— Debe de tener la edad de mi hija — fue la firme respuesta —. ¡Y al que se atreva a tocarla, lo castro! ¡Queda advertido!
El escocés le observó entrecerrando los ojos burlonamente, reflexionó unos segundos y concluyó por encogerse de hombros.
— ¡Está bien! — admitió —. Teniendo en cuenta que es lo primero que me pides, y que no me apetece la idea de mandar sobre una pandilla de castrados, te concederé ese deseo a condición de que no vuelvas a abrir la boca durante los próximos cinco años. — Pareció dar por concluida la discusión, y tomando por la muñeca a la lloriqueante marquesa de Antigua, la arrastró hacia su camareta del Jacaré al tiempo que exclamaba —: ¡Qué difícil resulta a veces esto de ser capitán pirata, señora! ¡Qué difícil!
La mujer le siguió enjugándose las lágrimas, aunque dando por bueno cualquier sacrificio con tal de salvar la vida del estúpido padre de sus hijos, mientras que por su parte Miguel Heredia trepaba al castillete de proa y se colocaba junto a la muchacha dejando bien a la vista su machete.
Lucas Castaño le entregó a Sebastián los dos pesados pistolones que lucía a la cintura e hizo un significativo gesto hacia lo alto.
— ¡Ve con él! — dijo —. Aquí hay mucho coño e madre capaz de arriesgarse a que lo castren si lo que está en juego es un buen virgo. ¡Yo tengo trabajo!
Fue, desde luego, un trabajo duro y para el que se vio obligado a pedir ayuda, puesto que no resultaba en absoluto sencillo ni agradable cortarle en frío la mano a un hombre y hacerle más tarde una «camisa a cuadros» en la espalda a toda una tripulación.
Sentado junto a su padre, y con las armas amartilladas, Sebastián Heredia Matamoros asistió impasible a la dura y amarga escena de callada violencia, puesto que pese a la ferocidad del castigo ninguna de las víctimas dejó escapar siquiera un lamento, a la par que de igual modo las mujeres se dejaban conducir como borregos a las camaretas de la oficialidad, por las que fueron desfilando uno tras otro la práctica totalidad de los ansiosos tripulantes del Jacaré.
Cuando al caer la tarde Lucas Castaño acudió a recuperar sus pistolas, Sebastián se limitó a musitar:
— No es justo.
El panameño le observó sorprendido.
— ¡Lo es, muchacho! ¡Lo es! — le contradijo —. Si esos godos de mierda nos hubieran vencido, a estas horas estaríamos sirviendo de pasto a los peces. Cuando iza bandera negra y el enemigo se rinde, el capitán respeta las leyes, y ni castiga ni viola ni mata. — Lanzó un escupitajo con el que pretendía demostrar la magnitud de su desprecio —. Pero si le juegan sucio responde de igual modo, y en eso siempre será el mejor.
Se dejó deslizar por una gruesa maroma hasta caer sobre la cubierta del Jacaré, y el margariteño se limitó a alzar el rostro hacia su padre.
— ¿Tú qué opinas? — quiso saber.
— Que tiene razón.
Sebastián se volvió por último hacia la pálida muchacha que no había hecho un solo movimiento, como si imaginara que de ese modo nadie repararía en su presencia, pero a cuyos pies se distinguía con nitidez un amplio charco de amarillentos orines que demostraba hasta qué punto le resultaba imposible contener su terror.
— ¿Cuántos años tienes? — quiso saber el margariteño.
Se diría que la sencilla pregunta tardaba horas en abrirse camino hasta el cerebro de la atontada criatura, que por último acertó a balbucear:
— Catorce.
— ¿De dónde eres?
— De Cuenca.
— Y ¿adonde vas?
— A Puerto Rico.
— ¿Por qué?
— Mi padre tiene un mesón en San Juan. Voy a reunirme con él porque mi madre murió.
El muchacho la observó, tan pálida y demacrada que parecía a punto de desmayarse, y le asaltó la curiosa sensación de que tal vez su hermana se le pareciese, aunque muy pronto cayó en la cuenta de que por tiempo que hubiese pasado y muchas vueltas que hubiera dado el mundo, la rebelde Celeste no habría podido cambiar hasta el punto de convertirse en un ser de apariencia tan vulnerable y frágil.
