Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Probablemente debido a ello, la calurosa tarde en que Sebastián Heredia y Justo Figueroa pusieron al fin el pie en ellas, sólo cinco perros sarnosos y una piara de cerdos les dieron la bienvenida.

El resto era quietud y silencio, sin que ni un alma osara aventurarse a aquellas bochornosas horas más allá de los umbríos portalones de las viejas casas de piedra, y durante largo rato sólo vislumbraron la figura de un mendigo que dormitaba a la sombra de los gruesos muros del convento de San Francisco.

— Ezte lugar parece un cementerio… — ceceó a duras penas el maltrecho Justo Figueroa, al que sus dos únicos dientes le impedían expresarse con naturalidad —. ¿Ziempre ha zido azí?

Jacaré Jack negó con la cabeza al recordar la única ocasión en que había visitado la activa capital en compañía de sus padres, y que en aquel tiempo se le antojó el lugar más activo del universo.

La decadencia parecía haber afectado el corazón administrativo de la isla con la misma fuerza con que afectaba a sus pueblos costeros, y el margariteño se asombró al comprobar hasta qué punto la errónea política de unos pocos repercutía en el bienestar de la mayoría.

— Están locos — masculló al advertir que una sorda ira le corroía las entrañas —. ¡Completamente locos!

Aguardaron sentados a la sombra de una enorme ceiba que parecía dominar todo el perímetro de una minúscula plazoleta, confiando que con la caída de la tarde la ciudad despertara de su mustio letargo, pero no más de dos docenas de personas parecieron arriesgarse a abandonar entonces sus hogares pese a que una fresca brisa llegaba desde los altos cerros perfumándose de densos aromas en su suave recorrido a lo largo de un frondoso valle cuajado de flores.

Por fin, Sebastián Heredia decidió aproximarse a un grupo de mujerucas que habían sacado sus sillas a la acera con la sana intención de bordar entre todas una gigantesca colcha.

— Perdón… — dijo lo más cortésmente que supo —. ¿Podrían decirme dónde se encuentra el palacio de don Hernando Pedrárias?

Le observaron de un modo en verdad poco amistoso, y su mente trabajó con rapidez al añadir de inmediato:

— Traigo una reclamación que presentarle.

La hostil actitud cambió como por ensalmo.

— En ese caso tendrás que ponerte a la cola, hijo — señaló sonriente la más anciana —. Su palacio está dos calles más abajo, junto al ayuntamiento, pero él apenas sale de casa de la guarra de la Matamoros que el diablo confunda. ¡Así la parta un rayo!

— ¿Y dónde vive la Matamoros?

— En un caserón de piedra, a la salida del valle por el camino de Tacarigua. No tiene pérdida; está rodeado de bosques y apesta a azufre.

Les dio amablemente las gracias para regresar junto al patizambo «maracucho».

— Búscate un mesón donde dormir, aunque a mi modo de ver más seguro estarías haciéndote pasar por mendigo para que nadie repare en ti. E intenta averiguar el número de soldados que vigilan el almacén de la Casa, junto al ayuntamiento. ¡Pero ten mucho cuidado!

— Dezcuida… — le tranquilizó justo Figueroa —. Con mi azpecto nadie imaginaría que zoy pirata ni aunque me tatuara una calavera. Dormiré en la calle y me comeré una «arepa».

— ¡Mejor así! — reconoció el capitán Jack —. Nos veremos mañana, aquí, a la misma hora.

Se alejó por la ancha calzada de tierra apisonada que conducía a Tacarigua, y a poco más de una legua de las últimas casas distinguió un espeso bosque del que sobresalía la redonda cúpula de lo que parecía una lujosa mansión.

