Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—Nuestro país le debe mucho amigo mío —le dijo nada más franquear la puerta de su despacho—. Ha dado un gran paso en su carrera, y no será el último. Le aseguro que junto a mí le espera un gran futuro.

El agente permanecía en posición de firmes ante su superior. En la mano derecha portaba una caja de madera, cosa que no pasó desapercibida para Álvarez.

—¿Es eso?

El director de Operaciones alargó la mano y Javier se la entregó.

—Estamos muy contentos por el magnífico trabajo que ha hecho en esta... ¡Esto qué es!

No contenía nada.

La inglesa conducía el coche por la A-4. Se sentía preocupada por el médico, le encontraba cansado y torpe en la manera de expresarse, como si no pudiera o no quisiera comunicarse. La desaparición de Javier no le había hecho ningún bien. Recordó su semblante pálido al regresar al coche y no encontrarle ni tampoco el cofre; ella, reconocía ahora, tampoco ayudó mucho, le recriminó la confianza que había depositado en el agente y le confesó que nunca se había fiado de él, ¡¿cómo iba a hacerlo?! Desde el principio, le dijo, sólo quería el documento, no estaba allí por otra cosa. Al médico las palabras de Alex le hirieron. Ahora se daba cuenta.

Le dirigió una mirada llena de ternura. Parecía un niño acobardado después de una travesura.

—¿Te encuentras mejor?

El médico asintió sin devolverle la mirada.

—Javier hizo lo mejor. Era la única manera de que ganáramos tiempo para Silvia.

La organización terrorista los había citado en la mezquita de Sidi Embarek a las once de la mañana. Faltaban aún treinta horas, tiempo suficiente para componer un plan, y sin embargo ninguno de los dos sabía por dónde comenzar.

—Podíamos pedir ayuda a la policía.

—No, sería arriesgado para Silvia.

—No contamos con Javier. Él sabría qué hacer.

El doctor Salvatierra sonrió.

—¿Has cambiado de opinión acerca de él?

—Bueno, al final ha demostrado su lealtad..., además, debo reconocer que con él cerca me sentía más segura, aunque parezca un niñato.

Al médico aquella ocurrencia de Alex le pareció graciosa.

—Sí, era como tener un guardaespaldas para ti sólo.

—Por eso lo digo. Sin él no tenemos opciones.

—¡Basta! Ya está bien de lloriqueos. —El doctor se enderezó en el asiento y la miró a la cara—. Han asaltado tu casa, nos han perseguido por media Europa, han intentado asesinarnos y nos hemos visto inmersos en la búsqueda de algo que probablemente sea el descubrimiento más importante desde la penicilina... Creo que ya hemos pasado nuestra prueba de fuego, estamos preparados para enfrentarnos solos a cualquier cosa.

La inglesa enmudeció. Nunca había visto al médico con tanta decisión. Es verdad que sólo lo conocía hace poco, pero creía que se había hecho una idea bastante ajustada en ese tiempo. Ahora comprobaba que no era así.

—De acuerdo, doctor. Yo seré M y tú Mr. Bond . ¿Te parece bien?

—Prefiero ser Jack Ryan . Siempre me ha gustado más Harrison Ford —replicó, siguiéndole el juego.

—¿Quién? —Preguntó Alex con una mueca de sorpresa.

—Un espía de las novelas de Tom Clancy.

Alex le sonrió. Le gustaba su ternura, era un buen hombre casi sin proponérselo, con él todo parecía menos enrevesado, quizá tuviera razón y sólo era cuestión de determinación. ¿Qué estará pensando ahora? El médico se había recostado en su asiento y deambulaba la mirada por el paisaje en su lado del coche. De repente Alex recordó el manuscrito.

—¿Por qué no los abrimos?

El doctor se giró con el rostro serio. Sabía que tarde o temprano ella lo sugeriría pero por primera vez tenía conciencia clara de lo que debía hacer. Era como una revelación. Le había llegado de pronto mientras oía a Alex preguntar.

