Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses
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Fuera de la yurta el viento silbaba y mugía, haciendo chascar la nieve contra el fieltro tirante. Entre los retumbos del huracán llegaba el ruido de numerosas voces a las que se mezclaban gritos, gemidos y carcajadas. Pensaba que en semejante país no debía de ser difícil producir el estupor de las tribus nómadas por medio de milagros, puesto que la misma Naturaleza ofrecía el marco para ellos. Apenas había tenido tiempo para reflexionar sobre esto, cuando Tuchegun Lama, levantando la cabeza, clavó bruscamente sus ojos en los míos y dijo:
– Hay en la Naturaleza muchas fuerzas desconocidas. El arte de servirse de ellas es lo que produce el milagro; pero este poder solo lo poseen algunos privilegiados. Voy a demostrároslo y luego me diereis si habíais visto ya alguna cosa análoga.
Se puso en pie, arremangándose los brazos, cogió su cuchillo y se dirigió al pastor:
– ¡Michik! ¡Arriba! – le ordenó.
Cuando el pastor le obedeció, el lama le desabotonó la blusa, dejándole el pecho desnudo. Yo no podía comprender aún cuál era su intención, y de repente el Tuchegun hundió con todo su brío el cuchillo en el pecho del pastor. El mongol cayó cubierto de sangre, y observé que esta había salpicado la seda amarilla de la tunica del lama.
– ¿Qué habéis hecho? – exclamé.
– ¡Chis! ¡Callad! – murmuró este, volviendo hacia mí su lívido rostro.
Con nuevas cuchilladas abrió el pecho del mongol, vi los pulmones de aquel hombre respirar suavemente, y conté los latidos de su corazón. El lama tocó con los dedos esos órganos, pero la sangre ya no corría y el semblante del pastor denotaba una profunda serenidad. Estaba echado con los ojos cerrados, parecía dormir un tranquilo sueño. Empezó el lama a rajarle el vientre, y yo, aterrorizado, cerré los ojos; al abrirlos, poco tiempo después, quedé asombrado viendo al pastor dormir sosegadamente echado de un lado, con la blusa entreabierta y el pecho en estado normal. Tuchegun Lama, sentado, impasible, junto al fuego, fumaba su pipa y contemplaba la lumbre, sumido en honda meditación.
– ¡Es maravilloso! – le confesé -. No he visto nada semejante.
– ¿De qué habláis? – preguntó el calmuco.
– De vuestra demostración o milagro, como lo llaméis – le contesté.
– No sé a qué podéis referiros – replicó el calmuco, fríamente.
– ¿habéis visto eso? – pregunté a mi compañero.
– ¿Qué? – repuso este medio dormido.
Comprendí que había sido juguete del poder magnético de Tuchegun Lama, y preferí esto al espectáculo de la muerte de un inocente mongol, pues no llegaba mi credulidad a creer que Tuchegun Lama, después de destripar a sus victimas pudiese coserlas con tanta facilidad.
A la mañana siguiente nos despedimos de nuestros nuevos amigos. Decidimos regresar, puesto que nuestra misión había terminado. Tuchegun Lama nos manifestó que iba a “recorrer el espacio”. Viajaba por toda Mongolia, viviendo igual en la humilde yurta del pastor y del cazador, que bajo la tienda esplendida de los príncipes y jefes de tribus, rodeado de inquebrantable veneración y religioso amor, atrayendo así y subyugando a ricos y pobres con sus milagros y profecías. Al decirnos adiós, el brujo calmuco sonrió, maliciosamente.
– Cuidado con hablar de mí a las autoridades chinas.
Luego agregó:
– Lo que anoche presenciasteis fue solo una ligera demostración. Vosotros, los europeos, no queréis admitir que nosotros, unos nómadas incultos, poseamos el poder de la ciencia misteriosa- ¡Ah, si pudieseis siquiera ver los milagros y la omnipotencia del Santísimo Tachi Lama, cuando por su orden las lámparas y los cirios, puestos en el altar de Buda se encienden por sí solos, o cuando los iconos de los dioses comienzan a hablar y profetizar! ¡Pero existe un hombre todavía más poderoso y más santo!
