De sorpresa en sorpresa, el en ocasiones atemorizado muchacho fue pasando casi sin darse cuenta de poseedor a poseído, puesto que su hábil guía se decidió a tomar muy pronto las riendas del sutil proceso, conduciéndole por tan ignorados y reconfortantes vericuetos, que cuando al fin la primera claridad del día hizo su aparición en el horizonte, se derrumbó exhausto y casi incapaz de aceptar que se pudiera llegar a realizar tantas y tan prodigiosas hazañas amatorias en el transcurso de una sola noche.
Cuando a la tarde siguiente embarcó en la frágil chalupa para poner rumbo a las lejanas islas del Rosario, aún tenía la impresión de haber sido utilizado hasta la saciedad por alguien para quien los hombres no parecían ser más que simples objetos de uso cotidiano.
«No sé por qué diablos le preocupa subir a bordo de un barco de piratas — se dijo —. El auténtico peligro lo correrían los piratas, porque la creo muy capaz de llevarse por delante a toda una tripulación sin despeinarse.»
El Jacaré le salió al paso a unas cuatro millas del archipiélago, y en cuanto puso pie en cubierta Sebastián acudió a la camareta del capitán para ponerle en antecedentes de cuanto había ocurrido, aunque sin hacer mención, naturalmente, de los confusos acontecimientos de la noche anterior.
— ¿Crees que se puede confiar en ella? — fue lo primero que quiso saber el escocés —. Por lo que tengo entendido la última oferta era de cinco mil doblones por mi cabeza.
— Tengo la impresión de que ella aprecia en más la suya — replicó el margariteño con intención —. Y la considero lo suficientemente inteligente como para comprender que a la menor señal de traición se la volaríamos de un tiro.
— ¿Cómo es?
— Rara.
— ¿Qué quieres decir con eso de «rara»?
— Que no se parece a ninguna otra mujer que haya conocido… — Sebastián hizo una breve pausa —. Ni a ningún hombre.
— Es judía.
— Conversa. Y no creo que eso influya demasiado. Es por ella misma. — El muchacho lanzó un hondo suspiro y acabó por admitir —. Si quiere que le diga la verdad, aún no sé qué pensar. A su lado me siento minúsculo.
— ¿Minúsculo? — repitió el escocés como si no diera crédito a lo que estaba oyendo —. Se supone que había conseguido hacer de ti un hombre, y me sales con ésas. ¿De qué diablos hablas?
— De Raquel Toledo, capitán… — Sebastián bajó mucho la voz, como si temiera que alguien más pudiera oírle, para añadir casi en un susurro —: Me violó.
El calvorota le observó estupefacto.
— ¿Que te violó? — repitió en el mismo tono casi inaudible al tiempo que cerraba el puño y hacía un significativo gesto con el brazo —. ¿Pretendes decir que te violó… violó?
— ¡No, capitán! ¡No sea bruto! No me refiero a eso — protestó el otro —. ¿Cómo iba a violarme una mujer?
— ¿Y yo qué sé? Puede que se trate de un sodomita disfrazado. — Se encogió de hombros admitiendo su ignorancia —. ¡Dicen que se han dado casos!
— ¡No se trata de ningún sodomita! — se encorajinó el margariteño —. Es una mujer. La mujer más mujer del mundo.
— ¿Entonces…? ¡Explícate!
A regañadientes, y sintiéndose entre avergonzado, culpable y orgulloso, el muchacho hizo un detallado recuento de las casi increíbles aventuras eróticas de la noche anterior, lo que tuvo la virtud de dejar al rudo y sanguinario pirata boquiabierto permitiendo que al menos durante un largo rato se olvidara del sordo sufrimiento que le producían las llagas y los gusanos.
— ¡No puedo creerlo! — repetía una y otra vez —. ¿De veras que hacía eso? ¡Pero bueno…! A ver si yo me entero: de modo que te bañó, te ató a la cama, y luego, con la lengua… ¡Vaina, y yo comido por los gusanos! Si le hace eso a un grumete, ¿qué demonios le haría a un capitán? — Lanzó un profundo resoplido —. Tengo que conocerla — concluyó —. Yo no me puedo morir sin conocer a alguien que practica esas cosas.
