Había colocado la olla sobre el fuego aderezando la iguana y el arroz con especias que extrajo de su mochila, y pronto tuvieron que admitir que el olor resultaba de lo más apetitoso, pese a lo cual, Aurelia se mostró reticente:
— Sigo pensando que podemos envenenarnos… — dijo —. Al fin y al cabo, la estricnina siempre sigue siendo estricnina.
Pero cuando se sirvieron los platos el hambre acuciaba y nadie estaba en condiciones de detenerse a considerar que aquella carne blanca y jugosa pertenecía a un bicho repelente que, además, había muerto envenenado. Era comida, y una comida que olía a gloria, y eso era al parecer lo único importante.
No tuvieron tampoco demasiado tiempo para preocuparse por sus posibles consecuencias, porque casi inmediatamente soltaron amarras para adentrarse en una espesura por la que el río parecía abrirse paso como por un túnel de tupidísima vegetación, en el que durante las dos primeras horas se vieron acompañados por infinidad de habitantes de la selva entre los que proliferaban los monos capuchinos, así como escandalosos papagayos v tucanes, pero poco a poco su número y su algarabía fue disminuyendo, hasta que llegó un momento en que, siendo básicamente la misma jungla, aparentaba no obstante encontrarse deshabitada.
— Estamos cerca — fue la explicación que Zoltan Karrás dio al extraño fenómeno —. Semejante ausencia de vida tan sólo se entiende por la presencia de seres humanos y no puede deberse a una «maloka» indígena, porque los indios cuidan la caza en torno a sus poblados. Se trata de blancos; muchos blancos, y eso aquí significa una «bulla» de diamantes.
Turpial hizo en efecto su aparición pasado el mediodía y se antojaba imposible que tan pocos hombres hubieran podido causar tanto destrozo, pues incluso los más gruesos árboles habían sido abatidos a todo lo largo de una ancha franja de la margen derecha del río, hasta el extremo de que el monótono verde de la selva había dejado paso a un gris sucio de arena gruesa y pastosa que en un tiempo debió ser blanca, pero que ahora aparecía pisoteada y revuelta.
Docenas de mineros se afanaban cargando cubos, «surucas», picos y palas, y una actividad febril sustituía a la quietud de la espesura, pues quien no trabajaba en el fondo de un agujero extrayendo el cascajo, lo transportaba de un lado a otro o lo lavaba en la corriente con la vista atenta a la menor señal que indicara que en el tamiz había caído una «piedra».
Algunas tiendas de campaña, chozas y frágiles cobertizos de techo de palma se alineaban en la orilla izquierda, y con troncos, curiaras y un par de «bongós» se había improvisado un endeble puente flotante junto al que ondeaba una deslucida bandera venezolana.
Quinientos metros les separaban de ese puente que parecía constituir el centro neurálgico del campamento, cuando se escucharon los primeros saludos y algunos mineros alzaron el rostro perdiendo unos segundos de su precioso tiempo en observarles.
— ¡«Húngaro»! — gritaban —. ¡Maldito «Musiú» del carajo! Ya te echábamos de menos. ¿Dónde cono te habías metido?
El, por su parte, respondía llamando a cada uno por su nombre o su apodo, y a todos les repetía idéntica pregunta:
— ¿Cómo es la vaina? ¿Agarraste «La Guiña»?
— En eso andamos, viejo. Algo va cayendo en la «suruquita» y podremos matar la sed una temporada.
— ¡No te lo bebas todo!
— ¿Entonces para qué trabajo, compadre? El destino del diamante es ser piedra hasta que cae en manos del minero y se convierte en ron.
— ¡Ah borracho descarado…! — reía Zoltan Karrás contento de reencontrarse con su gente —. Te matará «chupar» tanto.
Ya lo dice el refrán: «Minero nace de cono y muere de „caña“, y que perdonen las señoras…» — Luego añadían —: ¿Qué, te casaste v tuviste de repente tres hijos tan grandotes…?
— ¡Anda a joder al carrizo, zambo del demonio…!
