Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— El más valiente que existe: el «Guaica». — Hizo una larga pausa en la que parecía que estuviera tratando de recordar cosas ya muy lejanas —. Nuestro hechicero tuvo un sueño en el que «Camajay-Minaré» le reveló que había vuelto a la tierra y nos envió a los guerreros en su busca… — De nuevo se detuvo y de nuevo se diría que le costaba un gran esfuerzo hilvanar las ideas —: ¿Por qué me mataron? — quiso saber —. Yo no había hecho daño a los «racionales».

— Yo no tengo respuestas a todas las preguntas. Ni quiero tenerlas. Tan sólo quiero que vuelvas con los tuyos y me dejes.

— No puedo. Mi hechicero me dio una orden: «Busca a „Camajay-Minaré“, y tráela.» — Se le advertía obsesionado con la idea —. Tengo que llevarte — concluyó.

— Yo no soy «Camajay-Minaré».

— ¿Quién eres entonces? ¿Una «racional»? — Como ella guardara silencio, añadió —: Los «racionales» siempre hicieron daño a los «guaicas», pero aun así tengo que llevarte a mi tribu… ¿Por qué?

— Pregúntaselo a tu hechicero.

— No puedo. Está vivo y no me escucha. Tan sólo tú me escuchas.

— Pero yo no quiero escucharte… ¡Vete! — le ordenó —. Vete y déjame en paz.

— ¿Adonde, si tan sólo podré encontrar la paz cuando te lleve con los míos? Ya los demás guerreros han vuelto, pero mi pueblo confía en que yo, Xanán, regrese con «Camajay-Minaré».

— No iré.

— ¡Vendrás!

Se alejó, erguido y orgulloso, altivo como príncipe que era entre los suyos, y a Yáiza le asustó saber que volvería y que no sería tan sólo un muerto más entre los muertos, porque pretendía que le acompañara al lejano país de los «Guaicas».

¿Para qué?

Se lo preguntó entre sueños y volvió a preguntárselo despierta, porque le asaltó la sensación de que incluso habiendo quedado atrás la noche, el espíritu de aquel desnudo salvaje se mantenía presente, y tuvo que hacer un esfuerzo para vencer la sensación de angustia que le invadía y distraerse asistiendo a la llegada de una primera claridad difusa que recortaba contra el cielo la masa oscura de un gigantesco tepuy de pulidas paredes. Le sorprendió luego la rapidez con que la sabana, las rocas y las manchas de «monte-bravo» iban cambiando de color a medida que el sol se proyectaba hacia lo alto, y agradeció, más de lo que recordaba haber agradecido nunca nada, la aparición de una hermosa luz que en su avance barría todos sus malos sueños.

El esplendor de la vida en las soledades guayanesas estallaba a su lado con indescriptible tuerza, y a orillas del río y tan cerca de la floresta la mañana se le antojaba más fecunda, más explosiva y más llena de alegría que en ninguna otra parte del planeta.

A unos cincuenta metros las loras iniciaron su cotidiana algarabía de cotorreos matutinos antes de alzar el vuelo en busca del desayuno, y no resultaría aventurado imaginar que todas las aves cantoras de la jungla competían desde muy temprano en un certamen en el que se decidía cuál de ellas trinaba más alto o se sentía capaz de mantener su gorjeo durante un período de tiempo más prolongado.

Ni siquiera guardaron silencio cuando una figura humana, alta, musculosa y un tanto desgarbada se deslizó bajo los primeros árboles que formaban la línea divisoria entre «monte» y llanura, porque «Musiú» Zoltan Karrás era capaz de moverse con el sigilo de un indio y avanzaba calmoso a la búsqueda de carne fresca sin que sus traslúcidos ojos parecieran perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor.

Despreció un grupo de correosos «capibaras» a los que siempre podía recurrir como último remedio, se le puso fuera de tiro un cebado «trompetero» que haciendo honor a su nombre se limitó a lanzarle dos despectivos y largos pedos alzando mucho la cola antes de perderse de vista en la espesura, y descubrió por último una oscura e impasible iguana de un metro de largo que le estuvo observando con redondos e inexpresivos ojos, lista para emprender la huida al menor gesto sospechoso, que no tuvo tiempo sin embargo de advertir cómo un minúsculo dardo surcaba el aire con un leve susurro, se le clavaba en la pata y la paralizaba casi instantáneamente.

