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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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Pasaron al interior del castillo y se encontraron con una sala de casino. No se lo esperaban. El aspecto exterior del medievo frente a los naipes, la ruleta, el black jack . Alex soltó una carcajada.

—Te juro que pensé que nos encontraríamos con una especie de bar de época o algo así.

—Bueno, esto tampoco está tan mal, ¿no?

La inglesa pidió un gin tonic de Beefeater y el doctor Salvatierra un güisqui con hielo. Deambularon por las mesas un rato sin resolverse a apostar, ninguno de los dos se sentía demasiado atraído por el juego aquella noche.

—Es tarde, y mañana debemos estar bien alertas —recordó Alex más tarde.

El médico asintió, pagó la cuenta y la cogió del brazo. Cuando salieron al exterior trataron de coger un taxi pero a esas horas la calle aparecía desierta, caminaron en la dirección que confiaban fuera la correcta y luego torcieron a la derecha. Al pasar por delante de un callejón oscuro Alex intuyó que algo no marchaba bien.

Caminaron un centenar de metros hasta que la sensación de que les seguían se hizo patente.

—Entremos ahí —recomendó la inglesa.

Se metieron en un entramado de casitas blancas repleto de bares y pubs nocturnos, y se internaron en uno cualquiera. El médico apretaba nervioso la mano de Alex. Pidieron una copa y se sentaron en la mesa más cercana a la ventana. La penumbra del local les permitía ver la calle sin dificultad. No pasó un minuto cuando advirtieron la sombra de una persona recortada contra la luz de una farola.

—¿Qué hacemos? —El médico sentía que su pulso se aceleraba. No podía acostumbrarse a esta sensación de peligro.

Alex se levantó y se acercó a la barra. Unos segundos más tarde volvió a su asiento.

—¿Qué has hecho?

—Le he dicho al camarero que están tratando de robar en un coche ahí fuera. Va a llamar a la Policía.

El doctor sonrió.

—Chica lista.

Al poco se oyeron las sirenas de la Policía. Se armó un barullo fuera y la figura que esperaba desapareció. Ese fue el momento que el médico y la inglesa aguardaban para salir y escabullirse.

La sombra furtiva que les había seguido desde que salieron del hotel volvió a su casa. Allí le esperaba Jaliff.

—¿Y bien?

—Son dos: un hombre mayor y una mujer joven.

—¿No les acompaña otro hombre joven?

—No.

—De acuerdo. Has hecho bien tu trabajo —dijo el terrorista—. ¿Y tu hermano? ¿Cuándo vuelve?

Miró el reloj.

—Ya debería estar aquí, ¿no te parece?

La célula que operaba en Ceuta estaba formada por cuatro individuos con muchas ganas pero sin formación ni capacidades para trabajar en la organización. Su función consistía en tener los oídos abiertos cuando era necesario, poco más que eso. En el argot de los terroristas son durmientes.

—Regresará pronto. Es tan buen seguidor de las enseñanzas de Mahoma como yo mismo. Te aseguro, hermano, que no fallará. Todo estará a punto para la operación de mañana.

Jaliff asintió con cara de preocupación. No le gustaban los aficionados.

—Más os vale. Alá no perdona a los cobardes.

El terrorista se sentó frente al durmiente y sacó su arma de forma ostentosa. Quería que él la contemplara, que se regodeara en sus líneas, que le quemasen las manos por cogerla. En los ojos podía ver su ansiedad, su deseo de empuñarla.

Más tarde les entregaría otras parecidas a él y a sus tres hermanos.

Cuando Álvarez descubrió las intenciones de su agente, ya era tarde. El médico y la inglesa iban camino de Ceuta. El director de Operaciones del CNI no tenía mucho tiempo para decidir qué hacer, menos mal que Dávila había colaborado, al menos sabía hacia dónde se dirigían. Hay que actuar con sigilo y rapidez.

—Haz los preparativos, nos vamos para Algeciras. Debemos estar a primera hora de mañana en Ceuta. Elige a dos hombres de confianza y los pones al corriente.

El ayudante dudó un momento.

—¿Qué ocurre?

—¿El agente conocía el lugar hacia dónde se dirigían?

