Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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— Pues a descansar, porque mañana empezará el baile.

— ¿No hay que montar guardia? — quiso saber Asdrúbal.

— ¿Para qué? — se extrañó —. A las fieras las ahuyenta el fuego y a los indios no les gusta la noche. Son aliados del sol, que es el espíritu del bien, pero la noche es el espíritu del mal y en cuanto oscurece se acurrucan en torno a una hoguera. Si en alguna ocasión saben que tienen que moverse de noche, pasan todo el día tomando sol para impregnarse de él y que les acompañe con su fuerza en las horas de oscuridad. Creen que si mueren a oscuras irán a parar a lo más profundo de las lagunas donde están las aguas negras y frías que constituyen el peor de los infiernos.

— ¿Hay salvajes por aquí?

— Eso depende de lo que usted considere salvajes, señora. Si se refiere a indios, sí que los hay, y puede apostar a que ya nos han visto y nos han estudiado.

— ¿Cuándo?

— Eso nadie consigue saberlo. Forman parte de la selva y de las sabanas, y pueden estar en cualquier parte, en cualquier momento. Pero no tema; si no tratamos de hacerles daño, no es probable que traten de hacérnoslo a nosotros.

— Pero no está seguro.

— «Seguro mató a confiado»… — sentenció el húngaro —. Si en Caracas pueden acuchillar a la puerta de un supermercado para robar cien «bolos», ¿cómo pretende tener la absoluta seguridad de que a un indio no le apetezca matar por robar un machete o una cacerola…? Pero no es probable. Lo más probable es que ni siquiera se dejen ver.

A la mañana siguiente, sin embargo, y cuando apenas llevaban media hora de marcha, hizo su aparición una artística guirnalda de flores y plumas de papagayo cuidadosamente colocada en el centro del sendero, y Zoltan Karrás la estudió con detenimiento volviéndose a todas partes y tratando de descubrir en la espesura quién pudiera haberla depositado allí.

— ¿Qué significa? — quiso saber Sebastián.

— Amistad — fue la respuesta —. Es una muestra de amistad; un obsequio, aunque es la primera vez que lo hacen sin haberles ofrecido nada a cambio… — El húngaro se rascó la hirsuta barba evidentemente perplejo —. No estoy muy seguro de qué demonios quieren decir con esto.

Una hora después encontraron otra guirnalda semejante, y en el momento en que Yáiza la tomó en sus manos se escuchó un claro silbido imitando el canto de un pájaro que llegaba desde las copas de los más altos árboles. Le respondió un silbido idéntico y el húngaro dejó escapar una admirativa exclamación:

— ¡Vaina! — masculló —. Aquí los tenemos, y resulta evidente que algo pretenden.

— ¿Bueno o malo? — inquirió Aurelia nerviosa.

— Supongo que bueno, señora, pero nunca se sabe… — Se volvió a Asdrúbal y Sebastián que empuñaban firmemente sus armas —. Cuando aparezcan, ni un gesto hostil ni el menor ademán de disparar — ordenó —. Si quisieran atacarnos ya lo habrían hecho. ¿Entendido?

— Entendido.

— Adelante, entonces, y que sea lo que Dios quiera.

Reanudaron la marcha, acompañados por nuevos y constantes silbidos que tenían la virtud de ponerles cada vez más nerviosos, hasta que al desembocar en un pequeño claro los descubrieron esperándoles, desarmados y en actitud pasiva, tres de ellos recostados contra un tronco y el cuarto, un anciano de cabello blancuzco y pequeña estatura, que por toda vestimenta llevaba un trozo de liana amarrado al pene, de pie en primer término.

— ¡Buen día, «cuñao»! — fue lo primero que dijo.

— ¡Buen día! — replicó Zoltan Karrás y luego añadió en la clásica jerga que empleaban la mayoría de los indígenas guayaneses, y en la que todas las frases parecían estar compuestas a base únicamente de gerundios —: Nosotros amigos siendo. Tú qué cosa queriendo.

