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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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Eran las 10:48 horas. Faltaban doce minutos para el intercambio.

En Nueva York aún no eran las cuatro y media de la madrugada. Azîm el Harrak se sentía ansioso, necesitaba conocer cómo se desarrollaban los preparativos para el operativo. Se levantó cansado, las últimas horas habían sido muy largas para él. Se acercó a la cocina y pulsó el timbre del servicio. En un minuto, cuatro personas corrían con pijama y batín a preparar el desayuno, navegar en Internet para conocer las últimas noticias que pudieran interesar al jefe de Al Qaeda y organizar el despacho.

El terrorista se sentó ante su mesa con un té y unas galletas saladas. Siempre tomaba lo mismo para desayunar desde sus años de estudio en Inglaterra. Echó un vistazo al informe que le pasaban de las noticias en la red. No había nada destacable, por lo menos nada que pudiera hacerle sospechar que las distintas agencias del mundo se habían puesto manos a la obra para atacar sus bases. De momento continuaban a salvo sus entidades financieras, sus casinos, sus hipódromos y sus prostíbulos. Tampoco se habían producido novedades en las mezquitas que controlaba en Oriente Medio, Europa y Norteamérica. Sí le llamó la atención unos manifestantes en Sudamérica. Habían interrumpido los rezos en una de sus mezquitas de Bogotá. Un par de miles de personas protestaban por los continuos ataques dialécticos del imán a su comunidad. Más tarde pondría la atención sobre esa cuestión.

Pulsó una tecla de su escritorio y surgió una pantalla de grandes dimensiones. En ella aparecía un mapa de Ceuta, un plano de Sidi Embarek y las fotografías de sus dos hombres junto a un informe de cada uno de ellos. Apretó otro botón y en el cuadrante izquierdo se iluminaron dos puntos verdes sobre el plano de la mezquita. Eran los dos terroristas. Tecleó por tercera vez y habló.

—Nasiff, ¿cómo marcha la operación?

—Bien, señor. Alá nos recompensa por nuestra dedicación. El padre del ayudante del imán ha caído enfermo esta mañana, y éste no ha podido venir a la mezquita. Nos hemos ahorrado una muerte.

—Bien, bien —Azîm el Harrak era un hombre cruel aunque cuando se trataba de matar a hermanos en la fe prefería ser escrupuloso—. ¿Y la mujer?

—Está a buen recaudo, en la furgoneta.

—¿Y el infiel ?

—Aún no ha llegado, mi señor. Y ya empieza a ser tarde.

—No hay cuidado, cumplirá. Está demasiado enfangado en todo esto. Tú continúa con los preparativos.

—De acuerdo. Le avisaré en cuanto acabe. Sólo una cosa señor.

—¿Algún problema?

—No, una curiosidad. ¿Por qué esta mezquita? Es arriesgado, podríamos encontrarnos en una ratonera.

—Es la mezquita más importante de Ceuta. Recuerda, Nassif, los símbolos...

Eran las 10:55 horas. Faltaban cinco minutos para el intercambio.

A las once en punto el médico y Alex se situaron delante de la puerta principal de la mezquita. Él llevaba colgada del cuello la bolsa de cuero.

A unos metros, Álvarez en su coche y Sawford y Eagan en la furgoneta que les proporcionaron en Gibraltar, descubrieron al doctor y a Anderson a la entrada de la mezquita. Salieron rápidamente de sus vehículos y se dirigieron hacia allí. Sin embargo, incluso antes de cruzar la carretera que les separaba del edificio, vieron impotentes cómo la puerta se abría, los dos accedían al interior y la puerta se volvía a cerrar.

A través de sus comunicadores personales, el director del MI6 informó de la situación a los siete agentes, cinco británicos y dos españoles, y les conminó a rodear el recinto religioso. Entretanto ellos buscarían la forma de acceder al interior sin ser descubiertos.

Al otro lado del umbral de la mezquita, el médico y la inglesa permanecían callados y cogidos del brazo. Allí no había nadie. La puerta se había abierto con algún automatismo y se había vuelto a cerrar de la misma manera. El doctor presionaba contra su pecho la bolsa de cuero. Alex se apretó contra el médico.

