Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Un hombre atormentado que pasaba las noches en vela y los días mordiendo con fuerza su cachimba para no dejar escapar el menor lamento, no se encontraba a todas luces en condiciones de comandar a una tripulación de indeseables y aventureros, por lo que al amanecer de una agónica noche en que el capitán Jack pareció haber llegado a la conclusión de que la situación se le escapaba de las manos, mandó llamar al margariteño a la camareta de popa e indicándole con un gesto que cerrara la puerta a sus espaldas, le espetó sin más preámbulos:

— Te voy a encomendar una difícil misión.

— Lo que usted mande, capitán.

— Según Manoel Cintra, sólo existe un hombre en el mundo que pueda curarme; un médico que vive en Cartagena de Indias. Irás allí y me lo traerás.

— ¿Y cómo voy a convencerle?

— Como se convence a todo el mundo: con dinero. — Le tomó la mano y se la apretó con fuerza —. ¡Ofrécele lo que pida, pero tráemelo, porque estos malditos bichos me están matando!

El muchacho observó aquel rostro demacrado y aquel cuerpo enflaquecido y mustio que parecía pertenecer a un hombre que nada tuviera que ver con su antiguo capitán, y por último inquirió:

— Y ¿por qué me ha elegido a mí? ¿Por qué no envía a Lucas Castaño? Por lo que me ha contado, conoce bien Cartagena de Indias.

— Porque le necesito para que mantenga la disciplina a bordo. — Sonrió con una amarga mueca —. Y porque tú eres más listo.

— ¡Gracias!

— ¡No hay de qué! — Le apuntó directamente con un dedo que parecía un garfio —. Pero ten muy presente que tengo una tercera razón para escogerte.

— ¿Yes?

— Tu padre — replicó el escocés con absoluta naturalidad —. Se quedará a bordo, y si me traicionas le haré padecer todos los males del infierno. Te consta que sé cómo hacerlo.

— No tiene por qué recurrir a esa clase de amenazas — fue la entristecida respuesta —. Le debo mucho, y soy un hombre agradecido.

— Los cementerios se alimentan de gentes que confiaron en el agradecimiento ajeno, muchacho — señaló el escocés —. Hay quien opina que la mejor forma de agradecer un favor es una buena puñalada.

— Yo no.

— Así lo espero, pero por si llegan vientos de proa, tu padre se queda donde está… — Le golpeó repetidamente el antebrazo en lo que pretendía ser un intento de mostrarse amistoso —. Y ahora pídele a Lucas que ponga rumbo a Cartagena y te explique cuanto pueda sobre cómo desenvolverte allí.

Seis días más tarde fondearon en el corazón de las islas del Rosario, un bellísimo archipiélago de aguas cristalinas, playas de ensueño e islotes diminutos en los que el Creador debió de inspirarse a la hora de proporcionarle un confortable hogar a Adán y Eva, y tras botar una de las chalupas y llenarla casi hasta las bordas de toda clase de peces, el panameño señaló hacia el oeste.

— A unas cuatro horas de navegación, bordeando la costa, distinguirás una enorme bahía protegida por dos fuertes. Entra sin miedo y pon rumbo al puerto de pescadores, que es el que está a babor de un convento que se distingue en lo alto de todo, en lo que llaman la Popa, ya que se ve desde muy lejos. Vende el pescado pero recuerda que en las tripas del mero están las perlas. Desembarca con él, como si fuera un encargo, y encamínate directamente a una torre que verás al frente. Allí pregunta por la casa del judío Isaías Toledo. Todo el mundo la conoce.

Sebastián Heredia Matamoros obedeció al pie de la letra las indicaciones del segundo de a bordo, aunque al cruzar frente a los amenazantes cañones de los fuertes de San José y San Fernando, que guardaban una amplia ensenada en que habrían cabido cómodamente todas las escuadras del mundo y distinguir la severa presencia de los centinelas que le observaban junto a las baterías de gruesos cañones, no pudo evitar un cierto nerviosismo.

