Aurelia fue a responder agriamente, pero el húngaro se apresuró a extender las manos en actitud conciliadora.
— ¡No se enfade! — pidió —. Socorrito no ha querido molestarla y las cosas son como dice. Al igual que la India o el Nepal, estos ríos y estas mesetas atraen desde muy antiguo a quienes se sienten fascinados por cuanto resulta misterioso o inexplicable. Están convencidos de que aquí encontrarán respuestas a extrañas preguntas que siempre se hicieron, porque éste es el último lugar de la Tierra que aún puede considerarse esencialmente virgen.
— ¿Usted cree en esas cosas?
— Poco importa lo que yo crea. Lo que importa es lo que veo, y cuando veo que su hija es capaz de leer un nombre que tan sólo está en mi subconsciente, no me queda más remedio que admitir que hay cosas que escapan a mi entendimiento. — Hizo una pausa que aprovechó para apurar el nuevo vaso que el cauchero le había servido, y añadió —: Algunos de los mejores yacimientos de este territorio se descubrieron porque alguien escuchó «La Música». «Makunaima» se apareció indicando el punto exacto en que había que buscar, o un rayo milagroso partió un árbol como en las minas de oro de El Callao. — ¡Tonterías…!
— ¿Y usted lo dice? — intervino Juan Socorro Torrealba incrédulo —. ¿Usted, que trajo al mundo una criatura que tiene más poder que veinte hechiceros juntos…? — Sacó la lengua por entre una inmensa mella de sus dientes y la agitó de un lado a otro en lo que podría considerarse un tic nervioso —. No está bien que yo intervenga, puesto que nadie me da vela en este entierro, pero le repito que aquí, al sur del Orinoco, su hija va a tener demasiados problemas a causa de sus poderes. — Movió la cabeza pesimista —.
Demasiados, concluyó.
Socorrito Torrealba les prestó una canoa en la que cargaron la mayor parte del combustible y las provisiones, lo que les permitió instalarse cómodamente en la curiara del húngaro llevando la otra a remolque, aunque, acostumbrados como estaban a la amplitud de la goleta por cuya cubierta podían moverse libremente, el hecho de tener que permanecer sentados durante horas sin espacio ni para alargar las piernas, constituía a menudo un auténtico suplicio.
El Caura bajaba crecido, pero en ocasiones se veían en la necesidad de meterse en el agua y empujar las embarcaciones para salvar una torrentera o incluso sacarlas a tierra y arrastrarlas por la orilla bordeando un pequeño salto.
— ¿Cómo se las hubiera arreglado solo?
Zoltan Karrás se encogía de hombros:
— ¡Con paciencia! — era su respuesta —. Si este río les parece difícil, esperen a conocer el Paragua y el Caroní. Cerca de San Félix existen raudales que nadie ha sido capaz de salvar nunca. Entre aquellas rocas se ocultan millones de diamantes, pero todos cuantos trataron de apoderarse de ellos se ahogaron.
Habían ido dejando atrás cada vez más aislados poblados y caseríos, y continuaban alternándose las zonas de espesa vegetación selvática en que los árboles, los bejucos y las lianas nacían al borde mismo del agua, con anchas sabanas despejadas que al llegar al cauce del río se transformaban en un zócalo de roca cuarteada y resbaladiza a causa de las largas y verdosas algas que crecían entre sus intersecciones, y que eran las que teñían de tonalidad oscura las limpias aguas.
— Es un color que repele — hizo notar el húngaro —. Pero gracias a esos fondos de roca y a esas algas no tendremos problemas con el agua potable. Y probablemente tampoco con los caimanes. No les gustan estos ríos, aunque sí suelen gustarles a las anacondas.
— ¡Me consuela saber que no serviremos de merienda a un caimán, sino a una anaconda…! — comentó Aurelia con marcada ironía —. Siempre hay clases.
