Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—En esa cabaña podríamos cobijarnos —advirtió el hermano bibliotecario.

La noche se acercaba.

—Aún no. Mendizábal pronto estará tras nosotros, y cuando eso ocurra deberemos estar lo más lejos posible.

—Quizá sea así pero Dios proveerá entonces. Padre, ni usted ni yo estamos en disposición de andar por más tiempo, no sea cabezota.

El abad respiraba con dificultad, sin embargo reemprendió la marcha.

—Es peligroso andar por estos lugares tras el anochecer.

Una hora después, el hermano bibliotecario le tiró de la manga de la camisa, obligándole a sentarse en una enorme piedra con forma de sillar.

—Padre, si seguimos caminando, caeremos rendidos y sin alimentos en cualquier paraje de estos montes, y entonces estaremos a merced de las fieras.

El abad tosió varias veces.

—¿Lo ve usted? Es un desatino, no puede seguir a este ritmo.

El monje asintió de mala gana sin responder palabra. La única opción, pensó el hermano bibliotecario, era pedir auxilio en la casucha que habían divisado en la falda de la colina rocosa, unos kilómetros atrás. Desandaron el camino bastante entrada la noche, con la luna iluminándoles el sendero.

Un humo blanco y espeso brotaba de la chimenea. El hermano bibliotecario golpeó en la puerta y el frío de la madera se adentró en sus huesos con el contacto. Se frotó las manos con fuerza deseando que pronto alguien les abriese. El abad se había sentado sobre unos maderos junto a la fachada de la cabaña, y apenas se movía. El crujido de unos pasos delató a alguien en el interior de la casa. Las pisadas resonaban más fuerte a medida que se acercaban a la puerta. El descorrer de un cerrojo, un cuchicheo, el movimiento de una cortina en la única ventana que daba a la misma fachada de la puerta.

—¿Quién molesta a estas horas a una familia cristiana? —Preguntó una voz masculina.

—Somos dos monjes extraviados en esta fría noche, hijo. Venimos del Monasterio de Silos —respondió el hermano bibliotecario.

—¿Y cómo se yo que no tratáis de engañarnos para apoderaros de nuestros escasos bienes? ¡Marchaos en buena hora!, ésta es casa de pobres, aquí no encontrareis ni oro ni joyas ni pieles.

—Hijo, por caridad cristiana, atended a estos pobres caminantes. Dios os lo premiará.

De nuevo se oyó en el interior de la casa un murmullo. Inmediatamente sobrevino un silencio que al hermano bibliotecario le pareció que duraba una eternidad.

—Seguid vuestro camino, señores. La aldea está a menos de diez kilómetros hacia poniente. Allí podréis guareceros de la ventisca y de la fea tormenta que se avecina por el norte.

Y, como si el cielo hubiera querido dar la razón a la voz que así se pronunciaba, el viento comenzó a soplar con mayor brío, las nubes cerraron el paso a la luna y unos copos algodonosos empezaron a lamer sus rostros.

—Moriremos si no nos acogéis en vuestro hogar.

—Andad prestos y llegaréis a la aldea en no más de dos horas —aseguró la voz.

A continuación el hermano bibliotecario oyó el ruido sordo del cerrojo, que volvía a su posición, y de nuevo pasos sobre la madera del suelo, esta vez alejándose hacia el interior de la casa. Entonces dirigió una mirada al abad con aire desconsolado. Su superior tenía los ojos puestos en el cielo, la boca entreabierta y el gesto relajado.

Se acercó a él y comprobó que había muerto.

Capítulo XIII

Las escaleras morían en una bóveda que albergaba centenares de arcas minúsculas dispuestas en reducidos cubículos horadados en los muros. Nadie se había adentrado en aquel lugar en años. Javier enfocó el suelo unos metros por delante. Sobre el piso yacían rotos o con sus tapas abiertas decenas de esos pequeños arcones, y a su alrededor miles de huesos y calaveras esparcidos por el enlosado. El agente centró el haz de luz en las arcas. Entre los huesos, moviéndose por debajo, surgiendo o desapareciendo a través de los cuencos de los ojos de las calaveras, centenares de ratas huían hacia las sombras.

Las paredes se veían desnudas, ni escudos de armas ni relieves o dibujos esclarecedores. Tan sólo rompía del desabrigo de los muros una abertura a la izquierda al final de la bóveda. Sobre ella, posiblemente dibujado con la punta de un cuchillo, una espada que parecía una cruz o viceversa. Javier recordó la espada del museo, la espada del tejado desplomado y la espada de la tumba que yacía a las puertas de la iglesia. Era una nueva señal. Conectó la PDA y leyó la última de las pistas.

