Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—¡¿Usted?!

El desconocido sonrió.

—No, aunque cree saber quién soy, se equivoca.

—Usted es aquel señor del hotel, ¿cómo se llamaba?

—De Reguera, Enrique de Reguera. Pero no, no lo soy. Me llamo Tomás de Reguera, soy hermano del propietario del hotel dónde se hospedaron anoche.

Los rostros del médico y de Javier mostraron su perplejidad.

—Entiendo su confusión, somos hermanos gemelos.

—¿Cómo está ella, qué le ha hecho? —Intervino el agente señalando a Alex.

De Reguera negó con la cabeza.

—No se preocupe, está bien, sólo la he sedado.

—¿Qué quiere de nosotros? —Preguntó el médico.

—¿Yo? Nada. Ustedes han venido a buscar algo que no les pertenece, yo sólo deseo que lo devuelvan.

—No queremos causarle ningún mal.

—Lo sé, pero lo harán de todos modos. Esa caja..., no puedo permitirles que se la lleven.

—Mi esposa está en peligro, necesitamos el documento que contiene para cambiarlo por ella.

De Reguera se tomó unos segundos para responder.

—Lo siento mucho, tendrán que buscar otra forma. El cofre se queda aquí.

—Pero ¿por qué? ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está la gente? —El agente no entendía nada.

De Reguera frunció el cejo. No parecía querer descubrir más acerca de sus intenciones, su familia o la situación del pueblo.

—¡Basta de charla! Denme la caja con el manuscrito o mato a su amiga. No tienen ninguna opción.

El médico soltó una carcajada.

—¿De qué se ríe?

—Usted no va a hacerlo. Podía haberlo hecho ya, podía habernos asesinado a todos; sin embargo, no lo hizo. Ni acabó con Javier en el museo ni con Alex en aquella casa, y pudo hacerlo. Tampoco nos mató cuando provocó el derrumbe del tejado camino de la iglesia ni en el interior de la nave ni abajo, en la bóveda. Tuvo decenas de oportunidades y no lo hizo. ¿Por qué ahora sí?

—Porque no hay otro remedio. O ustedes o el manuscrito.

Javier acercó la mano a la cintura. Era el momento, De Reguera estaba distraído.

—No haga eso, señor. Su amiga aún vive, no lo estropee. —Movió la cabeza negando y habló de nuevo—. Será mejor que saque su arma y la arroje al suelo.

—Sé que no quiere hacernos daño.

—Y no lo deseo —respondió al médico—, aunque lo haré si me obligan.

Le hizo un gesto al agente para que soltara la pistola. Javier la sacó con dos dedos y la lanzó al césped.

—¿De verdad que no existe otra solución?

—Doctor... —De Reguera se mojó los labios—, llevamos casi doscientos años protegiendo el documento de Avicena. El primer guardián fue un antepasado mío que se llamaba igual que yo, Tomás de Reguera; a él le fue encomendada la misión de preservar el secreto. Tuvo que sacrificar su vida, y todos sus descendientes también. Pero aquí estamos.

—¿Y la gente?

—Conseguimos que se fueran, una labor de años hasta apoderarnos del pueblo. Fuimos comprando cada casa, cada granja, ahora todo pertenece a la familia De Reguera.

—¿No han venido antes otros como nosotros?

—Algunos, la mayoría turistas despistados. Ninguno estuvo cerca jamás.

—¿Por qué no cogieron el manuscrito y lo alejaron de aquí? Podían haberlo hecho hace años.

—No supimos del lugar exacto dónde lo depositaron hasta hace una década. Y sí el lugar permaneció oculto durante nueve siglos no parecía un mal sitio.

El médico asintió. Tal vez tuviera razón, quizá el documento debía regresar a dónde pertenecía. ¿Quiénes eran ellos para apropiárselo? Pensó en su esposa. La asesinarán.

—¿Por qué nos ha contado todo esto?

—Ya da lo mismo que lo sepan. Ustedes han estado muy cerca de llevárselo, desde ahora éste no es lugar seguro. Mi hermano y yo lo trasladaremos lejos de aquí y comenzaremos de nuevo. Pero para eso deben entregármelo.

