Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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A sus tripulantes, probablemente no.

Al fin y al cabo, eran piratas.

Viejos piratas de colmillo retorcido que a menudo le triplicaban en años y que probablemente no dudarían a la hora de lanzarle por la borda para pasar a convertirse en propietarios de tan fabuloso navío.

Y sobre todo eran gentes que necesitaban que los mandara alguien capaz de utilizarlos como carnada para los tiburones, por lo que el muchacho dudaba de su capacidad de decisión en caso de verse obligado a dar una orden semejante.

Recorrió con la vista la cubierta observando bajo un nuevo prisma los familiares rostros, como si tratara de averiguar de cuál de ellos cabría esperar una traición, y a la postre llegó a la inquietante conclusión de que casi la mitad de aquella zarrapastrosa pandilla de facinerosos no pestañearía a la hora de clavarlo en un gigantesco anzuelo.

— ¿En qué piensas?

Se volvió hacia Lucas Castaño, que al parecer llevaba un largo rato observándole apoyado en la borda, y Sebastián conocía lo suficiente al panameño para captar a simple vista que tenía pleno conocimiento de los motivos de su preocupación, por lo que se limitó a señalar hacia la camareta del capitán y preguntar:

— ¿Te lo ha dicho?

— Yo se lo sugerí.

— Pero deberías ser tú quien tomara el mando si decide marcharse.

La mayor parte de mi dinero lo invertí en putas y ron — replicó el otro chasqueando la lengua como si se burlara de sí mismo —. El resto lo malgasté.

— No me veo como capitán pirata — le hizo notar el margariteño.

— Ya que eres pirata, más vale capitán que grumete — fue la respuesta no carente de lógica —. Y sin duda eres el más listo de a bordo.

— ¿Serías mi segundo?

Ahora fue Lucas Castaño el que indicó con un gesto el camarote de Jacaré Jack al tiempo que replicaba:

— Lo he sido de él durante doce años, y matarle no me habría costado mucho más de lo que me costaría matarte a ti.

— Entiendo.

— Sigue pensando, entonces.

Se alejó hacia proa sin aparentar darle importancia a la charla para dejar a Sebastián rumiando a solas sus infinitas dudas.

Resultaba evidente que le atraía la posibilidad de convertirse en capitán de un prodigioso barco, pero tenía muy presente que tal hecho confería un nuevo rumbo a su vida, ya que siempre había considerado su estancia a bordo del Jacaré como una inevitable etapa de su juventud de la que no se sentía en absoluto culpable. Habían sido circunstancias ajenas a su voluntad las que le habían llevado a formar parte de aquella jauría de perros de mar, pero pasar a convertirse de la noche a la mañana en «heredero» del barco, la bandera y la fama del temido capitán Jacaré Jack le marcaría de un modo indeleble, y no quedaría ya un solo lugar, fuera en el mar o en tierra firme, donde no se le reconociera como un seguro candidato a la horca.

Observó a su padre, eternamente apoyado en el tambucho de proa y con la vista tan perdida como todo él — ya que Sebastián jamás conseguía adivinar por qué lejanos mares navegaba su mente — y le dolió no poder recurrir a su consejo en lo que sería tal vez la decisión más importante que se vería obligado a tomar nunca.

Tenía plena conciencia de que si finalmente aceptaba la propuesta del escocés estaría condenado a pasar el resto de su existencia sobre la cubierta de un navío, puesto que aunque el Jacaré se convirtiera en su reino, no dejaría de ser un diminuto reino abandonado en la inmensidad de los océanos.

Sus fronteras estarían eternamente determinadas por las bordas y la tierra — ¡todas las tierras! — pasaría a convertirse en un lugar hostil y extraño en el que nunca aprendería a sentirse seguro.

Para la mayoría de los marinos, y por mucho que amaran su forma de vida, la tierra significaba el lugar al que volver, e incluso demasiado a menudo el ansiado puerto en que buscar refugio en caso de apuro, pero a un pirata siempre le atemorizaba el convencimiento de que no había lugar en el que fuera bien recibido ni puerto alguno que le abriera los brazos durante el fragor de la tormenta.