Atracaron junto al puente, del cual la balsa pasó inmediatamente a formar parte, reforzándolo, y lo primero que hicieron al saltar a tierra fue aproximarse a la bandera junto a la cual, y a la sombra de de un «merey», se sentaba un hombrecillo de rostro aplastado, redondas gafas, caído mostacho y gigantesco pistolón a la cintura, que alzó apenas la mano en ademán amistoso:
— ¡Salud, «Musiú»!
— ¡Salud, Cara-e-Iocha Éstos son mis amigos, los Perdomo Maradentro, isleños que vienen a la «bulla». Este es Salustiano Barrancas, «Fiscal de Minas» de casi todos los yacimientos que se van descubriendo en la región. Aquí es la máxima autoridad, y el único que puede dar concesiones para «jurungar» en busca de piedrecitas… ¿Podemos empezar?
— Cuando gustes, «Musiú». Ya conoces mis reglas. Treinta metros cuadrados por cabeza. Luego te preparo las «libretas» y cuando hayas elegido tu concesión me la indicas para registrarla. Nada de alcohol, nada de prostitución, nada de peleas, y el cinco por ciento de lo que se encuentre, para mi. Quien escamotea mi parte o trata de robar al vecino no vuelve a conseguir una «libreta» jamás, y el que mata acaba en el fondo del río con una bala en la cabeza.
— ¡De acuerdo! — afirmó el húngaro —. Contigo no hay problemas hasta que llegue «La Peste»… ¿Cómo estamos de «bastimento»?
— Cada cinco días viene el avión y le deja caer algo a Aristófanes, pero no alcanza para todos y ya conoces los precios de ese griego de mierda. Es el único que se hace rico en la mina.
— ¿Cuándo habrá «pista»?
— Aún quiero aguantarla, pero la caza se aleja y no se agarra ni puta «mapanare» que llevarse a la boca.
— ¿Hay «guiña»?
— Se están sacando algunas piedras de casi cinco quilates cuando se llega a los siete metros, que es donde estaba el fondo del antiguo cauce del río.
— ¿Cuánto se ha conseguido hasta ahora?
— Unos ochocientos mil «bolos». La mejor parte se la llevan los «rionegrinos» de el Bachaco que están aguas abajo.
— No me gustan los «rionegrinos», y menos el Bachaco. Me quedaré por aquí, con los criollitos.
— ¡Suerte!
— ¡Suerte!
Se alejaron hacia el extremo de las rudimentarias edificaciones, pero el hombrecillo de las grandes gafas se quedó observando fijamente a Yáiza, y por último llamó en voz alta:
— ¡«Musiú»…! — dijo, y cuando el otro estuvo de nuevo cerca bajó la voz y añadió —: Esa caraja es demasiado bonita. — Hizo un gesto como indicando a la totalidad de los mineros al otro lado del río —. La gente es de fiar y de momento la controlo, pero una nalga así puede desbaratar al personal y buscarme problemas. Que monten su «conuco» aquí, a espaldas de mi tienda, y así podré cuidar de que no la molesten.
— ¡Gracias, Cara-e-locha!
— No me las des. Sólo miro por mis intereses y cuando se organiza un «zaperoco» por culpa de una cuca todo se escoña. Hay tipos que llevan meses sin ver una mujer y eso no es bueno. — Señaló a Sebastián y Asdrúbal —. ¿Formarás equipo con ellos?
— Eso creo.
— A ti siempre te gustó trabajar solo. — Algún día había que cambiar. — Será que te haces viejo. — Será.
— O que te ha dado por formar familia. — ¿Quién sabe?
— ¡Ah, viejo camaleón descastado! — rió el otro —. ¡Quién me iba a decir que te iba a ver tratando de sentar la cabeza…! Ya estás «pútrido» para andarle rasgueando el «cuatro» a una dama.
— Lo mío es el violín, hermano… — rió Zoltan —. Recuerda que soy húngaro.
— ¡Húngaros o criollos son todos como gallina clueca: en cuanto se les calientan los huevos comienzan a esponjarse y cacarear…! — Hizo un gesto con la mano indicando que podía continuar su camino —. Lo dicho: a cuidarse y suerte con las «piedras».
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