Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— ¡No hay peligro! — gritó.

En el momento en que la proa de la embarcación estaba a punto de tocar la arena, Raquel Toledo extrajo de la pesada bolsa que llevaba consigo un enorme pistolón, y mientras lo amartillaba señaló con sorprendente frialdad:

— En cuanto ponga el pie en tierra vuelve al mar y recuerda que si alguien se aproxima le vuelo la cabeza a tu querido capitán. ¿Está claro?

Como a Sebastián Heredia ya nada de cuanto hiciera o dijera aquella desconcertante mujer podía sorprenderle, se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento para permitir que saltara de la barca y se aproximara, con el arma en una mano y la bolsa en la otra, al punto en que la esperaba el escocés.

En cuanto llegó a su altura, la judía ordenó secamente:

— ¡Desnúdese!

— ¿Que me desnude? — se escandalizó su interlocutor —. ¿Aquí?

— Los monos no van a asustarse. Ni yo tampoco — fue la brusca respuesta —. Así que no perdamos tiempo.

Resultaba completamente inútil discutir con una mujer que parecía más acostumbrada a dar órdenes que el mismísimo capitán del Jacaré, por lo que éste se limitó a dudar por unos segundos, para acabar por obedecer y quedar en mitad de la playa tal como vino al mundo.

Sin dejar de empuñar el arma Raquel Toledo comenzó a girar en torno a él estudiando con suma atención cada una de las llagas.

Por último, extrajo de la enorme bolsa un afilado estilete, abrió una de las llagas y recogió el pus y los gusanos en una pequeña bandeja de metal.

— Ya puede vestirse — dijo mientras iba a tomar asiento a la sombra de una palmera y se dedicaba a examinar muy de cerca el ir y venir de los repugnantes animalejos.

Poco después, el capitán Jack, mohíno y cabizbajo, se acuclilló frente a ella.

— ¿Qué opina? — quiso saber.

— Que tiene suerte de estar vivo. Pero si continúa por estos lares, esa suerte le abandonará muy pronto. — Alzó los ojos y le miró de frente —. A mi entender tan sólo hay una posibilidad de curación: un clima frío. Mientras siga aquí, con estos calores, estos insectos y esta humedad, no hay nada que hacer.

— ¿Está segura?

— ¡En absoluto! La infección está demasiado extendida como para abrigar cualquier tipo de seguridad, pero ése es, sin duda, el mejor consejo que puedo darle. Le he traído una pomada que le aliviará los dolores, pero para acabar con los gusanos tendría que añadirle un veneno que acabaría matándole.

— ¿Me está pidiendo que lo abandone todo?

— Yo no le pido nada — replicó Raquel Toledo con aquella firmeza e impasibilidad que la hacía parecer tan distante —. Le doy una opinión basada en años de experiencia. Si continúa en las Indias no sobrevivirá más de un par de meses, téngalo por seguro. El resto es cosa suya.

El capitán Jack permaneció largo rato observando con obsesiva atención la enorme llaga que se extendía por gran parte de su antebrazo izquierdo, y por último se irguió para ir a recostarse contra el tronco de una palmera vecina.

— Ha demostrado ser una mujer muy valiente — musitó al fin —. No sólo por arriesgarse a venir aquí, sino por ser capaz de decir las cosas con tanta sinceridad aun a sabiendas de que se enfrenta a un capitán pirata.

— Reyes, piratas o mendigos, cuando enferman no son más que enfermos, y como a tales los trato a todos, por igual. — Sonrió, y era la suya una sonrisa cálida, afectuosa y en cierto modo tranquilizadora —. No pretendo darle falsas esperanzas — añadió —. Pero creo firmemente que si regresa a Europa tiene grandes posibilidades de llegar a viejo.

— ¿Le parece bien Escocia?

— Nunca he estado allí, pero creo que puede ser un lugar muy apropiado.

El capitán Jack desprendió de la cintura una pesada bolsa y la colocó ante ella.

