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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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Alex echó un vistazo alrededor. Sobre una de las mesitas de noche, la bolsa de cuero con el manuscrito. El médico no había querido desprenderse del documento. Era mejor que él lo guardase, ella se hubiera visto tentada a leerlo. Estuvo unos segundos pensando en aquello, entretanto el doctor Salvatierra había cogido el cuchillo en una mano y el pan en la otra, parecía haber olvidado qué tenía que hacer.

—Déjame que te eche una mano —le dijo al tiempo que agarraba el cuchillo y el pan. Alex lamentaba que el agente del CNI no les hubiera acompañado, él parecía saber siempre cómo ayudar al médico.

—Deberíamos ir pronto a la mezquita. ¡Te parece bien?

Alex asintió.

—Tengo dudas —dijo de improviso el médico.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que debo hacer.

—Hablemos —respondió la inglesa.

Eran las 08:30 horas. Faltaban dos horas y treinta minutos para el intercambio.

Nasiff aparcó la furgoneta en el acceso inferior a la mezquita. La noche anterior el terrorista había simulado ser un hombre de negocios camino de Argelia para embaucar al imán y a su ayudante. Ninguno de los dos detectó el engaño. Según les dijo, había oído hablar gratamente de este centro de rezos, lamentablemente debía marcharse sobre las doce del mediodía del día siguiente. El supuesto hombre de negocios dejó caer que algunos de los productos que transportaba tal vez pudieran quedarse definitivamente en Ceuta si accedían a sus ruegos. Por supuesto, el imán aceptó. No sólo aceptó, sino que además se ofreció para hacer de guía.

Accedió a la mezquita a las nueve de la mañana. Saludó al imán con los besos de rigor y le preguntó por su ayudante. El religioso le dijo que no vendría esa mañana porque su padre había enfermado repentinamente.

—La familia es el mayor bien del hombre. Nos protege y nos enseña a caminar en la senda de Alá... —El imán hablaba sosegadamente. Parecía disponer de toda la eternidad para exponer su conocimiento espiritual.

El terrorista no tenía tanto tiempo y le interrumpió cuando iba a alargarse sobre las interpretaciones coránicas acerca de la familia.

—¿Entonces estamos solos?

—Sí, hermano. Podrás contemplar la mezquita y orar a Alá sin limitaciones.

Nasiff no necesitaba más. Sacó su arma y le disparó en la cabeza. A continuación arrastró el cuerpo a una pequeña habitación lateral y lo escondió lo mejor que pudo. Era jueves y el rezo no se celebraría hasta el viernes, para entonces los terroristas estarían lo bastante lejos.

Eran las 09:15 horas. Faltaba una hora y cuarenta y cinco minutos para el intercambio.

Sawford y Eagan descendieron del avión con prisas. Detrás, cinco hombres les seguían de cerca. En el pequeño aeropuerto de Gibraltar fueron recibidos por un alto cargo del Foreing Office para proporcionarles un vehículo y la documentación que necesitarían al otro lado de la verja. El director del MI6 se acariciaba las manos nervioso. Habían contado con mucha suerte, si no es por el rastro de la tarjeta de crédito del doctor Salvatierra no los hubieran encontrado con tanta rapidez. Según la información que recibió en pleno vuelo, el CNI había enviado agentes tras la pista de Anderson y el médico.

Eagan intentó tranquilizarlo aunque en su fuero interno le culpaba del retraso. Es más, le hubiera dicho el consabido «ya te lo dije» si no fuera porque había sido invitado a la operación pese a que su jurisdicción empezaba y acababa en Londres. De hecho, Sawford se lo advirtió con rotundidad antes de subir a ese avión: era un simple observador, no debía interferir en ningún momento.

Ya veremos quién se lleva los méritos, pensó el comisario camino de la furgoneta de siete plazas que les iban a proporcionar.