Todo era allí paz y silencio, no se distinguía un alma en cuanto alcanzaba la vista, y ni siquiera el lejano ladrido de un triste chucho vino a quebrar la quietud del sereno atardecer margariteño, por lo que Sebastián llegó a la conclusión de que le bastaría con medio millar de hombres para entrar a saco en aquella semidesértica ciudad y apoderarse hasta de la última perla o el último maravedí de cada palacio y cada casa, aunque desechó de inmediato tal posibilidad, puesto que podía darse el caso de que a la hora de la verdad le aguardara una desagradable sorpresa.

Nadie sabría decir a ciencia cierta cuántos hombres armados surgirían de improviso por aquellos enormes portalones, ni, sobre todo, cuántos soldados acudirían a la menor señal de peligro desde Santa Ana, Juan Griego, Tacarigua o Porlamar.

Quienquiera que fuere el que fundó La Asunción en el punto más inaccesible de la isla, debió de tener muy claro que sus enemigos llegarían siempre desde el mar, y quien intentase asaltarla debería tener muy presente que una vez consumado el asalto se encontraría irremediablemente atrapado, puesto que en cualquiera de los recodos de cualquiera de los caminos que habrían de devolverle a la costa podría estar emboscado el enemigo.

Sebastián Heredia sabía muy bien desde la lejana época en que salía con su padre a los «placeres perlíferos» de mar afuera, que en cada punto estratégico de la costa se encontraba siempre dispuesta una enorme pira de leña a la que los vigías prendían fuego a la menor señal de peligro, ya que piratas y corsarios habían sido desde siempre los peores enemigos de la isla.

Exceptuando la Casa de Contratación de Sevilla, naturalmente.

Tal vez por ello, por saberse segura y ser consciente de que el temor que su solo nombre imponía bastaba para evitar que a un lugareño se le pasara por la mente la loca idea de saquear sus almacenes, la Casa no mantenía una numerosa guarnición en la capital, optando por reforzar en lo posible los fuertes de la costa.

A decir verdad, la Casa, al igual que el conjunto de las autoridades españolas en las Indias Occidentales, tenían plena conciencia de que su capacidad de defensa frente a ataques foráneos solía ser muy precaria, puesto que el aún no del todo explorado Nuevo Mundo parecía constituir un universo harto complejo y gigantesco; un pastel demasiado grande para que una nación tan pequeña pudiera a la vez explorarlo, conquistarlo y conservarlo.

«La avaricia rompe el saco» y «quien mucho abarca poco aprieta» eran dichos populares que al parecer no habían llegado nunca a oídos de las autoridades españolas de aquel tiempo, que avanzaban y avanzaban frenéticamente en su afán de dominar nuevas tierras y conseguir nuevas fuentes de riqueza sin caer en la cuenta de que el centro neurálgico del que dependían todas sus victorias, las Antillas, se había convertido tiempo atrás en su talón de Aquiles.

Piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros se paseaban a sus anchas desde Cuba a Portobelo, o desde Campeche a Cumaná eligiendo cómodamente sus presas tanto en el mar como en tierra, sin que ninguna auténtica escuadra española digna de ese nombre les hubiera plantado cara alguna vez.

La Flota, la Gran Flota, la Poderosísima Flota se armaba en Sevilla una vez al año, no para desplazarse al Caribe a combatir a las naves enemigas, sino sólo para traer de regreso a la metrópoli las innumerables riquezas que hubieran amasado en ese año las colonias, procurando evitar que cayeran en manos de los depredadores, ya que a nadie le importaba un ápice la seguridad de los habitantes del Nuevo Mundo. Importaba únicamente la seguridad del fruto del sudor de los habitantes de ese Nuevo Mundo.

Durante más de tres siglos España jamás había establecido en el estratégico enclave del Caribe una flota estable tan poderosa como la que se armaba para trasladar cada año los tesoros a Sevilla, y ello se debía, sin duda, a que por cada barco pirata que se hundiera los funcionarios de la Casa no obtenían comisión ni la posibilidad de apoderarse del setenta y cinco por ciento de su valor, pero por cada perla, onza de oro o esmeralda que entrara por la aduana de Sevilla, sí.

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