Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Se le encogía el alma al comprender hasta qué punto la ambición humana superaba todas las barreras desde el momento en que había alguien capaz de echar vivo al agua a un muchachito enfermo con tal de cobrar las pocas libras que pudiera darle una compañía de seguros a cambio de su vida.

— Son ellos los que no merecen vivir — musitó para sí —. No merecen vivir a ningún precio.

Cerca ya del amanecer se escuchó un lejano lamento.

El serviola acudió a despertar a Lucas Castaño, y éste despertó a su vez al margariteño, quien ordenó de inmediato que se encendiesen luces, se echasen las chalupas al agua y se iniciara la búsqueda del posible náufrago.

Muy pronto lo localizaron. Se trataba de un negro gigantesco, pero tan extenuado y aterido que apenas lo subieron a bordo perdió el conocimiento, que no recuperó hasta bien entrada la mañana.

Su relato, balbuceado apenas en una extraña mezcla de inglés, español y portugués salpicada de gran cantidad de palabras nativas de algún perdido país africano, vino a corroborar lo dicho por el maltes, porque lo único que sacaron en claro fue que el capitán del barco había ordenado que lo arrojaran al agua en cuanto se dio cuenta de que padecía un imparable ataque de disentería.

Cuando pretendieron que les dijera cuánta gente se encontraba a bordo ni siquiera se sintió capaz de dar una cifra aproximada.

¡Muita! — fue todo lo que dijo —. ¡Muita people!

Sebastián Heredia regresó a su camareta, meditó sobre cuanto había oído, y por último asomó la cabeza al exterior para dar una orden seca y tajante:

— ¡Arriba los palos e izad todo el trapo! Vamos a darle caza a esos coño e madre.

No podía ser mucha la ventaja que el buque negrero les llevaba, pero no soplaba ni una brizna de viento, por lo que incluso la andadura de un navío tan ágil como el Jacaré resultaba desesperante, y cuando con más claridad lo advertían era al calcular el tiempo que tardaban en dejar atrás un cadáver desde el momento mismo en que lo avistaban en la distancia, hasta que se perdía de vista por la popa.

Al margariteño le vino de improviso a la mente una historia infantil que su madre solía contarle sobre un niño perdido en un bosque que iba dejando caer piedrecitas para encontrar así el camino de regreso.

El buque negrero dejaba tras su estela idéntico reguero, mostrando con total nitidez su ruta, y ésta resultaba tan absolutamente inconfundible que por fin el vigía de cofa gritó alborozado que distinguía un punto en el horizonte, rumbo al oeste.

Cerró sin embargo la noche sin que consiguieran darle alcance, y con la llegada de las tinieblas el perseguido viró bruscamente hacia el sur intentando evadirles, pero en esta ocasión una luna enorme y vengadora acudió prestamente en ayuda de los perseguidores, de forma tal que no les resultó difícil avistar al barco negrero poco antes de que consiguiera escabullirse por la amura de babor.

Ya de madrugada se colocaron a menos de una milla de su banda de estribor, por sotavento, con lo que al poco les llegó un hedor tan espantoso que más de uno de aquellos avezados marinos acostumbrados a soportar impávidos las más terribles tormentas a punto estuvo de vomitar.

— Pero ¿qué ocurre? — quiso saber Zafiro Burman —. ¿Qué peste es ésa?

— El perfume del negrero — replicó con absoluta calma el maltes —. Me persiguió durante meses pese a que tiré la ropa, me corté el pelo al cero y me bañé cien veces. Ya te dije que es el trabajo más miserable del planeta.

Aún no había hecho el sol su aparición sobre la línea del horizonte cuando el capitán Jacaré Jack ordenó izar la bandera del caimán y la calavera para lanzar un cañonazo de aviso ante la negra nave, que era, a juicio de todos los presentes, el armatoste más enorme, feo y poco maniobrable que hubiera surcado nunca los mares.

