Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—Hijo, si puedes ayudarla, hazlo. No se merece esto. Yo cometí errores contigo, pero ella no puede pagar por mis equivocaciones.

Una sombra de duda marcó sus facciones.

—¡¿Puedes?!

Álvarez abandonó la escalera, se acercó hasta David y le aprisionó el brazo. Ambos se examinaron fijamente, como si el intercambio de miradas fuese una conversación incomprensible para el resto de los presentes.

—¡No toque a mi hijo! —Álvarez le soltó el brazo—. David, no le hagas caso. Tú eres una buena persona, no supe entenderlo. Toda la culpa fue mía.

David bajó la cabeza.

—Sé que te decepcioné y es verdad que ellos te ofrecieron una mano cuando te creías solo. Pero también te han utilizado, ¿por qué estás aquí sino? Yo te voy a decir por qué. Estás porque eres nuestro hijo, porque te necesitan para convencerme.

Su hijo miró a Álvarez.

—No le hagas caso. Tu padre nunca te quiso, ¿por qué huiste? ¿Quién se encargó de ti? ¿Estuvieron ellos cuando tenías pesadillas? ¿Se encargaron de proporcionarte una vida?

Un disparo sonó en ese instante.

—Un momento, dices que te encontraron hace un año.

—Sí.

—Silvia inició su investigación en San Petersburgo hace un año. Es mucha casualidad.

La respiración de David se aceleró.

—¿Te encontraron o te buscaron? Querían usarte.

Silvia se acercó y le acarició la mejilla.

—No tenemos tiempo David. —El contacto con la mano de su madre le relajó—. Siempre fuiste un buen chico.

Otro disparo.

—Doctor, se está muriendo. ¡No respira! —Javier unió su boca a la de Alex para proporcionarle oxígeno.

El médico se arrodilló, colocó sus manos sobre el pecho y le masajeó el corazón hasta conseguir que latiera con timidez.

—Él. —David señaló a Álvarez—. Él tiene la llave. Ese anillo.

Álvarez se echó hacia atrás colérico.

—¡No lo abriréis!

—Sí, démelo —Javier se había incorporado y apuntaba al Gran Maestre con su arma—. No me obligue a usarla.

Álvarez respiraba con dificultad, mantenía los labios apretados y casi podía oírse cómo crujían sus dientes. Retiró el anillo de su dedo anular y se lo entregó a Silvia.

—¡Casi no hay tiempo! —La esposa del doctor introdujo el anillo a través de una cerradura circular y la apertura del mecanismo se activó permitiendo que pudieran desdoblar el manuscrito.

Lo leyó con rapidez hasta encontrar el error que habían integrado deliberadamente en la copia falseada y sacó unos frascos de la bolsa de Svenson. Javier se acercó hasta la escalera con el arma en la mano, no se fiaba ya de Álvarez. Ahora no se oía movimiento alguno.

—Están esperando algo.

Una decena de coches de la Policía Nacional y la Policía Local se había desplegado cercando la mezquita. Los agentes del MI6 y del CNI tuvieron que identificarse para no ser arrestados; entretanto, Eagan y Sawford accedían al edificio desde el sótano. La gente se arremolinaba detrás de la zona que la Policía había aislado. Unos tímidos rayos consiguieron romper entre dos nubes bañando de luz la torre.

El sol se coló por las ventanas difuminando la penumbra. Silvia mezclaba varios de los líquidos que Svenson había traído desde San Petersburgo mientras el doctor Salvatierra insistía en mantener viva a Alex.

Otro disparo más. Javier lo entendió, se han parapetado en algún lugar de la escalera, alguien les acosa desde abajo.

Silvia se incorporó con el manuscrito en una mano y un recipiente en la otra. Contenía un líquido rojizo. En ese momento Álvarez se abalanzó contra ella con todo su cuerpo, ni a David ni a Javier les dio tiempo a intervenir. Cuando inmovilizaron a Álvarez era tarde. La esposa del médico había caído sobre los frascos y éstos reventaron esparciendo su contenido. Además había derramado el producto elaborado con la fórmula del manuscrito. No podían hacer nada, Alex estaba condenada.