Se hallaban en una sala muy amplia, más larga que ancha, sin ningún tipo de mobiliario. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde con dibujos de arcos de herradura en rojo. La mitad superior de las paredes era blanca y por doquier se podían ver miles de pequeños relieves de dibujos geométricos y motivos de la naturaleza. La inglesa no pudo evitar acariciar algunos bajorrelieves con la palma de su mano derecha. La parte inferior había sido forrada de suntuosa madera en tres de sus paredes y de azulejos en la cuarta. El médico contemplaba la habitación embelesado.

—Es el muro de la quibla , el que indica la dirección hacia la que los musulmanes debemos dirigir nuestra oración..., nuestra ciudad santa, La Meca.

Un hombre de tez aceitunada se detuvo a unos metros de ellos.

—Y ese ábside con forma de arco de herradura es la mihrab.

El médico se había vuelto hacia el desconocido. Pensaba en Silvia. ¿Dónde la tendrían? El hombre señaló de nuevo la pared y el doctor se volvió.

A cada lado de la mihrab existían dos puertas de rica madera enmarcadas en sendos arcos de medio punto. ¿Quizá por alguna de ellas? El doctor dirigió una mirada a Alex. La inglesa no le quitaba ojo al hombre.

—Es bonito, ¿verdad? Pero ustedes no han venido a degustar arte oriental.

El doctor y Alex mantenían su silencio tenso.

—Deben acompañarme.

En el piso inferior, por debajo del nivel de calle, Álvarez había encontrado una forma de entrar. Una puerta que daba servicio a las oficinas y la escuela coránica estaba entreabierta. El director de Operaciones del CNI accedió y cerró la puerta obviando al director del MI6, que andaría dando vueltas alrededor del edificio, como Eagan, para hallar un resquicio que le permitiera irrumpir dentro. Lamentablemente, los terroristas habían atrancado el resto de las puertas.

El doctor y Alex cruzaron la sala hasta una larga escalera que ascendía por el alminar de la mezquita. El intercambio se realizaría arriba. Al poner el pie sobre el primer peldaño, el médico echó una ojeada hacia arriba, en el interior de la torre la luz era escasa.

En Nueva York, el líder de Al Qaeda contemplaba las dos luces verdes de sus hombres pero no acababa de encontrar el punto rojo que representaba a la secuestrada ni el azul del infiel que les estaba ayudando. No entendía qué ocurría. Algo fallaba en la operación.

Sawford llamó a Álvarez por el comunicador. No hubo respuesta.

—Ese maldito español nos va a traicionar —bramó a Eagan, que estaba a su lado. Los dos permanecían fuera del recinto.

El médico se apoyó en la pared, la tensión y el esfuerzo de subir tantos peldaños hacían que su cuerpo se resintiera.

Más abajo, entre la planta inferior y la sala de rezos, Álvarez había encontrado unas escaleras. Subía los peldaños de dos en dos. Cogió su radio y abrió la comunicación con sus hombres.

El médico y la inglesa reanudaron la marcha. Ya sólo les quedaban un par de tramos para llegar a lo más alto, donde, suponían, encontrarían a Silvia. Al alcanzar el último escalón descubrieron a un hombre de piel bronceada y ropa cara, parecido a aquel otro que les acompañaba. Alex esperaba a los tipos que entraron en su apartamento y no eran ellos. La última planta era cuadrangular, la débil luz de una mañana nubosa se colaba por cuatro ventanales culminados por arcos de herradura.

—¿Y mi esposa? —Pregunto el doctor con una incipiente furia en su tono de voz.

Los terroristas se miraron entre sí. Algo ocurría y no parecían querer contarlo.

—Está aquí cerca. ¿Ha traído el manuscrito? —Preguntó el árabe que les había aguardado en la torre.

El médico se sentía engañado. Apretó los puños hasta hacerse daño en la palma de las manos y fue a hablar pero la inglesa le presionó el brazo y le dirigió una mirada inquisitiva.

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