Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— ¿Y dónde están las mujeres? No hemos visto más que hombres.

— Escondidas mientras los guerreros cazan. Para la mayoría de estas gentes las mujeres apenas son algo más que semiesclavas que viven para tener hijos y realizar los trabajos más duros, y en cuanto enferman o envejecen las abandonan a su suerte.

La hoguera brillaba de nuevo alumbrando los impávidos rostros de unos indios aparentemente capaces de no dormir por segunda noche consecutiva, puesto que continuaban con los ojos fijos en aquella «Camajay-Minaré» que parecía haberlos hechizado para siempre.

La fiebre y los espasmos de Yáiza disminuían cuando hacía efecto la mezcla de «miel de aricas» y extracto de «quina del Caroní» que Zoltan Karrás le obligaba a beber, y aunque a las tres o cuatro horas la temperatura subía de nuevo, en aquellos momentos, sin la agitación de los vaivenes del viaje, dormía tranquilamente, ajena a todo.

— En dos o tres días estará bien — había sentenciado el húngaro seguro de sí mismo —. No son más que fiebres benignas que aparecen o desaparecen en estas regiones dependiendo del estado anímico del enfermo y las tensiones que experimenta. — Hizo una pausa —. Y no cabe duda de que anoche, estuvo sometida a una gran tensión.

— ¿Y no puede ser que los indios le hayan contagiado su enfermedad?

Yáiza no tiene vómitos. Lo de ellos debe ser otra cosa. No sé qué, pero otra cosa. — ¿Grave? — Probablemente.

— ¿Y no le importa? — inquirió Asdrúbal levemente molesto.

— Me importa más lo que podría habernos ocurrido — fue la sincera respuesta —. Aquí, de cada cinco niños que nacen, tan sólo uno tiene posibilidades de convertirse en adulto, y su esperanza de vida raramente supera los cuarenta años. Para estas gentes la muerte nace cada día, con la luz, y vuelve a nacer cada noche, con la oscuridad. No le dan importancia porque están convencidos de que constituye únicamente un tránsito hacia «El Mar que Está Arriba», el cielo, que no es para ellos más que un segundo mar, suspendido muy alto, con un fondo sólido y transparente para evitar que las aguas se caigan. Una vez, hace muchos siglos, ese suelo se rompió y la tierra se inundó pereciendo todos sus habitantes excepto un hombre y una mujer que se refugiaron en el Monte Duida… — Sonrió levemente —. También ellos tuvieron su «Diluvio Universal»… Y su «Rebelión de Lucifer».

— ¿Su «Rebelión de Lucifer»?

— Más o menos… — Zoltan Karrás había encendido su cachimba, y recostado en el tronco de un árbol, cerca de donde dormía Yáiza, recorrió con la vista el grupo de guerreros que continuaban ejerciendo de estatuas junto al fuego, antes de volverse a Asdrúbal y Sebastián que le escuchaban:

— Según una vieja tradición, «Máuari», el ángel malo, habitaba en una profunda cueva, odiando y envidiando a «Napa», el buen espíritu creador del universo que reinaba en la cumbre del monte Duida. Un día, «Máuari» convenció a la mayor parte de las bestias para que se rebelaran contra su Señor, que al verse acosado llamó en su ayuda a algunos animales que le seguían siendo fieles. Se entabló una larga batalla que tuvo como escenario las aguas del Guainía, en aquel tiempo tranquilas y desde entonces convertidas en un maremágnum de cascadas y chorreras, y al fin, las huestes de «Napa» vencieron a las de «Máuari» y arrojaron a éste al fondo de los tenebrosos pantanos donde ahora vive en compañía de caimanes y anacondas. Entonces «Napa» castigó a las bestias y creó un ser en el que puso un poco de lo peor de cada una: la astucia del zorro, la crueldad del gavilán, la traición de la serpiente, la ferocidad del jaguar, la hipocresía del caimán, la maldad del murciélago-vampiro y la vanidad del pavo real. Es decir: creó al nombre para que los persiguiera, devorase y aniquilase, exceptuando a los que le habían sido fieles, a los que dotó de una carne repugnante. Así, desde entonces, el hombre no puede comer zamuros, sapos, mapurites, camaleones, osos hormigueros, ni delfines, porque éstos, en su día, defendieron a su Creador.