Llegaron a Algeciras sin problemas. Eran siete hombres de negocios camino de Marruecos. Una vez en el barco se dispersaron para entrar en la ciudad por separado. Se reunirían de nuevo en el hotel donde se alojaban el médico y Anderson. Únicamente permanecieron juntos Sawford y Eagan, dado que éste no debía actuar por su cuenta.

Pasaban las nueve de la mañana cuando alcanzaron la costa africana. En el puerto de Ceuta podía percibirse el ajetreo de los operarios que trabajaban en la descarga de los buques frigorífico. Una docena de ellos permanecían amarrados en dos Je los muelles.

Como habían acordado, los cinco miembros del MI6 salieron a pie del barco y se dirigieron al hotel. Todos habían memorizado el mapa de la ciudad, aunque portaban sus PDA con navegador. Al abandonar el puerto, uno de ellos se percató de la presencia de un par de hombres que observaban con curiosidad al pasaje. Tenían la tez aceitunada y eran muy jóvenes, no más de quince años. En cualquier caso ninguno de ellos se fijó en él.

Diez minutos después de abandonar el buque, los siete integrantes del operativo se encontraron en el hotel Sawford y Eagan aguardaron fuera mientras dos de los agentes averiguaban el número de las habitaciones de su objetivo. El director del MI6 se mantenía en contacto con Londres en todo momento. Eagan sospechaba que su amigo no se fiaba de sus propios hombres, y por ello trataba de controlarlo todo incluso a mil quinientos kilómetros de distancia.

Eran las 09:34 horas. Faltaba una hora y veintiséis minutos para el intercambio.

La mezquita relucía en el sol de la mañana. Poseía dos pisos y un alminar de siete plantas de principios del siglo XX. Las fachadas habían sido pintadas de blanco y decoradas con líneas geométricas de color verde, tan característico del mundo islámico. En la planta superior se abrían siete grandes ventanales rematados por dobles arcos de herradura unidos entre sí por columnas de madera. Y en el piso inmediatamente inferior, situado a nivel del suelo, existían cuatro enormes puertas de madera detalladamente engalanada. Además contaba con una planta inferior para otros usos distintos al religioso, cuya fachada trasera daba a un antiguo cementerio musulmán. Era un edificio de bella factura.

El médico se acordó de Javier. Si en aquel momento hubiera estado junto a él seguramente habría hecho patente sus emociones al contemplar una maravilla como esa. A él le recordaba el exotismo de los países más mediterráneos y el sabor del pequeño restaurante árabe que frecuentaba con Silvia desde hace años, y al mismo tiempo le producía una sensación de paz.

En un lugar santo como este no puede ocurrir nada malo.

Las puertas estaban cerradas.

Eran las 10:01 horas. Faltaban cincuenta y nueve minutos para el intercambio.

Los dos agentes del MI6 que habían entrado en el hotel La Muralla no tardaron en regresar con las manos vacías. Ni el médico español ni la inglesa daban señales de vida.

—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó Eagan de malas pulgas.

El director del MI6 pasó por alto su tono.

—El coche está controlado, tenemos la grabación de las gasolineras. Sólo tenemos que encontrarlo.

Corrieron a la furgoneta. Uno de los hombres de Sawford arrancó y preguntó hacia dónde se dirigían. El director del MI6 no supo qué contestar.

—Busca en el navegador la mezquita más grande de la ciudad —le pidió Eagan.

No tardaron más de quince minutos en dar con el coche. Sin embargo, no había rastro de ellos. Los agentes se desplegaron por la zona para tratar de descubrir su paradero. Mientras lo hacían, Eagan observó el lugar. Tenía toda la pinta de ser un barrio de la periferia. Sus edificios no eran muy altos, de cuatro plantas, y habían sido pintados de rosa. Algunos individuos le miraban con desconfianza. Seguramente no estaban acostumbrados a ver desconocidos junto a sus casas. No obstante, no parecían peligrosos. Al otro lado de la carretera, una mezquita se elevaba imponente sobre el resto del barrio.

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