuando empezó a caer agua y resultó evidente que no se trataba de un chaparrón pasajero, pese a lo cual los mineros continuaban afanados en la búsqueda, y tan sólo cuando resultó imposible distinguir las «piedras» del cascajo decidieron regresar, agotados y silenciosos, para desaparecer en sus precarios refugios y dejarse caer sobre los «chinchorros» a la espera de que la nueva claridad del día les permitiera reanudar su sueño de hacerse ricos de repente.

El estrépito de la lluvia al golpear contra las hojas de los árboles o los techos de lona y palma fue cuanto pudo percibirse a partir del momento en que las tinieblas se apoderaron de la selva, hasta el punto de que resultaba difícil aceptar que a lo largo de aquella orilla del río se amontonaban centenares de bulliciosos seres humanos que minutos antes habían estado trabajando hasta matarse.

— Esperaba otra cosa — musitó Asdrúbal al final de una parca cena en la que tuvieron que apiñarse en el centro del chamizo para evitar que el agua les salpicara —. Esperaba escándalo, risas y entusiasmo y esto es como un cementerio.

— Aún es pronto — sentenció Zoltan Karrás —. Aún ignoran si el yacimiento es o no verdaderamente rentable. Trabajan mucho y bajo tensión, y cuando llega esta hora el dolor de espalda y el cansancio no dejan fuerzas ni para abrir la boca. Es como cuando un jugador trata de averiguar si las cartas están a su favor o en contra, porque una buena «bulla» marca la diferencia entre conseguir una pequeña fortuna o pasarse años vagando por ríos, selvas y sabanas a la búsqueda de otro hipotético ya cimiento. Los mineros son como ojeadores de caza que acorralan a una presa, que es la mina; luego, entre todos, tienen que rematarla.

— ¿Y no sería mejor que el que encontrase un yacimiento guardara el secreto y lo explotara solo?

— Aquí, en «Los Territorios de Libre Aprovechamiento», nadie tiene derecho de exclusividad y resulta casi imposible guardar el secreto, como si los diamantes, cuando deciden aparecer, lo hicieran gritándolo a los cuatro vientos. Es lo que se llama «La Música», y todo el mundo la escucha a cientos de kilómetros a la redonda aunque nadie lleva la noticia.

— ¡Eso es absurdo! — intervino Aurelia, que se mostraba siempre escéptica —. ¿Cómo pueden enterarse si nadie lo dice?

— ¡Cosas de La Guayana, señora! Cosas de La Guayana, y hasta que no aprenda a aceptar que ocurren, no entenderá nada de lo que pasa aquí. Cuando suena «La Música», suena para todos, y cuando se hace el silencio y los diamantes deciden hundirse hasta lo más profundo de la tierra, llega el hambre también para todos. — La miró con extraña fijeza —. ¿Usted sabe lo que es el destello de un diamante?

— El reflejo de la luz.

— No — negó el húngaro convencido —. Ese destello es el grito que lanza cuando la luz le hiere el corazón, porque los diamantes nacieron para vivir entre tinieblas.

-¡Ya!

La exclamación había sonado profundamente despectiva y «Misiú» Zoltan Karrás no pudo por menos que dejar escapar una corta carcajada divertida.

— ¡Vaina de mujer incrédula! — comentó —. ¿Quién diría que trajo al mundo una criatura en la que se han concentrado todos los portentos? — Luego, súbitamente, su expresión cambió como si se transformara, señaló a Yáiza con un dedo, y hasta su voz parecía otra cuando sentenció-: «Ella» es de los pocos seres humanos capaces de escuchar «La Música» cuando nadie más la oye, y una de esas criaturas ante cuya presencia los diamantes deciden ascender desde lo más profundo, porque por sus venas corre sangre de «Camajay-Miñaré», y «Camajay-Minaré» es la dueña de estas selvas, estos ríos y estos diamantes.

— ¿Se ha vuelto loco?

Todos le miraban, entre sorprendidos, acusadores y ofendidos, y el húngaro sostuvo esa mirada sin lograr adivinar a qué se debía hasta que al fin, y como si no tuviera control sobre sí mismo o sus acciones, se puso en pie con brusquedad.

— Tienen razón — masculló roncamente —. Debo haberme vuelto loco.

Dio media vuelta, salió a la lluvia que continuaba cayendo con rabia, y casi al instante esa lluvia y las tinieblas se lo tragaron por completo.

Tomó asiento a la entrada del puente sin tratar de atravesarlo, puesto que las reglas de Salustiano Barrancas eran muy rígidas y nadie podía merodear por la mina en cuanto caía la noche sin arriesgarse a recibir un tiro e ir a dar con sus huesos al fondo del río para servir de alimento a las pirañas.

Permaneció por lo tanto allí, muy quieto y en silencio, sin importarle el diluvio que ya le había empapado, preguntándose por qué extraña razón no había sido capaz de vencer el impulso de confesar en voz alta que aquella dulce chiquilla de hermoso rostro asustado poseía a su modo de ver el poder de adivinar dónde se ocultaban los diamantes.

Rodaba desde muy antiguo por La Guayana la leyenda de que existían seres privilegiados que «olfateaban» las piedras por muy profundas que se encontrasen, o escuchaban su «Música» cuando nadie más podía oírla, pero el húngaro no lo había considerado nunca más que como una de las tantas historias infantiles con que los mineros acostumbraban entretener sus largas y aburridas noches de ocio, por lo que le asombraba sorprenderse a sí mismo aceptando, con un ciego e injustificado convencimiento, que aquella niña, por la que desde el primer momento había sentido una extraña fascinación, se encontraba dotada de tan desconcertante poder.

¿Qué le había impulsado a creerlo?

¿Y qué le impulsaba a continuar aferrándose a a tan estúpida idea, pese a que todos sus razonamientos condujeran al convencimiento de que debía rechazarla?

Se golpeó la frente con el puño, maldiciéndose en voz baja por su falta de tacto, pues le había bastado con mirar a Yáiza para comprender hasta qué punto le habían afectado sus palabras y en qué forma había turbado de nuevo su ánimo ya de por sí sujeto con excesiva frecuencia a insoportables tensiones.

¿Por qué se había comportado tan irreflexivamente y quién le había impulsado a ello? ¡«Kanaima»!

La respuesta le saltó a los labios tan espontánea y sorprendente que tuvo de improviso la sensación de que la lluvia había quedado suspendida en el aire y la Tierra había dejado de girar, porque aquel nombre odioso y repelente había estallado, aunque tan sólo fuera como un susurro, en la quietud de la noche.

«Kanaima». El demonio de las selvas; el espíritu de todas las venganzas; el «Mal» en su más pura esencia, era el único ser capaz de dictarle al oído aquellas frases obligándole a repetirlas sin detenerse a meditar en el daño que causaban, porque «Kanaima» era desde el comienzo de los tiempos el instigador de todos los crímenes que impulsaban a un ser humano a lanzarse a las fauces de los caimanes, adentrarse para siempre en la espesura, o volarse la tapa de los sesos.

Pero, ¿quién le había llamado? ¿Quién había asesinado a un minero para robarle sus «piedras», violado a un niño, llevado a sabiendas el sarampión a las tribus salvajes o infringido los más sagrados tabúes de La Guayana?

— ¿Me estoy volviendo loco?

La pregunta, apenas musitada, quedó flotando en la noche empapada y negra, amenazante; pregunta que no hubiera tenido razón de ser en ningún otro lugar del mundo que no fuera la orilla de un río de la selva guayanesa y en la soledad de una noche de diluvio en la que ni tan siquiera las propias manos eran algo más que oscuras sombras.

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