– ¿No es el rey del mundo en Agharti? – interrumpí.
Me miró fijamente, estupefacto.
– ¿Habéis oído hablar de él? – me preguntó, con el ceño fruncido por la reflexión.
Unos segundos después alzó los estrechos ojos y exclamó:
– Sólo un hombre ha ido a Agharti. yo. Esta es la causa por la que el santo Dalai Lama me distingue y por la que el Buda vivo de Urga me teme. Pero en vano, porque yo no me sentaré nunca en el santo trono del pontífice de Lama, ni atentaré contra lo que nos ha sido transmitido desde Gengis Kan hasta el jefe de nuestra Iglesia amarilla. No soy un monje; soy un guerrero y un vengador.
Saltó con ligereza a la silla, dio un latigazo a su caballo y partió como una tromba, lanzándonos al partir la frase de adiós de los mongoles: “Sayn! Saynbaryna!”.
Mientras regresábamos, Zerén nos refirió centenares de leyendas referentes a Tuchegun Lama.
Una anécdota particularmente me ha quedado en la memoria. Era en 1911 o 1912, en la época que los mongoles intentaban librarse del yugo chino. El cuartel general de los chinos estaba en Kobdo (Mongolia occidental); había allí unos diez mil hombres mandados por los mejores oficiales. Diose la orden de apoderarse de Kobdo a Hun Boldon, un simple pastor, que se había distinguido durante la guerra con los chinos, recibiendo por ello del Buda vivo el titulo de príncipe de Hun. Feroz, sin miedo y dotado de una fuerza hercúlea, Boldon llevó varias veces a sus mongoles al ataque, mal armados, y siempre tuvo que batirse en retirada después de perder mucha gente por el fuego de las ametralladoras. Tuchegun Lama llegó de improviso, reunió a todos los soldados y les dijo:
– No debéis temer a la muerte; no debéis batiros en retirada. Peleáis por vuestra patria, por Mongolia, y morís por ella, porque los dioses le han reservado un destino grandioso. ¡Mirad cuál será su destino!
Hizo un gesto con la mano, abarcando todo el horizonte, y los soldados vieron la comarca en torno suyo cubierta de ricas yurtas y de praderas donde pastaban enormes rebaños de ganado de todas clases. En la llanura surgieron numerosos jinetes montados en caballos lujosamente ensillados. Las mujeres iban vestidas con trajes de finísima seda, llevaban en las orejas pendientes de plata maciza, y sus cabelleras, peinadas con arte, estaban adornadas con preciosas joyas. Los mercaderes chinos conducían una interminables caravana y ofrecían sus mercancías a los saits mongoles, de distinguido porte, quienes rodeados de ziriks o soldados de brillantes uniformes, trataban altivamente a los comerciantes. Pronto desapareció semejante visión y Tuchegun habló de esta manera:
– ¡No os espante la muerte! La muerte nos libra de nuestro penoso trabajo en la tierra y es el camino que lleva a la beatitud eterna. ¡Dirigíos al Oriente! ¿No veis a vuestros hermanos y amigos caídos en el campo de batalla?
– Sí, les vemos – gritaron los asombrados mongoles, contemplando un grupo de moradas que igual podían ser yurtas que pórticos de templo, bañadas en una luz calida y dulce. Anchas franjas deslumbrantes de seda roja y amarilla revestían las paredes y el suelo; los pilares y los muros despedían ofuscante claridad; en un gran altar rojo ardían los cirios del sacrificio en candelabros de oro, mientras que de unas copas de plata maciza se desbordaba la leche o se desparramaban las nueces más apetitosas; por último, sobre muelles almohadones esparcidos por el suelo descansaban los mongoles caídos en el anterior ataque a Kobdo. Ante ellos había puestas unas mesas bajas laqueadas, cubiertas de viandas humeantes, de carnes suculentas de carnero y cabrito, de altas jarras de vino y té, de fuetes de borsuk , bollos azucarados y exquisitos de zaturán aromático envuelto en grasa de carnero, de queso seco, de dátiles, pasas y nueves. Todos los soldados muertos en el ataque fumaban en pipas de oro y conversaban alegremente.
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