— ¿Pretende que nos la comamos? — fue lo primero que preguntó Aurelia Perdomo torciendo el gesto ante el cadáver de la iguana —. Es lo más repugnante que he visto nunca.

— Pero tiene la mejor carne de la selva — replicó tranquilamente el húngaro, mientras comenzaba a despellejarla —. Es lo que Yáiza necesita para recuperar fuerzas.

— ¿Cómo lo ha cazado? ¿Con veneno?

— Curare.

— ¿Curare? — se alarmó Sebastián —. ¡Pero eso es peligroso…!

Zoltan Karrás indicó con un ademán que tenía mucho de ironía, a lo que quedaba del animal:

— ¡Pregúnteselo a él! No le dio tiempo ni de suspirar. El curare guayanés es muchísimo mejor que el de las tribus amazónicas, porque allí lo fabrican con plantas y raíces, mientras que aquí, los «Amos del Curare», lo extraen de un bejuco que cuanto toca mata.

— ¿Y aun así pretende que nos comamos «eso»?

— No hay peligro. El curare únicamente actúa en contacto con la sangre. Se puede beber o comer cuanto se quiera.

— ¿Está seguro?

Por toda respuesta, el húngaro hundió un dedo en la diminuta calabaza que tenía una especie de betún con el que había untado la punta de los dardos, lo chupó, y luego se volvió a Yáiza que le observaba con sus enormes ojos verdes de los que había desaparecido todo rastro de fiebre.

— Tú no vas a tener miedo, ¿verdad? — inquirió, y ante la muda negativa, añadió sonriente —: Te vas a comer la pata de iguana con arroz más sabrosa que hayas probado en tu vida… ¿Cómo te encuentras?

— Mucho mejor. — La muchacha hizo una corta pausa —. ¿Qué es un «Amo del Curare»? — quiso saber.

Zoltan Karrás dejó escapar una corta carcajada burlona:

— i Vaya! De nuevo la niña preguntona. Eso quiere decir que ya estás bien. Los «Amos del Curare» son los hechiceros, «piaches» o como quieras llamarles, que poseen, por una tradición que se transmite de padres a hijos, el secreto de la fabricación del veneno. Eso les convierte en los miembros más poderosos de la tribu, porque estos indios, sin curare, están perdidos.

— Pero si se extrae de una planta, todo el mundo podrá hacerlo…

Zoltan Karrás negó convencido, sin abandonar por ello su tarea de limpiar y trocear la iguana cuyos pedazos iba colocando cuidadosamente en el fondo de una cacerola.

— No es tan fácil — dijo —. La mayoría de los que tratan de manipular «El Bejuco de Mavacure», acaban envenenándose, porque es una estricnácea terriblemente activa. La fórmula de obtener el jugo, concentrarlo, solidificarlo y conseguir que mate a un animal pero no a quien lo coma, es uno de los «secretos industriales» mejor guardados de la Historia.

— ¿Existe algún antídoto? — quiso saber Asdrúbal que no había perdido detalle de la explicación.

— Cuando se trata de curare muy activo, del que se usa en las expediciones guerreras, no. En cuanto penetra en el sistema circulatorio produce inevitablemente la paralización y la muerte por asfixia. Pero si es curare antiguo o poco concentrado, lo mejor es frotar la herida con sal.

— ¿Y por qué no utiliza el rifle y se evita esos problemas?

— Muchachito — fue la severa advertencia —, aquí las armas de fuego deben constituir siempre el último recurso, porque los cartuchos son difíciles de conseguir, cuando disparas anuncias a todo el mundo que hay un hombre blanco en las proximidades, y puedes estar seguro de que si fallas ahuyentas la caza y no tendrás oportunidad de apretar nuevamente el gatillo en todo el día.

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