Sin saber por qué acudió de pronto a su memoria el indescriptible gozo que inundaba su alma cada vez que la barca de su padre bordeaba el cabo Negro y distinguían en la distancia a la pequeña Celeste y la vieja casa que se alzaba al pie del fortín de La Galera, ya que en aquel tiempo cada día era un día de regreso a su hogar donde esperaban su madre y su hermana, y un día de regreso a la playa en que le aguardaban sus amigos.

Cada día, virar el cabo era como asistir a una especie de fascinante prodigio, mientras que ahora, por muchos cabos que remontara jamás conseguía distinguir en la distancia nada que ni remotamente pudiera compararse al hogar que había perdido ni a la amada playa en que había jugado un millón de veces.

Aceptar convertirse en capitán de un barco donde ondeaba la bandera negra significaba tanto como renunciar a la posibilidad de reencontrar algún día una casa o una playa como las de su infancia, y renunciar definitivamente a toda posibilidad de recuperar su pasado no era algo que pudiera encarar fácilmente un muchacho de la edad de Sebastián Heredia Matamoros, por mucha que fuera la experiencia que pudiera haber acumulado a lo largo de aquellos difíciles años.

Pero había que reconocer que la tentación seguía siendo muy grande.

Sobre todo en el momento de observar cómo la proa del Jacaré cortaba mansamente el agua y parecía deslizarse sobre el mar como un gigantesco albatros que supiera con certeza que nada malo cabía esperar de ese mar por más que lo recorriera de un extremo a otro del horizonte.

Poseer un barco capaz de alcanzar el último confín del planeta sin aceptar más limitaciones que las que le impusiera la propia naturaleza ni más leyes que las que él mismo quisiera dictar, constituía, quizá, el sueño dorado de todo ser humano, por lo que Sebastián Heredia Matamoros pasó las cuarenta horas siguientes sopesando obsesivamente los pros y los contras de las muy divergentes singladuras que el destino le presentaba.

Por último llegó a la conclusión de que no podía tomar ninguna decisión sin haberlo consultado previamente con su padre, aun a sabiendas de que probablemente éste optaría por inhibirse de cualquier responsabilidad, tal como lo venía haciendo desde hacía años.

— Es un hermoso barco — musitó quedamente Miguel Heredia Ximénez tras escuchar con desacostumbrado interés las explicaciones de su hijo —. Y todo el que posee algo realmente hermoso vive con el temor de que se lo arrebaten. Si guardas tus perlas en lugares diversos, nadie podrá robártelas todas, pero un barco no puede dividirse. — Agitó la cabeza —. Un barco es como una mujer; alguien puede quitártelo.

— Sabré defenderlo.

— ¿Estás dispuesto a matar para conservarlo? — fue la incisiva pregunta.

— No lo sé.

— Pues averígualo antes de tomar una decisión, porque de lo que puedes estar seguro es de que serán muchos los que estén dispuestos a matar para robártelo. — Le miró a los ojos —. ¿Crees que vale la pena?

— Depende del muerto.

— En la conciencia de un hombre honrado pesa más la muerte de un canalla que en la del canalla la muerte de un inocente.

Aquélla sería, tal vez, la enseñanza de su padre que más hondamente y por más tiempo quedaría grabada en la memoria de Sebastián Heredia, puesto que tan simple frase bastaba para establecer de forma inequívoca cuál era su escala de valores y su forma de ver la vida.

Para Miguel Heredia, como para la inmensa mayoría de los limpios de corazón, el bien y el mal pesaban de modo muy diferente y se medían de forma muy distinta según la voluntad de quién los midiera o los pesara, y lo que en verdad parecía preocuparle era que su propio hijo se viera en la obligación de contemplarlos a través de un prisma que nada tenía en común con aquel que había pretendido inculcarle siendo niño.

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