Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Pasada la medianoche, Sebastián Heredia desembarcó una vez más en la isla en que había nacido, y acompañado únicamente por Justo Figueroa, un enclenque «maracucho» patizambo que más parecía un buhonero tísico que un temible pirata, emprendió el sinuoso camino que habría de llevarles al pomposamente llamado Camino Real, que unía al norte de la isla con La Asunción.

Nadie pareció prestar la menor atención a su presencia, puesto que su andrajoso aspecto apenas se diferenciaba del de las docenas de hambrientos vagabundos que por aquellos días se desplazaban de un lado a otro de Margarita buscándose la vida, ya que tal como el capitán Sancho Mendaña asegurara, corrían tiempos más que difíciles.

La pérdida del Four Roses y en especial de su valioso cargamento humano había tenido la virtud de sacar de sus casillas al ya de por sí poco paciente don Hernando Pedrárias, que se había apresurado a intentar compensar sus pérdidas aumentando hasta límites verdaderamente absurdos la insoportable presión que desde tiempo atrás ejercía sobre los sufridos isleños.

Todo eran quejas.

En voz baja, pero quejas.

Y maldiciones.

Insultos y maldiciones para «el cerdo de Pedrárias» y «la puta de la Matamoros».

Cuando creían estar hablando con seres tan derrotados como ellos mismos, los margariteños no se mordían la lengua a la hora de culpar al «cerdo Pedrárias» de todas las desgracias que les habían llevado a la más negra ruina, y muchos se preguntaban cómo era posible que un solo individuo hubiera conseguido que la que siempre se había considerado la isla más rica del planeta, se hubiera convertido en un emporio de miseria.

La inconcebible voracidad de la Casa de Contratación, cuyo único interés parecía centrarse en enviar a Sevilla cada vez más riquezas para de ese modo alimentar con millonarias comisiones al interminable número de ineptos chupatintas que parecía crecer día a día como la espuma, había encontrado en el ambicioso Hernando Pedrárias el paradigma de todos sus defectos, hasta el punto de que ya no parecía quedar en Margarita nadie que alimentase esperanza alguna con respecto a un futuro mejor.

El sentimiento más extendido, por tanto, entre sus habitantes era el de abandonarlo todo para cruzar definitivamente a tierra firme, pese a que las noticias que llegaban de Cumaná tampoco resultaban en absoluto alentadoras.

— La Casa es como Dios, que habita en todas partes — alegaban los escépticos —. Y cuando no puede quitarte perlas, te chupa la sangre.

A lo largo de la historia el ser humano había conseguido en ocasiones librarse por la fuerza de los más sanguinarios dictadores y los más crueles invasores, pero resulta evidente que nunca, a lo largo de esa misma historia, había logrado sacudirse la silenciosa e implacable tiranía de los ejércitos de burócratas.

No existía héroe alguno que supiera cómo enfrentarse al viscoso entramado organizativo de la Casa de Contratación de Sevilla, puesto que aun en el improbable caso de que su delegado en un determinado lugar desapareciese de improviso, su puesto era de inmediato ocupado por un oscuro sustituto que opacaba aún más ese denso tejido, como si se tratara de una mágica soga que cada vez que perdía uno de sus cabos, en lugar de debilitarse se fortaleciera.

A una barrera le seguía otra, a un inaccesible funcionario, un nuevo funcionario aún más inaccesible, a una corta negativa un largo silencio, y a un interminable silencio, una seca negativa.

Un nudo gordiano oculto en lo más profundo de un diabólico laberinto guardado por una Hidra de mil cabezas habría resultado mucho más sencillo de desbaratar que el complejo sistema instaurado por una inaccesible Casa de Contratación que sólo parecía estar dispuesta a que se le robara desde dentro, ya que era cosa sabida que en los «roles» de los barcos que se enviaban a Sevilla sólo se inscribía una cuarta parte de su auténtica carga en oro y piedras preciosas, que era de lo que pasaba por la aduana para que los funcionarios de la Casa dieran cuentas a la Corona.

