Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— ¡Suerte, capitán! ¡El mando es suyo!

— ¡Suerte!

Descendió por última vez por la corta escala, se apoderó de los remos y comenzó a bogar de cara al navío hasta que las sombras de la noche se cerraron sobre él y no se escuchó más que el rítmico chapoteo del agua.

Al rato, llegó, lejano, como nacido de las tinieblas, un grito emitido por una garganta temblorosa.

— ¡¡Adiós…!! ¡¡Y buena caza…!!

— ¡¡Adiós, capitán…!! — replicaron sus hombres al unísono.

Cuando ya todo fue silencio y oscuridad, Sebastián Heredia Matamoros, el ahora flamante nuevo capitán Jacaré Jack dio su primera orden, que no admitía discusión posible.

— ¡Arriba el trapo! ¡Rumbo sursudoeste…!

Al cruzar frente al golfo de Vizcaya y el cabo de Finisterre se enfrentaron a una mar arbolada con rugientes vientos racheados que rolaban a su capricho, y fue aquélla una experiencia feroz e inolvidable para una tripulación habituada a otro tipo de climatologías, pero lo fue sobre todo para un navío concebido para muy diferentes condiciones de navegación.

A medianoche saltaron las bridas de hierro que aferraban en lo alto el «falso» palo de mesana al auténtico, y un gaviero se precipitó por la borda y desapareció en el acto en el momento en que intentaba cortar los cabos que sujetaban la vela que había caído al agua y se arrastraba formando una enorme bolsa que desestabilizaba la nave amenazando con hacerla zozobrar en cuanto un golpe de mar le llegara por la aleta contraria.

Fueron momentos de angustia en los que Sebastián Heredia tuvo que echar mano de todo su coraje para no perder los nervios, mientras que, por su parte, Lucas Castaño demostró una vez más que se trataba de un avezado marino que sabía cómo enfrentarse a cualquier situación sin perder la calma.

Se vieron obligados a arrojar al agua dos cañones que se habían destrincado de sus enganches y rodaban de un lado a otro amenazando con destrozar las bordas abriendo una vía de agua, y fue tanto el esfuerzo y tantos los golpes y caídas, que cuando al fin alcanzaron las costas de Portugal y amainó el temporal, se encontraban tan magullados que un simple pescador en un bote de remos podría haberlos derrotado en un abordaje.

— Ahora entiendo por qué la llaman la Costa de la Muerte — masculló Zafiro Burman observando las altas olas que quedaban atrás como si se tratara en verdad de un fantasma que pudiera perseguirles —. Eso no es un mar. ¡Es una hijoputada!

— Recuerdo un huracán cuando era niño — dijo el «recién estrenado» capitán Jacaré Jack —, y lo recuerdo como algo espantoso pese a que nos refugiamos en los sótanos del fortín de La Galera. Pero jamás se me ocurrió que pudiera lucharse contra algo parecido en mar abierto.

Tres días más tarde, cuando bordeaban ya mansamente las costas africanas, tomaron plena conciencia de que la nave estaba «tocada», y que se le iban abriendo bajo la línea de flotación pequeñas vías de agua que el carpintero intentaba reparar sobre la marcha con muy escaso éxito.

— Hay que sacar el barco a tierra y calafatearlo — sentenció al fin maese Bertrán, que parecía conocer cada cuaderna del Jacaré como si las hubiera tallado a mano personalmente —. En este estado no aguantará una travesía del océano.

— ¿Cuánto tiempo necesitarás? — quiso saber el margariteño.

— Por lo menos una semana.

Su nuevo capitán indicó con un gesto la costa baja y arenosa que se avistaba en la distancia por la banda de babor.

— No parece que ahí exista un lugar apropiado — sentenció —. Y es tierra de moros que nos cortarían el gaznate al menor descuido.

— En cuatro o cinco días avistaremos las Canarias — intervino Lucas Castaño —. Seguro que en alguna de sus islas encontraremos una playa solitaria en que trabajar.