El director de Operaciones del CNI frunció el entrecejo.

—Haz lo que te he dicho.

El ayudante asintió confuso y se volvió, y cuando iba a salir se giró de nuevo hacia su jefe.

—¿Qué hacemos con Dávila?

Álvarez fijó una mirada dura en los ojos de su ayudante mientras daba vueltas al anillo alrededor de su dedo anular.

—Eso déjamelo a mí.

Después levantó el auricular del teléfono y marcó un número.

—Soy yo. Mañana tienes que estar en Ceuta.

—¿Los veré allí?

—Sí. Busca la mezquita de Sidi Embarek. A las once. Lleva el receptor que te proporcioné.

—No sé si estoy listo para...

—No tenemos otra opción —aseguró

—Será doloroso.

—Tal vez pero eres un hombre. Ya es hora de que te enfrentes a ello. —Álvarez fue a colgar cuando se detuvo—. Una cosa más, no actúes hasta que sea necesario, no nos conviene adelantarnos.

Al otro lado del hilo telefónico se oyó un clic. Habían colgado.

Capítulo XIV

Elmédico despertó muy temprano. Apenas había podido descansar, una pesadilla recurrente le estuvo perturbando el sueño hasta conseguir que se levantara con el cuerpo envuelto en sudor. Medio incorporado en la cama, con la respiración fatigosa y una sensación de angustia en la boca del estómago, recordaba retazos de la pesadilla que le había atormentado. Silvia se alejaba arrastrada por sombras que le tapaban la boca para que no pudiera gritar, David se hundía en un mar negro, como de chocolate, después emergía y pedía ayuda estirando los brazos y las manos, más tarde contemplaba perfectamente a Javier, con la pistola en la mano, dirigiéndose el cañón hacia la sien derecha mientras le brotaban lágrimas rojas como la sangre. Pero lo más enigmático se presentaba al final, Silvia reaparecía rodeada todavía de sombras y le gritaba, sin embargo no podía oír nada, sólo contemplaba sus labios moverse en un silencio estrepitoso que se interrumpía por una voz que no sabía decir de dónde venía y que repetía una y otra vez: Eres la solución, eres la piedra angular, sin ti todo se acabaría... , y así varias veces hasta que la imagen se fundía en el mismo mar negro de antes y todo comenzaba de nuevo.

Miró hacia la pared de enfrente. El reloj luminiscente reflejaba las siete y media. Aún era pronto para molestar a Alex. Decidió que sería mejor desayunar en la habitación; llamó a recepción y pidió tostadas, zumo de naranja y café, y después tomó una ducha larga para relajar los músculos. Mientras se secaba oyó unos golpes en la puerta. Supuso que era el desayuno y para su sorpresa se encontró con Alex, aunque acompañada por el camarero.

—Veo que no me ibas a esperar para desayunar.

—Pensé que aún seguirías durmiendo. Todavía faltan varias horas para nuestra cita.

Entró sin ser invitada.

—No podía dormir. Además, recuerda que soy inglesa. Vosotros, los latinos, os levantáis muy tarde siempre.

El camarero fue a dejar la bandeja en el salón de la suite cuando el médico le interrumpió.

—No la deje ahí. Póngala dentro, en el dormitorio. —Luego se dirigió a Alex—. ¿Qué quieres desayunar?

—Lo habitual: huevos, bacon, tortitas, zumo de pomelo y un café bien cargado.

—Ya ha oído a la señora. Tráigale lo que ha pedido.

—Como ordene el señor.

Alex se acomodó en una silla y tomó una de las tostadas y el zumo que habían traído para el médico.

—Ahora te daré una de las mías —bromeó.

El médico se sentó frente a ella con una sonrisa, cogió otra tostada y el café. Ninguno de los dos parecía querer iniciar la conversación que tenían pendiente desde la noche anterior. Ambos se hacían preguntas acerca de aquel que les había seguido unas horas antes. ¿Fueron imaginaciones? ¿Estaban paranoicos? La sensación de estar en peligro sobrevolaba por la habitación. No obstante, era mejor soslayarla si querían mantenerse lo suficientemente fríos.

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