Las tres cuartas partes restantes se las repartían entre ellos.

El resultado lógico de tanto latrocinio estaba a la vista: Margarita pronto quedaría tan despoblada como había quedado años atrás La Española, que pasó de ser el principal enclave colonial en el Nuevo Mundo, a una isla semidesierta de la que la mayor parte de sus habitantes habían tenido que escapar a causa de la insoportable presión ejercida por la Casa.

Los que antaño fueran riquísimos trapiches de azúcar que enviaban a la metrópoli toneladas del preciado «oro blanco» que había venido a sustituir ventajosamente al amarillo, cuyas minas se habían agotado, sufrieron tal presión impositiva por parte de las insaciables sanguijuelas de la avariciosa Casa de Contratación de Sevilla, que al fin se declararon en bancarrota y fueron abandonados para que el moho los corrompiese, al tiempo que se dejaban de cultivar los enormes cañaverales que muy pronto se vieron invadidos por ingentes manadas de cerdos salvajes.

Curiosamente, la ruina del negocio del azúcar propició el nacimiento de una nueva y floreciente industria, ya que pequeños grupos de inmigrantes franceses que se habían establecido en el extremo oeste de la isla descubrieron muy pronto que cazando cerdos salvajes y ahumando su carne en un bucaan tal como solían hacer en su patria, se conseguía un producto muy apreciado por los marinos, ya que tenía un sabor delicioso y se conservaba largos meses sin deteriorarse.

De ahí nació la nueva estirpe de los bucaniers o «bucaneros», hombres rudos, sucios y malolientes que recoman la agreste geografía dominicana abatiendo bestias que cargaban luego hasta los puertos de una costa a los que acudían todos los navíos de las Antillas.

No obstante, incapaz de aprender de sus infinitos errores, la siempre avara y estúpida Casa de Contratación decidió una vez más que si los barcos necesitaban carne ahumada tenían la obligación de comprar la agusanada, correosa y costosísima cecina importada por ella misma desde Sevilla, y para librarse de cualquier tipo de competencia envió un ejército al mando de don Federico de Toledo con orden de expulsar a los sufridos bucaneros.

El largo e implacable acoso dio como resultado que al cabo del tiempo los bucaneros decidieran hacerse fuertes en el pequeño y agreste islote de La Tortuga, a sólo unas millas al norte de La Española, desde donde realizaban rápidas incursiones de caza en los cañaverales dominicanos retornando de nuevo a su islote, que era adonde acudían ahora los buques a abastecerse.

Con el transcurso de los años, la fortificada ensenada de La Tortuga se convirtió en el puerto más rico, activo y alegre del Caribe, al tiempo que el otrora pujante Santo Domingo se iba sumiendo en el olvido, aunque eso no era algo que preocupase a los dirigentes de la Casa, ya que mantenían el firme convencimiento de que el Nuevo Mundo era tan extenso y sus riquezas tan innumerables que poco importaba que a su paso tierras y ciudades fueran quedando prácticamente arrasadas.

Ahora parecía haberle tocado el turno a Margarita, cuya producción de perlas había descendido de forma alarmante, no por el hecho de que las ostras se hubieran vuelto menos activas, sino por la lógica evidencia de que no se arriesgaba de igual modo ni rendía lo mismo un indolente esclavo africano que trabajaba gratis, que un buceador nacido y criado entre arrecifes que pretendía conseguir un buen jornal con que alimentar a su familia.

La Casa de Contratación de Sevilla jamás había aceptado el axioma de que un buen jornal suele ser con frecuencia una magnífica inversión, puesto que a ningún jornal se le podría robar nunca las tres cuartas partes sin que el perjudicado protestara, por lo que el desánimo, la languidez y el abandono se habían apoderado tiempo atrás de las recoletas callejuelas de La Asunción al igual que se habían apoderado del resto de la isla.

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