No se trataba de una goleta, un bergantín, una fragata o una corbeta, sino que parecía una especie de engendro a mitad de camino entre una antigua carabela y una carraca, aunque demasiado ancha de manga y corta de eslora, con tres palos asimétricos tanto por la altura como por la distancia entre ellos, irregular y deforme hasta el punto de que cabría suponer que en su construcción no se había utilizado plano alguno, sino que había ido surgiendo según se le antojaba al más inepto y chapucero de los carpinteros de ribera.

Por qué había decidido alguien botar aquel trasto resultaba de igual modo inexplicable, pero allí estaba, balanceándose pesadamente como si se encontrara en mitad de una tormenta, pese a que el océano semejaba ese día una balsa de aceite.

Su tripulación no hizo el menor gesto de intentar la huida o presentar batalla, por lo que el Jacaré se arboleó por estribor para que media docena de sus hombres saltaran a bordo con el mismo ánimo que si hubieran tenido que lanzarse de cabeza a una cloaca, ya que la peste a sudor, excrementos y orines recalentados era como una bofetada que golpeara con la fuerza de un mazazo.

Aquel barco era el infierno.

Visto desde dentro se comprendían, no obstante, los motivos que sus armadores habían tenido para construirlo de aquella absurda manera, puesto que en realidad no era un navío concebido para trasladarse de un lado a otro, sino una especie de gigantesco ataúd flotante diseñado para almacenar en sus cuatro bodegas superpuestas la mayor cantidad posible de esclavos en las peores condiciones imaginables.

Hombres, mujeres y niños aparecían tendidos cuan largos eran sobre gruesas tablas inclinadas lo justo para que sus orines y excrementos resbalaran libremente hasta el suelo, ya que se encontraban sujetos por los tobillos y las muñecas a gruesos grilletes de hierro, de tal forma que no tenían posibilidad humana de hacer el menor movimiento.

Se encontraban apiñados, hombro con hombro, y apenas un metro de altura separaba cada fila de la siguiente, todo ello bajo un calor que superaba los cincuenta grados, y tan faltos de aire que resultaba en verdad milagroso que uno solo de ellos se mantuviera con vida.

La igualmente hedionda tripulación la conformaban un capitán galés y doce individuos de aspecto infrahumano, y cuando les echaron agriamente en cara que trataran de forma tan cruel a aquellas pobres criaturas, el que los comandaba pareció sorprenderse.

— ¿Criaturas? — exclamó, estupefacto —. ¿De qué criaturas habla? ¡Sólo son negros!

— ¿Es que acaso los negros no son seres humanos?

— ¡En absoluto! — replicó el otro con desconcertante seguridad.

— ¿Qué son entonces?

— Esclavos.

— ¿Esclavos? ¿Sólo eso?

— Eran esclavos, los compramos como esclavos, y los llevamos a Jamaica para venderlos como esclavos. — El galés se encogió de hombros como si aquello lo explicara todo —. ¿Qué otra cosa pueden ser más que esclavos?

— Entiendo… ¿Cuántos hay?

— Salimos de Dakar con setecientos ochenta, pero unos cien han muerto por el camino.

— ¿Han muerto o los arrojasteis vivos al agua?

— ¿Qué más da? ¡Estaban enfermos! Al tirarlos al mar les ahorramos sufrimientos, porque se andaban cagando patas abajo. — El repugnante tipejo chasqueó la lengua con gesto despectivo —. Un esclavo con disentería no vale una libra y sólo trae problemas.

El flamante capitán Jacaré Jack meditó por un largo rato con la mano sobre la nariz en un vano intento de protegerse del hedor, y por último señaló al resto de la tripulación de aquella pestilente vergьenza flotante que irónicamente había sido bautizada con el absurdo nombre de Four Roses.

— ¿Ninguno de sus hombres sufre de disentería?

— No, que yo sepa… — se apresuró a replicar su interlocutor, visiblemente amoscado.

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