Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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Extrajo su cartera de uno de los bolsillos traseros del pantalón y la abrió, sabía que Javier no lo aprobaría pero no disponían de otro medio para costearse el viaje. Debía recurrir a las tarjetas, de todas formas ya lo había hecho durante el camino.

La inglesa rió ante una pregunta del recepcionista aunque el médico no alcanzó a oírla, y acabó de rellenar la filiación de ambos. Un minuto después caminaban por un pasillo de losas rojas y paredes blancas en dirección a las habitaciones que les habían asignado.

—Qué te parece, doctor, nos querían dar la suite nupcial. Si cuando digo que estás en forma...

El médico esbozó una medio sonrisa.

—Creo que antes de dormir, tomaré algo en el restaurante y daré un paseo por la ciudad —anunció el médico—. Necesito despejarme.

Alex hubiera preferido descansar, si bien no podía permitir que el doctor Salvatierra se perdiera por las calles de Ceuta la víspera del intercambio.

—A mí también me apetece. Si te parece, te acompaño.

El doctor asintió sin demasiada efusividad. Se sentía fatigado, sin embargo su cabeza hervía de dudas y temores ante lo que podía ocurrir la mañana siguiente; no iba a ser capaz de conciliar el sueño, ¿para qué encerrarse pronto? En realidad, lo último que deseaba en ese momento era estar solo.

Una hora más tarde se encontraron en el restaurante. Los dos parecían algo más recuperados, no pudieron cambiarse de ropa aunque sí disfrutar de una ducha caliente que destensó sus músculos y les sirvió de válvula de escape.

El médico la miraba fijamente.

—¿Qué ocurre?

—Quién me iba a decir hace unos días que hoy me encontraría en un hotel de lujo acompañado de una bella señorita, y en este marco de romanticismo. —Señaló las mesas de manteles blancos iluminadas por alargadas velas que dotaban a la sala de una atmósfera sensual.

Alex rió con ganas, como si el mundo fuera de nuevo un lugar transitable, como si las voces apagadas de su padre y el inspector la acompañaran todavía, como si el tiempo hubiera retrocedido y con él sus amarguras. Quería olvidar los malos momentos de los días pasados. Ansiaba evadirse y llegar a pensar que todo había sido una pesadilla, que su padre seguía en San Petersburgo y que jamás había conocido a ningún inspector de Scotland Yard.

—Que galante te has vuelto de repente.

El doctor le guiñó un ojo.

—Ahora que estamos en mi país, y si no te parece mal, me voy a encargar de los platos. ¿De acuerdo?

El camarero esperaba ante la mesa.

—Por supuesto, pide lo que estimes conveniente. Nada muy pesado, por favor.

—¿Qué tenéis que no sea muy lento de digerir?, ¿algo típico de la zona? —Preguntó al camarero.

—Pescado fresco, tenemos el Mediterráneo aquí al ladito. Les puedo ofrecer aguja palá , rodaballo, mero, atún y gallo. También pueden degustar coquinas, bogavante y langosta.

El doctor reflexionaba acerca del menú.

—En cuanto a carnes, les podría poner unos pinchitos morunos, además de solomillo y entrecot.

—¿Qué es eso de aguja palá ?

—Pez espada. Aquí la llamamos así.

—Muy bien. Pónganos aguja palá para los dos... una para los dos. Ah, traiga también unas barras de pinchos morunos. No ponga mucha cantidad, sólo es para que mi amiga los pruebe.

—¿Le parece bien media docena?

El médico asintió. Luego se dirigió a Alex.

—Los pinchos morunos son la especialidad de la ciudad.

Alex no contestó. Contemplaba el jardín y, detrás, la piscina iluminada. Aquel lugar era encantador. Lástima las circunstancias, se dijo. ¿Qué le habrá sucedido a Javier? Desde luego su acción no habrá gustado nada a sus jefes. Lo cierto es que ahora pensaba que le había juzgado mal. Él ocultó que su objetivo era apropiarse del manuscrito pero ella tampoco fue leal, admitió; desde el principio no pretendió otra cosa que vengarse, la esposa del médico sólo fue una excusa. Ahora se dolía de ello, el doctor Salvatierra la había tratado con una enorme ternura, jera tan difícil olvidar el asesinato!