— Tampoco me fío mucho de los canarios — sentenció Sebastián Heredia —. Probablemente deben de saber que la Casa ha puesto precio a nuestras cabezas, y el Jacaré es un barco inconfundible.

— Habrá que correr el riesgo — puntualizó maese Bertrán, seguro de sí mismo —. O eso, o muy pronto tendremos seis cuartas de agua en las sentinas.

No le faltaba razón, puesto que aunque los hombres se turnaban achicando hora tras hora, no parecía haber forma humana de bajar el nivel del agua, y eran tales los crujidos y lamentos que dejaba escapar el maltrecho navío en su andadura, que en el silencio de las noches invitaba a pensar que estaba a punto de lanzar el último suspiro para dejarse ir al fondo.

Por fin hizo su aparición en la distancia un oscuro promontorio, luego otro, y finalmente los altos acantilados del norte de Lanzarote, separados de las bajas playas de la diminuta isla de la Graciosa por un canal de no más de una milla de ancho, y pese a que el lugar parecía idóneo para sacar un barco a tierra, puesto que no se distinguía presencia humana alguna, el margariteño tenía plena conciencia de que si había soldados en la isla se enfrentaría a insalvables problemas a la hora de repeler un ataque.

Sus hombres eran buenos combatientes en mar abierto y sabían cómo encarar cualquier dificultad siempre que tuvieran la cubierta de un navío bajo sus pies, pero no tenía la menor idea de cómo reaccionarían al saber que no podían confiar en la rapidez y maniobrabilidad del Jacaré para sacarles de un apuro.

— Una semana es mucho tiempo… — se repetía una y otra vez observando con gesto de preocupación hacia lo alto de los acantilados —. ¡Mucho tiempo!

Por fin tomó la decisión de saltar a tierra acompañado por los cinco mejores tiradores de a bordo, dejando el mando del barco a Lucas Castaño con órdenes estrictas de levar anclas a la menor señal de peligro.

Al oscurecer botaron la chalupa, bordearon la última punta de barlovento de la isla y, ya de noche cerrada, fueron a atracar en una larga playa salpicada de altas dunas entre las que no tuvieron problemas para ocultar la embarcación.

El amanecer les sorprendió ya tierra adentro, y tumbados cuan largos eran entre unas rocas observaron sorprendidos la hostilidad de un paisaje árido y pedregoso que aparecía literalmente salpicado de altos conos volcánicos que le conferían un aspecto irreal, como de un planeta distante, puesto que el color de la tierra y su casi absoluta carencia de vegetación poco tenía en común con las Antillas, donde la mayoría de ellos había nacido o se había criado.

No se distinguían árboles, riachuelos, ni siquiera una minúscula pradera en que pudiera pastar un simple borrico, y el aire resultaba tan seco que obligaba a carraspear continuamente.

— ¡Qué extraño lugar! — masculló a espaldas de Sebastián alguien a quien debía costarle mucho trabajo imaginar una tierra sin selvas —. ¡Acojona!

Al poco les llegó, arrastrado por el viento, el lejano tañido de una campana, y se les antojó un sonido a todas luces incongruente, puesto que no parecía ser aquella tierra apropiada para que la habitaran más que lagartos.

Siguieron adelante con infinitas precauciones, y poco después divisaron, casi en equilibrio sobre el borde de uno de aquellos pelados volcanes dormidos, la amenazante silueta de una oscura fortaleza a cuyos pies se extendía un blanco villorrio dominado por una altiva iglesia de redonda cúpula.

— ¡Pues hay gente! — musitó incrédulo el mismo que había hablado anteriormente, quien parecía no dar crédito a sus propias palabras —. ¿De qué carajo viven?

— De milagro, supongo — replicó Sebastián.

Permanecieron el resto del día al acecho, sin distinguir ni aun de lejos la menor presencia humana, y sólo a la caída de la tarde, cuando el sol dejó de castigar las rocas, divisaron a un hombre que avanzaba muy despacio hacia ellos conduciendo del ronzal al más extraño animal que hubieran visto nunca.

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