— ¿Y cómo lo hacemos?
— ¡Déjame pensar!
Al día siguiente el capitán Jack mandó llamar a Sebastián casi de amanecida para impartirle unas órdenes muy concretas que debía seguir al pie de la letra, de tal modo que al poco el margariteño se despidió una vez más de su padre para reembarcar en la chalupa y poner proa rumbo a la bahía de Cartagena.
Ya a la vista de los castillos que protegían la bocaina tuvo que mantenerse al pairo durante más de una hora, ya que soplaba una suave brisa que llegaba de tierra y en ese momento hacían su entrada tres gigantescos galeones que venían escoltados por un rápido buque de línea de más de setenta «bocas de fuego».
Con tan engorrosos navíos de cuadrado velamen no resultaba en absoluto tarea fácil maniobrar para alcanzar lo más profundo de la ensenada con vientos contrarios, por lo que el margariteño se vio en la obligación de admitir que aquellos capitanes y aquellas tripulaciones conocían bien su oficio, puesto que uno tras otro los cuatro buques fueron desfilando para cruzar entre las fortalezas de San Fernando y San José, que saludaban su arribo con una salva de cañonazos.
Penetró tras ellos, preguntándose si sus bodegas se encontrarían repletas de oro de México o plata del Perú, o si por el contrario rebosarían de mercurio llegado de Almadén con destino a las minas de Potosí.
Puso luego rumbo al puerto de pescadores, y al oscurecer le temblaba la mano en el momento de golpear con el pesado aldabón en forma de gárgola la gruesa puerta del caserón de los guacamayos.
Raquel Toledo le recibió vaporosamente vestida de un blanco inmaculado, pero tras la copiosa y placentera cena, servida de nuevo en el jardín, volvió a caer sobre él como la araña sobre su indefensa e hipnotizada presa, para poner en práctica una vez más toda clase de hechizos, hasta el punto que se habría dicho que la profundidad de los conocimientos de aquella etérea mujer en las más complejas formas del arte amatorio carecía de límites.
— ¿Dónde has aprendido tanto? — inquirió al fin, el agobiado Sebastián en uno de los cortos períodos de descanso que ella se avino a concederle.
— En los libros — fue la segura respuesta.
— ¿En los libros? — repitió incrédulo el pobre muchacho —. Jamás imaginé que hubiera libros que hablaran de estas cosas.
— Pues los hay. En todos los países y todos los idiomas — replicó ella, divertida —. Pero la literatura galante oriental suele ser la mejor y la más educativa — le susurró al oído —. Y la única que jamás pasa de moda. Cambian los tiempos, cambian las culturas y cambiarán los reyes, pero la forma de conseguir que «esto» responda a mis caricias y pueda hacerme feliz durante horas, nunca cambia.
— ¿Y tienes muchos de esos libros?
— ¡Estanterías repletas…!
Pasaron en ello toda esa noche, el día siguiente y la siguiente noche, y al amanecer del segundo día, Sebastián y Raquel Toledo, que vestía ahora sencillas ropas de campesina, se encaminaron al puerto para embarcar en la chalupa y alcanzar la bocaina en el momento mismo en que se alzaba la cadena para dar paso a las primeras embarcaciones que abandonaban la bahía.
Pusieron de inmediato rumbo al sur navegando sin prisas en dirección a las islas del Rosario empujados por la misma brisa de tierra que soplara dos días antes.
Tres horas más tarde el margariteño se cercioró de que no se divisaba ni una vela en el horizonte, y viró a babor para enfilar directamente hacia la gran isla de Barú y fondear finalmente a una veintena de metros de una diminuta playa rodeada de palmeras y manglares.
Al poco, el capitán Jack hizo su aparición surgiendo de la espesura para agitar la mano alegremente:
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