En ese instante oyeron de nuevo el sonido inconfundible de unos pasos que se acercaban. Ya los tenían encima.

Alex boqueó ante la impotencia del médico. Se moría. No puede, no debe. El doctor Salvatierra tiró de ella con desesperación hasta el lugar donde se había vertido el líquido rojizo, empapó su camisa y la restregó por la herida, luego la volvió a humedecer y la escurrió sobre sus labios.

—Está muerta, papá.

Los pasos doblaron el último recodo de la escalera y aparecieron dos árabes. Llevaban las manos levantadas sobre su cabeza. Detrás otras dos personas les apuntaban con sus armas de fuego.

—Somos del MI6 —dijo Sawford.

El médico permanecía arrodillado junto a Alex, a su lado Silvia, de pie, mantenía el manuscrito en la mano. La esposa del doctor Salvatierra lo dejó deslizar entre sus dedos hasta caer al suelo. El médico lo vio sobre una baldosa roja, luego dirigió una mirada a Alex. Para su sorpresa, su pecho ascendía y descendía lentamente, volvía a respirar. Cogió precipitadamente el manuscrito y lo arrojó sobre el líquido derramado.

Después tomó con cariño una de las manos de Alex y sonrió al ver cómo se borraba la tinta del documento.

Una semana más tarde Javier revisaba el informe que debía entregar a sus superiores. Álvarez había sido expedientado y seguramente acabaría abandonando el cuerpo. A Eagan y a Sawford también les sancionarían, pensó el agente del CNI, aunque probablemente no iría más allá de una reprimenda. Al fin y al cabo disponían de buenos contactos. Recordó un momento a Alex. Se había librado por poco. Debía llamarla un día de estos.

Sonó el teléfono de su mesa. Un mensajero traía un sobre. Javier recelaba. ¿Quién podría? Nada en el remite. Tomó el abrecartas y lo rasgó, no existía peligro, ya había pasado por los rayos X. En el sobre un billete para San Petersburgo y una nota: No desaproveches la vida, ve a buscar a tu familia . Javier sonrió. El doctor Salvatierra era un buen amigo.

Epílogo

1965 de la Era Cristiana... 1385 de la Hégira...

Aqueldía Aymán volvió del colegio transformado. Con apenas catorce años era el más aventajado de la clase. Estudioso, buen compañero, colaborador en las tareas de casa hasta donde lo exigía su condición masculina, pero aquella mañana todo cambió. Alguien le había prestado un libro: Jalones en el camino , de un tal Said Qutb. Hablaba de la pureza islámica, de la hostilidad de Occidente, de la necesidad de volver a las raíces, a las tres primeras generaciones desde Mahoma.

El texto le hizo plantearse distintas ideas, a cual más subversivo va según la ideología imperante en el Egipto de aquella época. En su inocencia, no se guardó de oídos ajenos y habló de sus nuevas teorías, y con ello se atrajo las miradas acusadoras de unos cuantos, aunque también, y sin él saberlo, algunos hermanos en esa misma fe conocieron de su existencia.

Meses después y tras varias reprimendas de sus profesores, Aymán tropezó con un desconocido en el zoco que parecía estar muy interesado en él. El individuo le llamaba por su nombre y le preguntaba por sus inclinaciones teológicas y sociales. Él se enorgullecía. Durante varias semanas, el muchacho frecuentó al desconocido, un joven que no superaba la veintena de años y que decía llamarse Mahdi.

Uno de esos días, cuando abandonaba el colegio, Mahdi le salió al encuentro y le preguntó si quería conocer a personas con las que teorizar sobre el Islam. Aymán se entusiasmó. Esa misma tarde, Mahdi lo acompañó al barrio viejo de El Cairo. Allí, entre tintoreros y perfumistas, entraron en una pequeña casita de barro sin ventilación ni luz. Alguien prendió unas velas y se formó un pasillo iluminado que dirigía hacia una especie de ábside como el de las mezquitas. Allí un hombre vestido con una túnica blanca de seda le preguntó su nombre.

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