Poco después, al poner proa rumbo a la ciudad que se alzaba hacia el oeste y aproximarse a sus blancos edificios, dejó escapar una exclamación de asombro al distinguir con toda nitidez la maciza silueta de la majestuosa fortaleza de San Felipe, que dominaba por completo la ciudad y constituía, sin duda, la más prodigiosa construcción militar que nadie hubiera sido capaz de diseñar.

El tan temido fortín de La Galera, a cuyos pies había nacido y se había criado, se le antojó apenas algo más que una caseta de perro junto a aquella mole cuyos altos y gruesos muros se sucedían de modo escalonado, tan erizados de cañones que cabía imaginar que si en un momento dado disparasen al mismo tiempo no quedaría un solo metro cuadrado de la enorme bahía en que no cayese un proyectil.

Cartagena de Indias, la hermosísima ciudad que cada año atesoraba las infinitas riquezas que llegaban desde el último rincón del continente, a la espera de ser remitidas a Sevilla a bordo de la Gran Flota, había sido concebida por los ingenieros de cuatro generaciones de reyes españoles como la más gigantesca «caja fuerte» que el ser humano hubiera creado hasta ese momento, tan altiva e inexpugnable, que el solo hecho de navegar por las quietas aguas de su bahía constituía de por sí una experiencia inolvidable.

La parte de la ciudadela que daba a mar abierto se encontraba protegida por muros erizados de cañones que alcanzaban en ocasiones los veinte metros de anchura, pero por si ello no bastara, las pesadas piezas de largo alcance de San Felipe advertían al iluso de que intentar tomar por asalto Cartagena de Indias era tanto como intentar asaltar el infierno.

Miles de prisioneros se habían afanado día y noche durante más de un siglo para conseguir que las piedras encajaran entre sí con matemática precisión y era cosa sabida que nadie conocía exactamente cuántas recámaras secretas se ocultaban en el laberinto de unos pasadizos que se adentraban hasta las mismísimas entrañas de la tierra, llegando incluso a los lejanos sótanos del convento de los dominicos.

En realidad, la fortaleza de San Felipe constituía una segunda ciudad dentro de la ciudad; un postrer reducto inexpugnable por si se daba el caso de que el resto de las defensas flaqueaba, y era en lo más recóndito de sus mazmorras donde se guardaban durante meses los tesoros hasta que llegaba el momento de embarcarlos.

El puerto bullía de vida y agitación, de modo que nadie pareció reparar en la llegada de una pequeña barca de pesca, y tras malvender su carga regateando lo justo para no despertar sospechas, Sebastián Heredia metió en un viejo saco el pesado mero y se encaminó sin prisas hacia la torre que dominaba la entrada del puente.

Media hora después golpeaba el aldabón de una gruesa puerta que se abría al fondo de una estrecha callejuela a tiro de piedra del palacio del gobernador, y casi al instante le abrió un criado indígena que, tras observarle de arriba abajo, le dio paso a un frondoso patio en el que parloteaban una docena de multicolores guacamayos.

— Maese Isaías no está — fue todo lo que dijo —. Pero le atenderá su hermana.

Al cabo de unos instantes hizo su aparición la mujer de tez más pálida y cabellos más rubios que el margariteño hubiera visto nunca y aunque no podía decirse de ella que fuera particularmente hermosa, había «algo» en su forma de hablar y comportarse que llamaba la atención de forma irresistible, pues no cabía duda de que se trataba de una criatura singular y «diferente», que poco o nada tenía en común con las mujeres caribeñas.

Observó al recién llegado con una extraña mezcla de interés y desagrado ante lo desaliñado de su aspecto, y tras repetir que maese Isaías se encontraba de viaje, puntualizó que poseía los suficientes conocimientos como para atender cualquier demanda de tipo profesional.

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