El anciano hizo un gesto con la cabeza hacia sus tres compañeros y luego señaló con el dedo a Yáiza, que se mantenía en segundo término:

— «Cuñaos» enfermos estando. Ella curando.

El húngaro se volvió a observar a la muchacha, aunque no parecía sorprendido por la extraña petición. Pese a ello replicó:

— Guaricha no médico siendo. No medicinas teniendo.

Impasible, el indígena insistió: — Ella no necesitando. — ¿Quién diciendo?

— Todos sabiendo… Ella «Camajay-Minaré» naciendo.

— ¡Vaina! — repitió sin poder contenerse el húngaro —. Esta gente asegura que eres «Camajay-Minaré», y que puedes curar a sus enfermos… — La miró directamente a los ojos —. ¿Puedes hacerlo? — quiso saber.

— ¿Cómo voy a saberlo? — protestó ella —. ¿Qué les pasa…?

— Tendrás que ser tú quien lo averigüe, pequeña, porque, o mucho me equivoco, únicamente a ti te van a permitir aproximarte. — Hizo un ademán con la mano —. Intenta averiguar qué les ocurre, porque de lo contrario, nos pueden crear muchos problemas.

— ¿Qué clase de problemas?

— Pequeña… En medio de la selva guayanesa y rodeados de salvajes supersticiosos, cualquier clase de problema se puede convertir en un gran problema.

Dos eran guerreros y el tercero un muchacho muy joven, pero los tres clavaron en ella sus ojos, rasgados, negros y brillantes, como si en verdad tuvieran la certeza de que iba a curarlos alejando de sus afiebrados cuerpos los espíritus malignos.

— ¡«Camajay-Minaré»! — musitaron —. ¡«Camajay-Minaré»! — Y le asustó comprobar hasta qué punto depositaban en ella una fe ciega, cuando resultaba evidente que no tenía ni la más leve idea de cuál era el mal que les afectaba, ni qué forma existía de combatirlo.

¡«Camajay-Minaré»! ¿Quién era aquella diosa y qué clase de poderes poseía para que alguien, aunque fuera un salvaje desnudo, confiara hasta tal punto en su capacidad de librarle de su estado de postración.

Yáiza, que había sido durante años la chiquilla «que atraía a los peces, amansaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», se consideraba sin embargo incapaz de ayudar a aquellos desgraciados porque había pasado la mayor parte de los últimos tiempos rogando para que tales poderes le fueran retirados, y no se sentía con fuerzas como para pedir ahora que se los devolvieran nuevamente.

Hacía casi un mes que los muertos no acudían a visitarla y eso le había hecho concebir la esperanza de que tal vez jamás regresarían, pero realizar el más mínimo esfuerzo en beneficio de aquellos pobres indios significaría tanto como renunciar a su lucha y abrir de nuevo los brazos a la pléyade de desorientados difuntos que cada noche acudían en busca de consuelo y compañía.

— No puedo hacer nada — dijo, y su tono de voz era casi un lamento —. Y no quiero volver a empezar. Estoy cansada. Muy cansada.

— ¿Pero qué es lo que tienen?

— ¿Cómo quiere que lo sepa? Sudan frío, les brillan los ojos y tienen fiebre y vómitos, pero es algo que les ocurre a muchos enfermos.

— ¿Y qué hacemos ahora?

Le miró incrédula porque en verdad le costaba trabajo imaginar que al húngaro le hubiera pasado por la mente la idea de que conseguiría sanar a aquella pobre gente.

— Vuelva a decírselo — replicó por último —. Ex-plíqueles que yo no sé hacer milagros. Nunca he sabido.

— ¿Estás segura?

— ¡Escuche…! — señaló mirándole de frente, a los transparente ojos —. Puede jurar que ni por esos indios, ni por nadie voy a sufrir lo que he sufrido. ¡Quiero olvidarlo! — Inconscientemente alzó el tono de voz que se hizo casi agresivo —. ¿Es que no puede entenderlo?

— Sí. Naturalmente que lo entiendo… — aceptó con serenidad Zoltan Karrás —. Pero dile que los vas a dejar morir porque no quieres complicaciones.

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