Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— Hace años que colaboro con mi hermano — dijo —. ¿En qué puedo ayudarle?

Aquélla era una circunstancia que el muchacho no había previsto en absoluto, y que tuvo la virtud de desconcertarle, no tanto por el hecho de que la persona con la que esperaba entrevistarse se encontraba ausente, sino sobre todo porque no tenía la menor idea de cómo plantearle la situación a una mujer.

— Volveré otro día — masculló al fin.

— Puede que mi hermano tarde en regresar — fue la áspera respuesta —. Si se encuentra enfermo más vale que me diga cuanto antes qué le ocurre.

— ¡No! No estoy enfermo — se apresuró a replicar el margariteño —. No se trata de mí.

— ¿De quién entonces?

Sebastián dudó.

— De un pariente — dijo al fin —. Alguien que necesita que le visiten cuanto antes.

— ¿Qué síntomas tiene?

— Gusanos.

— ¿Gusanos? — respondió la extraña mujer, un tanto desconcertada —. ¿Qué clase de gusanos? No serán por casualidad sututus, ¿verdad?

Ahora fue Sebastián el desconcertado; observó una vez más los inquietantes y casi transparentes ojos, se agitó incómodo y por último se encogió de hombros, admitiendo su ignorancia, y dijo:

— No tengo ni idea de lo que es un sututu.

— Son larvas diminutas que algunas moscas de las selvas de tierra adentro depositan sobre la piel de la espalda. ¿Su pariente vive en la selva?

El margariteño negó con un gesto.

— En el mar. Y no son larvas diminutas: son gusanos grandes y gordos que le salen de llagas malolientes que le cubren casi todo el cuerpo… ¡Un asco!

— ¡Ya…!

La mujer fue a tomar asiento en un banco de piedra, tendió la mano para que un enorme guacamayo rojo viniera a posarse mansamente en su antebrazo, hizo un leve ademán para que su visitante se acomodara en un banco vecino, y por unos instantes permaneció en silencio, meditando al tiempo que acariciaba la cabeza, del pajarraco, como si buscara en su memoria antecedentes de tales síntomas.

— Extraño — musitó al fin casi como si hablase consigo misma —. Muy extraño tratándose de un hombre de mar. — Agitó la cabeza en un gesto que evidenciaba aun más que sus propias palabras la magnitud de su desconcierto —. ¿Qué edad tiene? — quiso saber.

— Cuarenta y cinco años; tal vez cincuenta. No sabría decirle.

— Poco pariente parece si no sabe su edad, pero ése no es mi problema. — Le miró tan fijamente que parecía querer leer en el fondo de su mente —. ¿Nació en Europa o en las Indias?

— En Europa.

— ¿Qué parte de Europa?

— En algún lugar del norte… — fue la tímida respuesta de Sebastián, que buscaba no comprometerse —. No sé dónde exactamente.

La mujer tendió el brazo para que el ave se alejara en un corto vuelo hasta una rama próxima, y tras estudiar de nuevo a su interlocutor con aquella mirada, que parecía estar hurgando en lo más recóndito de su cerebro, acabó por mascullar con infinita calma al tiempo que lo tuteaba:

— Empiezo a sospechar que formas parte de alguno de esos barcos piratas que a menudo rondan por estas costas. O tal vez, lo que sería peor, de un corsario, pero te advierto que a mí, tanto una cosa como otra me tienen sin cuidado, porque lo que me preocupa es mi paciente, no su oficio… — Sonrió apenas, y su sonrisa resultaba en verdad muy atractiva —. ¿Pirata o corsario…? — inquirió por último.

— Pirata.

— Lo prefiero. Si quieres que te sea sincera, aborrezco la hipocresía de los corsarios. ¡Bien! — añadió como para sí misma —. Tendré que estudiar a fondo el tema de tu «pariente». ¿Cuándo podría verlo?

El muchacho negó con firmeza.

— El capitán no piensa poner el pie en tierra bajo ninguna circunstancia — señaló —. Entre la horca y los gusanos, prefiere los gusanos.