Durante el resto de la cena ninguno de los dos estuvo especialmente hablador. El médico intentó propiciar alguna que otra conversación de vez en cuando, aunque una y otra vez el tema acababa derivando en el manuscrito, y lo último que querían ambos era hablar sobre las circunstancias que les habían hecho conocerse. En Alex aún estaban recientes las heridas causadas por la muerte de su padre y de Jeff. Temía que si se permitía pensar demasiado en ello acabaría por derrumbarse.

—¿Te ha gustado? —Le preguntó el médico.

—Ah..., sí, sí. —A Alex le costaba centrarse aquella noche—. Me ha encantado. Sobre todo los pinchos morunos, no se parecen a nada de lo que haya probado.

El doctor sonrió satisfecho.

—Los condimentan con especias morunas. Son difíciles de encontrar, aunque en Madrid existen un par de sitios donde los preparan estupendamente —susurró con un guiño—. Bueno, y ahora toca el turno del paseo. ¿Me acompañas o te has decidido ya a volver a tu habitación? Si lo haces por mí, no tienes por qué. Estoy un poco más relajado, sólo necesito airearme un poco, eso es todo.

La inglesa le cogió del brazo.

—No me perdería por nada del mundo un paseo bajo las estrellas contigo.

—Esta vez la galante has sido tú —replicó el médico con una sonrisa bobalicona en su cara.

Abandonaron el hotel sin preguntar por ningún sitio en concreto. Caminaron despacio bajo unas esbeltas palmeras situadas entre dos enormes iglesias. Al médico le trajeron recuerdos de su juventud con Silvia. Dedicaron muchos esfuerzos a sus respectivas carreras pero pudieron viajar: el Congo, Terra Nova, Chile. Todo cambió con el nacimiento de David y el progreso de su esposa en las investigaciones. El médico suspiró y se estrechó contra el cuerpo de Alex. Un poco más adelante se dieron de bruces con un puerto deportivo, decenas de yates amarrados a los pantanales competían en lujo y exuberancia. La memoria de Alex retrocedió de pronto a aquel muelle de Plymouth y a David. Se preguntó qué habría sido de él.

—Sigamos caminando, doctor —rogó. No podía soportar el recuerdo.

Más tarde decidieron detenerse en una especie de castillo medieval levantado en mitad de la ciudad de espaldas al mar. No parecía que fuese muy antiguo, más bien al contrario.

—¿Qué es esto?

Estaba construido a base de sillares irregulares y había sido circundado por un muro de unos tres metros de altura. Se acercaron hasta las escaleras de acceso al recinto, que morían en un pequeño puente de madera que comunicaba con la entrada al edificio. Varios focos iluminaban las almenas y ventanas de fragmentados cristales coloridos, confiriendo al inmueble una apariencia de cuento de hadas. Alex ascendió los peldaños y se asomó. Lo que vio la dejó paralizada. El castillo poseía un foso, una especie de piscina de aguas cristalinas que irradiaba una luz amarillenta, junto a la piscina unas estilizadas palmeras cual vergel caribeño y por aquí y por allá enormes rocas a modo de rompientes marítimos cercando las aguas. La inglesa se adentró en el puente. La piscina, que en la base del castillo era sólo un delgado corredor iluminado, se convertía a ambos lados en un enorme estanque. Y, al fondo, coronando una montaña que cobija a la ciudad una fortaleza de luz.

—Es grandioso —dijo Alex con timidez, casi con temor a romper el hechizo.

—Lo diseñó un artista canario muy famoso, César Manrique.

El médico la había seguido un par de minutos después.

—Lo indica una placa en la fachada, al pie de las escaleras. Se llama Parque Marítimo del Mediterráneo . Y la verdad es que no es un título nada pomposo.

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