Celeste había demostrado siempre ser muy capaz de enfrentarse a cualquier chicuelo con una piedra en la mano, y por lo que recordaba de ella el margariteño habría podido jurar sin miedo a equivocarse que jamás se hubiera orinado encima bajo ninguna circunstancia.
Celeste tenía carácter.
Un carácter del diablo.
Aquella otra aterrorizada muchacha no era hermosa, y ni siquiera podía considerársele aún una mujer, pero había algo en su aparente desamparo — tal vez sus enormes y asustadizos ojos grises — que al parecer impulsaban a más de uno de aquellos brutales perros de mar a aferraría por la delgada cintura para arrastrarla hasta la más perdida de las camaretas, puesto que tal como solía asegurar Lucas Castaño, la virginidad era un bien escaso y, por lo tanto, apetecible.
En el momento justo en que el sol comenzaba a rozar la línea del horizonte, el capitán Jack ayudó a una marquesa envuelta en una sucia sábana a saltar a la cubierta del barco de su esposo, para gritar con el ronco vozarrón de las ocasiones especiales:
— ¡Quien no esté a bordo en cinco minutos acabará en San Juan de Puerto Rico! — Hizo una breve pausa y añadió —: ¡O en la horca!
En el galeón no había quedado absolutamente nada que pudiese valer un mal maravedí, por lo que cuando al fin ambos navíos se separaron, no era más que una triste caricatura de lo que había sido hasta la noche anterior.
Los hombres del Vendaval maldecían por lo bajo mientras se curaban los unos a los otros los latigazos de la espalda, al tiempo que las mujeres intentaban consolarse por haber tenido que soportar en silencio que toda una pandilla de salvajes las utilizaran a su capricho y hasta la saciedad.
Cuando al fin el Jacaré se perdió de vista en la distancia, no existía imagen más desoladora en el mundo que la del desarbolado navío que se mecía mansamente bajo un oscuro cielo cada vez más plomizo.
Poco tiempo después el capitán comenzó a «agusanarse».
Sin que nadie pudiera conocer exactamente las causas, se le fueron abriendo una tras otra llagas supurantes, y pese a la infinidad de mejunjes y pomadas que se aplicó, nada pudo evitar que al cabo de un tiempo diminutos gusanos blancos hicieran su aparición entre una carne tumefacta y maloliente, lo que obligaba a pensar en un extraño cadáver que hubiera decidido descomponerse mientras aún se encontraba en condiciones de hablar y maldecir.
— ¡Debe de ser cosa de la jodida marquesa…! — insistía una y otra vez rechinando los dientes mientras el solícito portugués Manoel Cintra, que solía hacer las veces de «cirujano» de a bordo, le aplicaba sus dolorosos e inútiles ungьentos —. ¡Estaría podrida la muy puta!
Fuera por culpa de una enfermedad venérea o de cualquier desconocido parásito tropical que hubiera decidido desovar en sus heridas, lo cierto era que el antaño bromista y valiente pirata se fue transformando a ojos vista en un ser airado y temeroso, que se rebelaba abiertamente contra la idea de acabar devorado por tan repugnantes criaturas.
— Siempre acepté la posibilidad de que me mataran durante un abordaje — decía —. E incluso que me ahorcaran en caso de que consiguieran ponerme la mano encima, ya que al fin y al cabo ése suele ser un final glorioso para quienes se dedican a este duro oficio. Pero pudrirme en vida… ¡Dios! ¡Eso sí que nunca lo hubiera imaginado!
Cuando Sebastián quiso saber la razón por la que consideraba que morir ahorcado podía constituir de alguna forma «un final glorioso», la respuesta del malhumorado capitán fue firme y tajante.
— Porque si no existiera el riesgo de acabar en la horca, cualquier mendrugo se metería a pirata, con lo que estas aguas se encontrarían infestadas de cagones. Quien está dispuesto a matar tiene que estar, ante todo, dispuesto a morir… — Hizo un breve gesto hacia sus heridas —. Pero no de este modo.
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