— Dale tiempo al tiempo — fue la irónica respuesta —. Si las cosas son como parecen, pronto preferirá la horca. — Se puso lentamente en pie, como dando por concluida la entrevista —. Necesito un par de días para consultar los libros y ver qué se puede hacer.

— ¿Y quién me garantiza que cuando vuelva no me estarán esperando los soldados?

Su interlocutora le observó despectivamente y se diría que le costaba aceptar que alguien fuera capaz de insinuar que pudiera traicionarle.

— Raquel Toledo — replicó al fin con manifiesta acritud —. Ten en cuenta que lo que me has dicho es como si se lo hubieras dicho a un sacerdote, y aunque no suelen ser gente de mi agrado, admito que saben guardar un secreto. Disfruta de la ciudad sin llamar la atención y regresa dentro de dos días.

Sebastián Heredia extrajo de la cintura un afilado cuchillo, rajó el buche del mero, mostró un puñado de hermosas perlas «de garbanzo» y dejó cinco sobre el banco de piedra.

— Esto es a modo de adelanto — dijo —. El resto, cuando haya curado al capitán.

— Yo no he dicho que vaya a curarlo — fue la seca respuesta —. Sólo que voy a intentarlo. Y ahora vete. — Cuando ya el muchacho se alejaba hacia el enorme portón, le chistó suavemente y añadió —: Y la próxima vez procura venir al oscurecer. No es bueno que vean a un pirata entrar y salir de mi casa a plena luz del día. — Sonrió burlona —. Aunque a decir verdad, tú más pareces seminarista que pirata.

El margariteño abandonó el enorme caserón entre desconcertado y ofendido, puesto que aún no tenía muy claro qué era lo que había ocurrido en el umbroso patio de los escandalosos guacamayos.

Esperaba encontrarse con un viejo judío de larga barba y nariz aguileña, tal vez parecido al ladino Samuel, el prestamista de La Asunción al que en más de una ocasión había tenido que recurrir su padre cuando los «placeres de perlas» no rendían lo esperado, pero he aquí que se había enfrentado a la mujer más inquietante y sorprendente que se hubiera echado a la cara a lo largo de su vida.

Aparte de las sencillas lugareñas de Juan Griego, Sebastián Heredia no había tenido relación en su vida más que con las alegres y descaradas prostitutas de los «cuarteles de invierno», y si pretendía ser sincero consigo mismo, jamás se le había pasado por la mente el hecho de que pudiera existir una mujer que leyera libros, entendiera de medicina y hablara con el aplomo y la seguridad con que Raquel Toledo lo hacía.

No era ya cuestión de un físico que resultaba a la vez atractivo y repelente, ni de la exquisita forma que tenía de pronunciar las palabras más simples con un levísimo acento exótico; era más bien como un aire de no pretendida pero incontestable superioridad, que obligaba a un mísero pescador de perlas margariteño reconvertido en pirata a abrigar de inmediato la impresión de que un insondable abismo separaba su propio mundo del de aquella criatura tan sumamente especial.

Fue a tomar asiento en el repecho de una de las murallas que dominaban la ancha playa salpicada de palmeras, y no pudo por menos que preguntarse si aquella tal Raquel Toledo, hermana de judío converso, judía conversa ella misma, no sería en realidad una de aquellas temibles brujas de las que tantas historias solían contarse a bordo del Jacaré durante las largas horas de inactividad.

Si sabía leer, no creía en Jesucristo, podía preparar misteriosas pócimas capaces de combatir a los recalcitrantes gusanos, y tenía al mismo tiempo unos ojos inquietantes y un cabello tan rubio que parecía casi blanco, estaba sin duda mucho más cerca de ser considerada una auténtica bruja de lo que habría podido estarlo cualquier otra criatura de la que el pobre muchacho hubiera oído hablar a lo largo de su corta existencia.

— No me gusta esto — musitó por fin para sus adentros —. No me gusta nada.

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