Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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—Javier tiene razón, hay que esperar a que acabes de ascender. Podría no soportar el peso de ambos.

El médico le apretó el brazo en un gesto cariñoso.

—No tardes mucho, por favor.

La ternura de su voz la embriagó. Le recordaba a su padre, cuánta falta le hacía ahora. Le devolvió la caricia y se acercó a su cara y le plantó un beso en la mejilla. Después le colgó del cuello el cofrecillo que guardaba el manuscrito.

—¡Hala! Sube rápido que tenemos que buscar a Silvia.

El médico sonrió, aunque Alex no lo pudo apreciar en la penumbra, y se soltó de ella. En ese momento se agarró a la escalera y comenzó a subir con mucho cuidado. En Madrid salía a correr de vez en cuando, una o dos veces a la semana dependiendo de las guardias, sin bien se trataba de suaves paseos un tanto rápidos, no de verdadera carreras. Ahora el esfuerzo sería mayor. A medida que ascendía iba distinguiendo mejor la claridad del exterior. Pocos peldaños más y Javier le ofrecería su mano para escapar de esta pesadilla. ¡El manuscrito! Se apoyó con el cuerpo en la escalera y buscó a tientas la caja que llevaba colgada del cuello, había sentido un tirón y ahora no estaba seguro de mantenerlo. Afortunadamente comprobó que lo llevaba en la espalda sujeto al cuello por el cordón, en algún momento se había desplazado.

—Doctor —susurró el agente dos metros por encima.

—Sí, ya voy, ya... —Las palabras del médico se interrumpían por sus jadeos, el trabajo de escalar había sido superior a lo que imaginó allá abajo, donde aún esperaba Alex. ¡Alex seguía en esa catacumba subterránea!, casi lo había olvidado con la fatiga del ascenso. Apretó las manos sobre el siguiente peldaño de la escala y reemprendió la subida con toda la rapidez que sus cansados músculos le permitieron.

—Coge mi mano. —El agente se había tendido en el suelo y mantenía el brazo dentro del agujero para alcanzar al médico cuanto antes.

Cuando advirtió el contacto con Javier sus piernas flaquearon y resbaló. Suerte que el agente ya le mantenía sujeto por la muñeca.

—Sólo un esfuerzo más, doctor.

En el exterior las estrellas apenas brillaban, ocultas por unas nubes oscuras. Se frotó las muñecas y los antebrazos tratando de masajearse los músculos, el ascenso había sido demasiado duro para su constitución. Sentía pinchazos en ambos brazos y calambres en las piernas. Durará poco, algo de descanso y un par de días de paracetamol y como nuevo. Se había sentado a unos pasos de la losa, era lo que parecía, una tumba, pero de una manera muy diferente a como cualquiera pensaría. Buscó a Javier con la mirada, se había vuelto a tender sobre el césped para buscar a Alex. Apenas le veía la cabeza, pues prácticamente la había introducido por completo en la tumba; el fulgor de la linterna se adivinaba alrededor del agente. ¡Cuánto tarda! El doctor Salvatierra observaba a su alrededor con aprensión, sabía que allí no estaban seguros. De pronto Javier se levantó.

—No sube.

—¿Cómo que no sube?

—Que no sube, ya debería estar aquí. Ahora voy a tener que bajar a buscarla, esto no me gusta nada. Entra en el coche, allí estarás más seguro. —Se acercó hasta el médico, que aún permanecía sentado sobre el césped, y le dio la llave—. Cierra desde dentro.

El médico tomó la llave con temor. La situación volvía a complicarse, no le gustaban las sorpresas. ¿Qué le ha pasado a Alex? Mientras caminaba hacia el coche Javier descendía la escalera de mano hacia el subterráneo. Ese hombre, hacía rato que no sabían nada de aquella persona que los había asustado durante todo el día. No podía ser que se hubiera dado por vencido tan fácilmente; no, no podía ser, en algún lugar de esta iglesia, o incluso de la bóveda, está preparando algo, quizá tenga a Alex. El razonamiento le alcanzó como una luz que se enciende. Estaba seguro, la inglesa se encontraba en peligro. Giró sobre sus pasos y echó a correr hacia la losa, no podía permitir que Javier corriera riesgos sólo, los había metido a los dos en esta aventura para buscar a su esposa, no permitiría que sufrieran ningún mal.