— No lo tome a broma… — fue la respuesta —. Un caimán agazapado puede arrancarle una pierna de un mordisco sin darle tiempo a reaccionar. El ataque de la anaconda, a no ser que sorprenda en aguas profundas, deja tiempo para arrearle un tiro o un machetazo… Lo importante ante cualquier ataque es conservar la calma — puntualizó —. No hay fiera en la selva que cause más víctimas que el pánico.
Más tarde y a lo largo de las inacabables y monótonas horas de navegación, les fue mostrando cada especie de árbol y sus características, mencionando igualmente cada ave por su nombre, desde los pequeños «piapoco» de buen augurio, a los guacamayos, arrendajos, turpiales, gallitos de roca, «pájaros-leones» y las infinitas clases de loras y colibríes que poblaban el Escudo Guayanés.
Zoltan Karrás era como una gran enciclopedia viviente que amaba la selva y los ríos, y amaba igualmente a sus animales, pues incluso para la repugnante «araña mona» o la más ponzoñosa de las serpientes tenía siempre una palabra de disculpa:
— Ninguna serpiente malgasta su veneno si no se siente atacada… — aseguraba —. Tan sólo busca sobrevivir y lo hace utilizando las armas que la Naturaleza le proporcionó. Nunca mata por matar, como hacemos nosotros… — Luego señaló hacia las copas de los más altos árboles, de los que colgaban, boca abajo, verdaderos racimos de enormes murciélagos de color pardo —: Ése sí que es un bicho odioso que la Naturaleza podría habernos ahorrado — añadió —. Para nada sirve, más que para chupar sangre e inocular enfermedades, y es la criatura más dañina, inútil y repelente que pueda existir… Es el «epakué» de todo lo bueno que puso Dios sobre la Tierra. — ¿El qué?
— El «epakué»… — Hizo un amplio gesto con la mano, volteándola —. El «Contrario»… — aclaró —. Para la mayoría de las tribus de esta región, el mundo tan sólo se divide en cosas buenas y malas, o por así decirlo: el Bien y el Mal. El Bien es el «Intié» y su contrario, o su «epakué», es el «Taré»; el Mal… El sol es «Intié», pero su «epakué» las sombras, son «Taré»… Frente al «Intié» de la Tierra que produce sus frutos, está su «epakué» de las aguas profundas que ahogan a los viajeros. Frente al «Taré» de las aguas profundas está su «epakué» de los árboles que flotan… Frente al «Intié» de los árboles que flotan, el «Taré» de las anacondas… Y así hasta el confín del Universo, porque todo, hasta la más humilde hormiga, tiene su «epakué» y los murciélagos-vampiros constituyen el «epakué» de todo lo que es bueno.
— Extraño mundo…
— Tardarán en conocerlo — sentenció —. Y cuanto más profundicen en él, más portentoso se les antojará. Para mí el Orinoco no era más que un inmenso río y La Guayana un territorio selvático en el que se alzaban antiquísimas formaciones rocosas. — Sonrió apenas y movió la cabeza como si a él mismo le costara trabajo admitir el grado de su propia ignorancia —. Con eso me bastaba, pero después de tantos años de recorrer estos bosques he llegado a la conclusión de que, cuanto más aprendo sobre ellos, más ignoro… ¿Sabían que en un solo kilómetro cuadrado de selva hay aquí más especies de insectos y plantas que en toda Europa…?
Los Maradentro se miraron y al fin Sebastián, como hermano mayor y portavoz de la familia, negó un tanto confuso:
— No. No lo sabíamos.
— ¡Pues así es! — puntualizó el húngaro, como si se sintiera profundamente orgulloso de ello —. Más especies de plantas e insectos que en toda Europa, y más especies de mariposas que en el resto del mundo. Es un portento — concluyó —. Un portento que jamás me canso de admirar.
Y en efecto, el húngaro jamás se cansaba de admirar el paisaje que se iba abriendo ante la proa de su embarcación, o cada detalle de las orillas, los árboles o sus moradores, y con frecuencia se detenía a estudiar de cerca una determinada orquídea o a observar cómo un colibrí introducía su largo pico en una flor manteniéndose quieto en el aire gracias al velocísimo aletear de sus gráciles alas.
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