— Es una hermosa leyenda.

— Esta tierra está llena de leyendas. Y de misterios. Y de seres capaces de captar, al primer golpe de vista, que Yáiza nació predilecta de los dioses, y que esos dioses, que acostumbran a ser caprichosos, disfrutan sometiéndola a terribles pruebas para cerciorarse de que es digna del amor que le tienen.

— ¡Pues vaya una forma de demostrar amor…! — protestó Asdrúbal —. ¿No podían dejarla en paz, y a nosotros con ella?

— ¿Realmente lo desean?

— ¿Qué quiere decir?

— Simplemente me pregunto qué estarían haciendo si Yáiza no hubiera existido. Probablemente pescar y continuar pescando hasta que la vejez y la artritis no les permitieran sostener una liña. — Negó convencido —. No es un destino atrayente, al igual que no lo era para mí pasarme la vida plantando patatas. Por eso, cuando miro hacia atrás v recuerdo cuántas calamidades me han ocurrido, las doy por bien empleadas, porque me consta que la mayor calamidad hubiera sido quedarme en Hungría resignado a no ser más que un pobre campesino semi-analfabeto. Los lugares y las gentes que he conocido, las cosas que he aprendido, los maravillosos momentos que he vivido, y las mujeres que he amado, tienen un precio, y lo he pagado a gusto. De igual modo, para ustedes, estar cerca de su hermana y asistir a los prodigios que se desencadenan a su alrededor, exige un sacrificio y tienen que aceptarlo. — Demasiado grande…

— Si están aquí, continúan con ella, y no piensan abandonarla ocurra lo que ocurra, es que el sacrificio no se les antoja, en modo alguno, demasiado grande.

— Se trata de nuestra hermana. Formamos una familia.

— Las familias se dividen y los hombres, cuando llegan a cierta edad, tienen necesidad de buscar sus propios caminos. Pero ustedes continúan atados a Yáiza porque saben que lejos de ella la vida no tendría aliciente. Como tampoco lo tendría si cambiara.

— Pero Yáiza es la primera que quiere cambiar.

— Lo creo — admitió el húngaro —. Pero, ¿qué ocurrirá si lo consigue? Se sentirá vacía porque se habrá convertido en otra persona. Si un día descubre que su caótico mundo interior ha desaparecido, lo más probable es que acabe trastornándose.

Ni Asdrúbal ni Sebastián respondieron, convencidos tal vez de que era cierto, y ni su hermana ni ellos mismos conseguirían adaptarse nunca a otra forma de vida, y aquella especie de continua tensión, en la que cualquier cosa podía suceder en cualquier momento, se había convertido en un hábito del que resultaba imposible desprenderse.

Cada amanecer junto a Yáiza era un abrir los ojos con la inquietud de que el nuevo día podía ser portador de algún portento, y al igual que cuando era niña esperaban que les anunciase por dónde iban a entrar los atunes, ahora, ya de mayor, aún conservaba la esperanza de que la época de las desgracias quedara atrás y volvieran los tiempos en que el «Don» servía para algo más que para acumular calamidades sobre sus cabezas.

Pero lo cierto, lo único cierto, era que aquel maldito «Don» los había conducido a lo más recóndito de las perdidas selvas guayanesas, rodeados de medio centenar de salvajes desnudos cuyos rasgados ojos se mantenían fijos en su hermana, que dormía presa de unas extrañas fiebres.

Resultaba todo tan absurdo habiendo nacido hijos de pescadores lanzaroteños, que tanto daba aceptar que aquellos hombrecillos de largas cerbatanas constituían un espejismo, que admitir que, efectivamente, Yáiza se había convertido en la reencarnación de una primitiva diosa de las selvas.

No existía por tanto más opción que negar la realidad o encogerse de hombros sin preocuparse de que el alba trajera consigo insólitos portentos o tan sólo el cansancio y el calor de una larga marcha a través de la espesura.

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