—¡Javier! ¡Javier!

La luz de la linterna se movía unos metros por debajo de él, parecía que le enfocara. Está subiendo, quizá sean sólo imaginaciones. Irán juntos, no se marcharía sin ella; se llevan mal pero no la abandonaría, Javier es un buen chico. Un minuto eterno más tarde vio cómo aparecía el rostro del agente.

—¿Y Alex? ¿Viene detrás?

El agente del CNI acabó de subir. Luego tomó al médico del antebrazo, pensaba que el contacto le vendría bien.

—Javier, ¿dónde está Alex?

—No lo sé. Bajé hasta el subterráneo y allí no había nadie, incluso volví a recorrer el pasillo hasta el osario. Fue inútil, Alex ha desaparecido.

—¡Ese hombre, ese hombre la tiene!

En el instante en el que el doctor y Javier hablaban una sombra caminaba apretando contra sí el cuerpo de Alex.

El comisario Eagan tomó asiento. Sus invitados de aquella noche habían sido escogidos entre lo más ilustre de la sociedad británica, su esposa, Charlotte, llevaba preparando aquella cena hacía semanas. Eagan contempló a su mujer. Brillaba entre tanta vieja cacatúa. Estaba orgulloso de ella como quien se enorgullece de su nuevo porsche o de su caballo en Ascot, le había costado un cuantioso esfuerzo alcanzar esta posición social, y su esposa no era más que el broche de su éxito. Ella creció en una familia acomodada de Myfair, él en Clerkenwell con un padre borracho y una madre ausente; Charlotte asistió desde los cinco años a un colegio de prestigio para señoritas, Jerome Eagan trabajó en los muelles mientras estudiaba en escuelas nocturnas. Ahora estaban allí los dos, juntos. Mr. y Mrs. Eagan. Su esposa reparó en que la observaba y sonrió para él. Estaba enamorada, Jerome Eagan le había proporcionado todo aquello que por nacimiento consideraba que le correspondía y que su familia perdió diez años atrás.

El comisario recibió una llamada en su móvil, pidió disculpas y se retiró de la mesa.

—¿El manuscrito?

El doctor Salvatierra movía las manos enfurecido increpando a Javier como si él tuviera la culpa de que Alex hubiera desaparecido. En realidad el médico sabía que no era responsable de aquel tropiezo pero no se manejaba bien en este tipo de circunstancias, de hecho, no era la primera vez que perdía a alguien.

—Javier, ¿qué vas a hacer?

El agente suspiró cansado.

—Debemos llamar a la policía, nosotros no podemos hacer nada. Puede estar en cualquier parte.

—No puede ser, pondríamos en peligro a Silvia.

El agente del CNI lo comprendía. Asintió y se encogió de hombros, en ese momento, admitió para sí mismo, su mente estaba bloqueada.

En aquel instante el jardín dónde se encontraban, el árbol que durante el día proporcionaba sombra a la tumba de Don Fernando y su esposa, la iglesia entera, todo se iluminó a su alrededor. El médico y Javier quedaron cegados unos segundos. La puerta de la iglesia se abrió con un estruendo, dando paso a una figura bañada por los destellos de los focos. No podían distinguirlo muy bien, la luz les deslumbraba. Adivinaban de quién se trataba, era aquel hombre, de eso no tenían la más mínima duda.

Cuando se acostumbraron a la abundante claridad reconocieron a Alex seguida por un desconocido que la sujetaba por la cintura y le apuntaba con un arma a la cabeza. El agente se llevó la mano a su pistola pero el doctor Salvatierra se lo impidió con un aspaviento. No debían poner en peligro a la inglesa. Todo el miedo y la desesperación de minutos antes se habían esfumado, el médico presintió su propia fortaleza, olvidó sus dolores musculares y respiró hondo. Hay que estar fríos para sacarla de aquí. Miró de reojo a Javier y le reclamó calma con una señal, él se encargaría. Esperó hasta que estuvieron lo suficientemente cerca y fue a hablar; entonces distinguió sus facciones, había algo familiar en él.

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