—Es demasiado peligroso. No podemos asumir ese riesgo —sentenció.

La inglesa no entendía qué quería decir. Llevaban tantos días detrás de ese documento que creía que se había ganado de sobra la oportunidad de conocer el contenido.

—Sé que no lo comprendes Alex... —Reflexionó un momento y luego añadió—. Hay mucha gente dispuesta a matar para conocer el contenido de este pergamino. Imagina que lo abrimos, si el documento es destruido antes de ser revelado no descansarán hasta introducirse en nuestra mente para robarnos nuestros recuerdos. No te fabriques una inseguridad de la que no sabes si podrás defenderte.

Alex sabía que tenía razón. O respetaban el secreto del médico persa o jamás estarían a salvo o, al menos, nunca se sentirían seguros del todo. El doctor recordó las palabras del monje en Silos: Usted hará lo correcto cuando llegue el momento . Aquellas palabras le reconfortaron, hacía lo apropiado.

Sawford no comprendía lo que sucedía. Álvarez les había mantenido informado del viaje de su agente hasta Valdeande y, de pronto, cuando posiblemente había obtenido lo que andaban buscando, el espía aparecía en Madrid. El director de Operaciones del CNI se justificó alegando que Simón Salvatierra y Alex Anderson habían burlado la vigilancia del agente desapareciendo con el documento. Aunque nadie le había creído, en el gabinete de crisis montado en las oficinas del MI6 Sawford y Eagan se lanzaban imprecaciones como si uno de los dos hubiera fallado, hasta que ambos entendieron que sólo podía existir un responsable: Álvarez. Les estaba tomando el pelo.

El director del MI6 ordenó con brusquedad que le comunicasen con el director de Operaciones del CNI español. La videoconferencia se estableció inmediatamente.

—¿Me puedes decir qué demonios está pasando? —Sawford no estaba para diplomacias.

—¿No ha llegado mi correo? —preguntó Álvarez.

El jefe de los espías británicos no estaba para lindezas.

—Me quieres decir que un agente con un entrenamiento que ha costado miles de euros al erario público ha extraviado a sus objetivos inocentemente... Buff.

El español no se arredró.

—Sí. Así es. El doctor Salvatierra pretende salvar a su esposa y para ello sólo cuenta con el manuscrito. Los árabes de Al Qaeda lo entregarán a cambio de la vida de su mujer.

El director del MI6 trató de aplacar su mal humor. En todo aquello había gato encerrado.

—Al menos sabremos hacia dónde se dirigen.

—El agente lo desconoce. Al Qaeda se comunicó con el doctor a través de su móvil, y el médico no desveló nada acerca del lugar del intercambio. Parece que no se fía de nadie.

—De acuerdo, de acuerdo. Ahora no es momento de explicaciones, debemos recuperar la pista. Pon a tu hombre a trabajar con los nuestros.

Álvarez carraspeó nervioso.

—¿Qué ocurre?

—Sawford, mi agente ha abandonado el servicio.

Atravesaron las puertas del hotel a última hora de la tarde. El cansancio les dominaba después del extenuante viaje hasta Ceuta de modo que el doctor Salvatierra se dirigió al recepcionista y pidió dos habitaciones, insistiendo en que estuvieran lo más cerca posible. Luego apoyó los codos en el mostrador de recepción y se giró. Podía observar la entrada al edificio, un establecimiento hotelero de cuatro estrellas llamado La Muralla , en el barco le habían asegurado que era el mejor de la ciudad. Un hombre alto con gafas de sol pese a haber anochecido empujó las puertas batientes, el médico se mantuvo en una actitud expectante como si esperase alguna sorpresa; su pulso se aceleró, lo notaba en el pecho. El individuo echó una ojeada rápida y después pasó cerca de ellos sin dirigirles la mirada y se perdió en el recodo de un pasillo. Falsa alarma, nadie está observando. Aún así perseveró en la vigilancia hasta que Alex le encajó un codazo en el costado. El recepcionista le pedía una tarjeta de crédito.

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