Le constaba, no obstante, que había perdido ya todo tipo de control sobre los destinos del muchacho, al igual que lo había perdido sobre su propio destino, por lo que se limitó a apoderarse una vez más de su desgastada piedra de afilar, dispuesto a reanudar su paciente trabajo al tiempo que mascullaba a modo de conclusión:
— Pedir consejo a un pobre de espíritu es como pedir limosna a un pordiosero; lo único que sacarás en limpio es humillarle.
Resultaba en verdad extraño que un ser humano se considerase pobre de espíritu, pero los años pasados sobre cubierta obsesionado con la estúpida tarea de afilar cuchillos habían llevado a aquel hombre — que en el fondo nunca había sido estúpido — a la amarga conclusión de que en verdad aquélla era su condición, y resultaba evidente que no tenía empacho alguno en reconocerlo.
Esa noche, poco antes de que medio gajo de luna enrojecida comenzara a rozar la línea del horizonte, Lucas Castaño vino a tomar asiento en proa junto al margariteño para inquirir:
— ¿Y bien?
Sebastián le observó fijamente para inquirir a su vez:
— ¿En quién puedo confiar?
— En ti mismo.
— ¿En nadie más? — se horrorizó el muchacho.
— ¿Te parece poco? — fue la irónica respuesta —. ¿De qué te valdría confiar en cien hombres si eres tú el que fallas? — El panameño hizo un significativo gesto hacia el castillete de popa —. Ahí duerme el capitán, atacado de fiebres y comido por los gusanos hasta el punto de que apenas tiene fuerzas para sostener un arma, pero ni uno solo de estos coños e madre tendría cojones para alzarle la voz. — Sonrió como un conejo al concluir —: Aprende a mandar.
— ¿Y quién me enseña?
— Eso no lo enseñan ni en Salamanca, hijo. ¡Ni en Salamanca!
Al amanecer, el escocés llamó a Sebastián a su recámara.
— ¿Qué has decidido? — quiso saber.
— Me quedo con el barco.
— ¿Y la bandera?
— También.
— En ese caso, quédate de igual modo con mi nombre. Me harás un favor y te lo harás a ti mismo.
— ¿Por qué? — se sorprendió el margariteño.
— Porque si el capitán Jacaré Jack continúa asaltando barcos en el Caribe, a nadie se le ocurrirá relacionarlo con un rico indiano que regresa a Aberdeen. Y si un mal día te echan el guante, a nadie se le pasará por la cabeza la idea de que semejante «mocoso» barbilampiño pueda ser el mismo Jacaré Jack que lleva más de veinte años surcando los mares.
— ¡Muy astuto!
— Este barco navega mejor con viento de través.
— ¿Qué quiere decir con eso?
— Que la fuerza del viento empopado ayuda a todos por igual, pero la astucia de saber aprovechar cualquier viento sólo ayuda a los listos. — Le guiñó un ojo —. ¿Dónde tienes las perlas?
— En la isla.
— Pasaremos a recogerlas y me desembarcarás en Inglaterra. A partir de ese momento, el barco es tuyo.
— ¿En Inglaterra? — preguntó escandalizado Sebastián —. ¡Pero eso está…!
— Al sur de Escocia — le interrumpió el capitán Jack con humor —. Nada es perfecto. Ni siquiera mi patria… — Tendió la mano, que Sebastián estrechó con fuerza, y concluyó —: Esto es un trato, pero de momento será mejor mantenerlo en secreto. A algunos no vas a gustarle.
— ¿Como a quién?
— Eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo, y lo que importa es que no lo averigьes demasiado tarde… — Jacaré Jack hizo un leve ademán de despedida —. Y ahora pídele a Lucas que ponga rumbo a la isla y déjame descansar. Tal vez al saber que pronto estaré en casa concilie el sueño.
— ¿Aún tiene casa en Aberdeen?
El escocés negó con tristeza.
— Crecí en las calles y a los doce años me embarqué, pero cualquier casa que me compre allí será mi casa, aunque había una, en cuyo portal solía refugiarme por las noches, con la que siempre soñé. — Sonrió con amargura —. Para eso quiero tus perlas.