— Éste es el pago a su valor. Las perlas son por la consulta. — Avanzó luego hasta el borde del agua, hizo un gesto para que Sebastián se aproximara, y cuando comprendió que podía oírle sin necesidad de alzar en exceso la voz, señaló —: Devuelve a la señora a su casa y disfruta cuanto puedas por dos noches. ¡Sólo dos noches!

El muchacho sonrió de oreja a oreja.

— Es que más no resisto — replicó.

A los pocos días de que Sebastián regresase a bordo, el capitán Jack lo mandó llamar una vez más a su camareta, y en cuanto se encontraron a solas inquirió directamente y sin preámbulos:

— ¿De cuántas perlas dispones?

— No tengo la menor idea — admitió el desconcertado muchacho con absoluta sinceridad.

— Pues yo sí — replicó de inmediato el otro —. Entre la parte del botín que te ha correspondido y lo que me hayas podido «escamotear» en el reparto, calculo que te deben quedar por lo menos quinientas. ¿Estás de acuerdo?

El margariteño trató de hacer memoria, y tras dudar por un instante, asintió con un casi imperceptible ademán de la cabeza.

— Es posible — dijo.

El capitán Jack le observó largamente y se diría que estaba meditando una vez más sobre algo que debía tener ya harto meditado, pero que, pese a ello, le costaba gran esfuerzo aceptar.

— Por ese precio te vendo el barco — musitó al fin.

— ¿El Jacaré …? — preguntó asombrado Sebastián Heredia.

— El Jacaré, con toda su tripulación y la bandera — fue la firme respuesta —. Te conozco bien y me consta que sabrás mantener su espíritu sin deshonrarla. — Hizo una breve pausa que aprovechó para apretar los dientes conteniendo una exclamación de dolor, y por último sonrió forzadamente —. En los tiempos que corren — susurró apenas — hacerse con un prestigio, aunque se trate de un prestigio de pirata, no es cosa fácil, y por ello te recomiendo que si decides quedarte con el barco, te quedes también con mi nombre y mi bandera. Te evitará problemas.

— Nunca me pasó por la mente la idea de convertirme en pirata para toda la vida — le hizo notar el otro, un tanto desconcertado —. Lo que en verdad me habría gustado es ser maestro.

— Lo que tú seas capaz de enseñar me cabe en el agujero de esta muela — replicó el escocés con irónica crueldad —. Y en este oficio hay un dicho: «Pirata un día, pirata mil». No es algo que se abandone como unas botas usadas.

— En ese caso, ¿por qué quiere dejarlo?

— Porque me obligan. Cierto es que siempre dije que lo mejor es retirarse antes de que te alarguen en exceso el pescuezo, pero también es cierto que cada año que pasas a la sombra de tu propia bandera vale por diez a la sombra de la del rey… — El calvorota lanzó un hondo suspiro de resignación —. Echaré de menos esta vida — admitió amargamente —. Pero a fe que últimamente ya no es vida, y estoy convencido de que la judía tiene razón y sólo el frío matará a estos asquerosos bicharracos… — Lanzó un sonoro escupitajo, para añadir casi agresivamente —: ¿Qué opinas de mi propuesta?

— Tengo que pensarlo.

— Te doy dos días.

Sebastián agradeció salir al fresco aire de primera hora de la mañana, lejos del hedor de la recámara de un muerto en vida, para ir a acomodarse en el alcázar de popa, muy cerca del punto en que solía sentarse el capitán, tal vez tratando de hacerse una idea de lo que significaría ser dueño de un barco y ordenar una maniobra sin que nadie le contradijera.

Se trataba, sin duda, de una magnífica oferta, puesto que las perlas nunca serían más que bolitas de nácar con las que adornar un cuello femenino, mientras que el Jacaré sería siempre el más audaz y altivo navío que había cruzado los océanos.

Se preguntó si sería capaz de gobernarlo.

Al barco, sí.

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