La vida es el principio de la muerte, mas la muerte da comienzo a la vida.

No había nada relativo a espadas o cruces. Pero no existía otro camino. Se volvió, Alex y el doctor Salvatierra permanecían sobrecogidos por el escenario. El agente les hizo una señal en dirección al agujero que se adivinaba.

—Iré a echar un vistazo.

Caminó con cuidado de no pisar ningún hueso aunque era inevitable tropezar con un fémur que se hacía polvo con su peso o con una calavera amarillenta. El médico y la inglesa, sumidos en la oscuridad, veían la luz alejarse y oían el crujido de los huesos al andar sobre ellos. Unos metros más allá, el resplandor de la linterna desapareció al penetrar Javier en ese agujero. Se trataba de un túnel que se dirigía al sur. Una suave corriente le acariciaba la cara, era evidente que desembocaba en una salida.

Nasiff conducía el vehículo cuando accedieron al barco. El buque mantenía abierto el portalón de popa para el acceso al parking. Era el primer viaje del terrorista a Ceuta. Pese a los años de experiencia en Al Qaeda jamás había montado en barco, y era una experiencia que le apetecía disfrutar. Jalif, sin embargo, recorrió durante años la ruta marítima entre Dubai en los Emiratos Árabes y Bushehr en Irán.

La parte trasera de la furgoneta se mantenía completamente aislada. Las ventanas y las paredes estaban insonorizadas. Además, la secuestrada había sido sedada convenientemente poco antes de llegar a Algeciras. Los terroristas calcularon todos los detalles para que la operación de intercambio se llevara a cabo con todas las garantías. Su jefe había elegido Ceuta, los terroristas no sabían por qué, pero habían aceptado sin rechistar como siempre. Tal vez, pensó Jalif, la razón residía en su situación geográfica como ciudad cerrada entre una frontera y un mar, con difícil acceso para tropas de élite sin levantar sospechas. Al Qaeda no disponía de infraestructura salvo una célula desinformada y mal equipada aunque no necesitaban más. Sería suficiente con situarla en los puntos clave de entrada a la ciudad: puerto, helipuerto y frontera, para controlar el acceso a la localidad. El terrorista se sonrió, la operación no podía acabar mal.

Lo que no sabía es que para Azîm el Harrak era también una forma de golpear al enemigo. Desde la creación de Al Qaeda, la presencia de infieles en ese punto del Norte de África había supuesto una afrenta que los sucesivos líderes de la organización terrorista no conseguían desterrar. Que el comienzo de su operación contra Occidente se produjera en esta ciudad era ya de por sí un pequeño triunfo, decidió El Harrak cuando planificaba el secuestro.

Dejaron el vehículo en el parking y subieron a cubierta. Nasiff deseaba contemplar el paisaje camino de la otra orilla del Estrecho de Gibraltar. El trayecto entre Europa y África apenas duraba treinta minutos, tiempo suficiente para admirar las vistas desde proa.

Cuando el viaje comenzó, el terrorista ya se hallaba en uno de los asientos dispuestos frente a la cristalera panorámica. El mar se abría ante él, un mar de un color azul oscuro. Había oído alguna vez que el Estrecho de Gibraltar era un lugar embravecido por el enfrentamiento constante del Mediterráneo y el Atlántico. Sin embargo aquel día no se movía. Era como cruzar un estanque. En unos minutos dejaron atrás el Peñón británico y las montañas que bordean Tarifa al otro lado, y unos kilómetros después se enfrentaron con el relieve de la Sierra del Rif, al oeste de Ceuta. Las últimas estribaciones de la cadena montañosa norteafricana se asemejaban a una mujer acostada sobre su espalda con los pechos desafiando al cielo y los pies lamidos por las transparentes aguas del Estrecho. Era la Mujer Muerta , como la llaman los ceutíes, o Yebel Musa según los marroquíes. Nasiff había tenido tiempo de documentarse durante el largo camino recorrido desde San Petersburgo. Un poco más hacia el este aparecía Ceuta, pequeña aún en el horizonte, con el Monte Hacho a un lado, una de las dos bases de las famosas columnas de Hércules. El terrorista se había informado a conciencia como siempre que ejecutaba cualquier misión. Solía decir que había que acudir a las ciudades objetivo como si se hubiera nacido en ellas, esa constituía la única manera, según explicaba a sus alumnos de los campamentos que había dirigido en Afganistán, de camuflarse sin imprudencias. Jalif, por el contrario, era de gatillo rápido y menos procedimiento previo.

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