De regreso a cubierta Sebastián buscó a Lucas Castaño para transmitirle la orden del escocés, y el panameño se limitó a torcer apenas los labios en lo que pretendía ser una sonrisa burlona.
— ¿Vamos a buscar tus perlas?
— Es posible.
— Eso quiere decir que pronto tendremos nuevo capitán.
El aludido se encogió de hombros de un modo casi imperceptible.
— Es posible — admitió de nuevo.
— ¡Feliz singladura, muchacho! — fue la sincera respuesta del segundo de a bordo mientras le golpeaba con afecto la espalda —. Y toda la suerte del mundo. Vas a necesitarla…
Como si con ello diera por zanjado un tema trascendental en la vida del barco, alzó el rostro para gritarle al timonel de guardia.
— ¡Eh, tú, moro de los cojones! ¡Vira al noroeste! — Se volvió luego a dos hombres que jugaban a las cartas en un rincón de la cubierta para ordenar ásperamente —: Y vosotros, ¡atentos a la maniobra!
— ¿A qué viene ahora ese cambio de rumbo? — quiso saber uno de ellos, levantándose de mala gana en mitad de la partida.
— A que donde manda capitán no manda hijo de puta… ¿Más preguntas?
No hubo más preguntas, puesto que al fin y al cabo poco importaba qué rumbo siguieran siempre que el mar estuviera en calma, los vientos fueran propicios y no se avistara vela alguna en el horizonte.
La mayor parte de los barcos partían de algún puerto y se dirigían a alguna parte, con lo que la vida de cuantos iban a bordo se regía por unas reglas marcadas por la necesidad de alcanzar pronto o tarde dicho destino, pero el escurridizo Jacaré se limitaba a vagar de un lado a otro, listo a caer sobre una desprevenida víctima o a emprender rápida huida si el enemigo resultaba excesivamente poderoso, y eso hacía que el simple hecho de navegar constituyera una monótona forma de vida de la que no cabía esperar grandes sorpresas.
Atrapar una presa solía ser cuestión de horas, pero aguardar a que hiciese su aparición podía demorarse semanas e incluso meses, y ésa era la principal razón por la que los tripulantes del Jacaré se habían hecho a la idea de que la estilizada nave era su hogar, y la paciencia su aliada.
Comían, dormían, baldeaban cubiertas, charlaban o jugaban a las cartas conscientes de que en su duro oficio de piratas eran más los tiempos de rutina que los de acción y a tal punto llegaba su abandono que con harta frecuencia aquella desharrapada tripulación más parecía una simple panda de vagabundos que una auténtica cuadrilla de facinerosos capaz de mandar al fondo del mar a toda una escuadra.
Sebastián Heredia comenzó a analizarlos uno por uno tratando de hacerse una idea de a cuántos se vería obligado a desembarcar antes de que a cualquiera de ellos se le pasara por la mente la apetitosa idea de hundirle un cuchillo en la espalda para hacerse con el mando, y le dolió llegar al convencimiento de que si pretendía dormir tranquilo no le quedaría más remedio que prescindir de casi la mitad de sus hombres.
A la vista ya del seguro refugio de las Granadinas, se lo comentó al capitán, quien se limitó a hacer un significativo gesto con ambas manos, con el que pretendía demostrar su indiferencia.
— Desde el momento mismo en que el barco sea tuyo podrás hacer lo que te venga en gana — dijo —. Pero ten presente una cosa: si te libras de algunos, los demás comprenderán que lo has hecho por miedo, y en ese caso nunca podrás esperar de ellos más que traición. — Le propinó una afectuosa palmada en la mano, como a un hijo al que estuviera dándole sus últimos consejos, para continuar con idéntico tono —: Para ser capitán de un barco como éste hay que poner los cojones sobre la mesa desde el primer día, y si no crees estar en condiciones de hacerlo lo mejor es que renuncies mientras aún estás a tiempo.
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