—¿Y si nosotros fuéramos los elegidos? —El doctor formuló la pregunta sin saber a dónde quería ir a parar. Le había llegado de pronto al recordar al monje de Silos. Le dijo que confiaba en él, que sabría qué hacer. ¿Por qué no podría ser él el elegido para desvelar el secreto de Avicena?

—No diga tonterías.

—Podría ser cualquiera, ¿no? De Reguera titubeó.

—Entonces, ¿por qué no nosotros? Hemos venido a buscarlo para un fin totalmente lícito, salvar una vida. Soy médico y mi trabajo consiste en salvar vidas, no en destruirlas; no voy a usar este documento contra nadie, créame.

De Reguera continuaba en su mutismo.

—Además, usted no va hacernos daños, a ninguno —el médico confiaba en que su farol le diera resultado—. Es un guardián de la luz, su misión es proteger una idea pura, algo intrínsecamente bueno, y no lo va a contaminar con una muerte. La sangre lo pervertiría, pervertiría sus propias creencias, aquello que le han enseñado, que toda su familia ha ido aprendiendo en estos doscientos años. No pueden proteger el documento a costa de la muerte de otros, el mal no se combate con el mal, ¿verdad?

No contestó aunque su silencio decía mucho. El médico avanzó un paso.

—No se mueva, le he dicho que su amiga morirá.

El doctor Salvatierra se aproximó tres pasos más sin dejar de mirar a los ojos de De Reguera. En su corazón sabía que tenía razón, que no iba a disparar a Alex.

—Doctor, no.

El médico no hizo caso al agente y se acercó un poco más. Ya estaban frente a frente, sólo les separaba el cuerpo desmayado de Alex.

—No nos va a hacer daño, ¿verdad?

De Reguera soltó a la inglesa y apuntó a la cabeza del doctor Salvatierra.

—Es mejor así, si alguien tiene que morir prefiero ser yo. Mantenía el cañón del arma apoyada entre los ojos. Los dos cruzaban su mirada. El agente se abalanzó sobre su arma y encañonó desde el suelo a De Reguera.

—Olvídelo, si le dispara, le meto una bala en el estómago.

—No es necesario Javier. —El médico se arrimó aún más a De Reguera—. Hoy no va a morir nadie.

Levantó la mano y la apoyó en el hombro de De Reguera, y luego sonrió. En ese instante De Reguera relajó la expresión de su cara y bajó el arma.

—Tomás, créame, el documento está en buenas manos. Yo personalmente lo devolveré a este pueblo cuando cumpla con su cometido. Su familia será de nuevo el guardián de la luz, sólo es un préstamo.

De Reguera no respondió, dio unos pasos atrás sin dejar de mirar al médico, después se giró y se alejó camino abajo. El doctor Salvatierra lo vio marcharse con la cabeza inclinada e intuyó el dolor que debía sentir, había perdido el objeto de su vida.

Álvarez se movía inquieto ante su ayudante. De vez en cuando miraba por la ventana, los rascacielos de Madrid despuntaban como cuatro antorchas en medio de la negrura de la noche.

—¿Aún no sabemos nada?

—Desde ayer ninguna llamada.

Daba vueltas por la habitación mientras se giraba el anillo del dedo anular.

—¿Ha podido fallar?

Su ayudante no le había visto nunca en tal estado de nervios. No comprendía por qué se lo tomaba como algo personal.

—No le puedo decir, señor.

El director de Operaciones del CNI se sentó y levantó el auricular del teléfono. Pulsó un par de teclas y se detuvo como si reparara en que no estaba solo.

—Puedes marcharte, vuelve en cuanto tengas noticias.

Esperó a que saliera de su despacho y repitió la operación. Al otro lado de la línea telefónica una voz cavernosa hizo una pregunta.

—¿Ya lo tenemos?

—No, aún no.

—¿Y por qué llamas? No debes comunicarte con nosotros hasta acabada la operación.

—Estaba nervioso, pensé que podrías echarme una mano. Por si falla mi hombre.

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