Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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[(«¡Dios acogerá sus almas, si así lo desea, en el paraíso!

Pues tan horrible matanza ni en tiempos de sarracenos se hizo

no creo que se hiciera entonces, ni que nadie la hubiera consentido.»)]

Cantar de la cruzada, II-21

Guillermo quería saber más sobre Pierre para iniciarle como su ayudante y traductor, pero el chico se negaba a contestar cuando le hablaba. El francés empezó con buenos modos, pero se fue enfureciendo con tan obstinado silencio y, cuando quiso intimidarle a golpes, el muchachito se hizo un ovillo y persistió en su mutismo tozudo. A veces, le miraba con aquellos ojos verdes, grandes, hermosos y llenos de lágrimas, limitándose a exhalar un gemido ahogado cuando le golpeaba más fuerte. El caballero se sentía cada vez peor.

Salía de la tienda desconcertado y paseaba por el campamento, casi sin contestar a los que le saludaban, meditando cómo hacer entrar en razón al chico. Si no lograba su colaboración, tendría que matarle y no sabía si podría hacerlo. No le hubiera importado si se mostrara arrogante, si empuñara un arma amenazando, si fuera fuerte como él, si no tuviera ese aspecto indefenso que pedía protección. Quizá al rescatarle de aquella chusma y salvarle la vida, se había establecido un vínculo invisible por el cual él, Guillermo, por alguna ley divina cuya comprensión se le escapaba, se había convertido en su protector y no podía dañarle. Definitivamente, él sería incapaz de acabar con ese muchacho triste que parecía buscar, desear la muerte. Guillermo llegó a esa certeza cuando su escudero vino a informarle que el chico sólo bebía un poco de agua, pero que no había probado la comida que le dejó. Se sorprendió al darse cuenta de que inconscientemente rezaba, pidiéndole a Dios que Pierre comiera, que entrara en razón. De lo contrario, por mucho que le pesara, no tendría más opciones.

– Si hay que terminar con él, le diré a mi escudero que lo haga, lejos, donde yo no lo vea ni oiga -murmuraba apenado.

La hueste, después dos días de descanso recuperándose de la fiesta, honrando a los muertos y cuidando heridos, iniciaba los preparativos para la mudanza. Los soldados cargaban armas y equipajes, las tiendas se desmontaban, la avanzadilla del ejército había ya emprendido la marcha hacia Carcasona.

Guillermo no podía quedarse y, en esas condiciones, tampoco podía cargar con el chico. Le había contado a Amaury la aventura del rescate de Pierre y la mucha utilidad que éste tendría para la misión que el abad del Císter le había encargado. Su primo le advirtió de que, si el legado papal supiera de su desobediencia a la estricta orden de exterminio, se enfurecería. Tampoco se lo podría contar a su tío Simón, pues éste reaccionaría peor aún. El poliglotismo del chico no era buena excusa; otros habría que hablaran a la vez oc y oíl, y más útil aún sería un eclesiástico local que supiera latín.

El chico se estaba quedando en los huesos y continuaba mudo; sólo miraba sin responder con sus grandes ojos verdes rodeados de ojeras que contrastaban con su hermosa cabellera oscura. ¿Estaría haciendo una endura, como se decía de los cátaros cuando se dejaban morir por inanición? No le volvió a amenazar, sólo a ratos intentaba persuadirle sin éxito.

Cuando sus familiares levantaron las tiendas y partieron con las tropas, Guillermo se fingió enfermo ante su tío Simón y dijo que en un par de días estaría recuperado para reunirse con ellos. Al quedarse sólo con su mesnada en el llano arrasado por el campamento y con la siniestra silueta de la ciudad destruida y aún humeante al fondo, Guillermo tuvo que rendirse a la evidencia. Tenía que ejecutar al chico y seguir a los otros. Era el desenlace temido y, al fin, le dijo a su escudero:

– Llévate a Pierre al río. Busca un remanso tranquilo, un lugar bello y lo degüellas sin que sufra. -No podrá andar. -Carga con él, pesa poco.

Sentía una gran ternura por aquel muchacho; quiso verle por última vez y, acercándose a la tienda, oyó sorprendido que sonaba en su interior, queda, su vihuela. Espiando, vio a Pierre, que, a pesar de sus fuerzas menguadas, la tañía sentado en su rincón; era una melodía melancólica, pero muy bella. Guillermo era hombre de habilidades y la música era una de ellas, aunque habitualmente sólo la usara para entonar esas canciones en latín vulgar, llamado goliardo, picantes y burlonas, que cantaba con otros colegas estudiantes para acompañar el vino de las tabernas. Pero, aun así, era diestro con la vihuela; sabía apreciar la buena música y a los que la supieran tocar.

– Si aún ama la música, también amará la vida. Y con esa esperanza licenció a Jean de su misión de sicario y fue a pedirle a su sargento de armas que le prestara su salterio.

Cuando entró en la tienda, Pierre dejó de tocar y, como habitualmente hacía, no respondió al saludo ni a las preguntas. Guillermo se sentó a su lado y, sin hablar más, entonó con el salterio la misma melodía que había escuchado al muchacho, aunque variando intencionadamente un par de notas. Al principio Pierre no dio señales de reaccionar y Guillermo repitió la melodía una y otra vez con el mismo error. De cuando en cuando, miraba disimuladamente al joven escudero comprobando si llamaba su atención, con la esperanza de que reaccionara ante unos fallos tan obvios. Al fin, Pierre, sin poderse contener, tomó su vihuela para entonar la melodía correctamente. Guillermo, disimulando una sonrisa, agradeció la enmienda y pulsó las cuerdas de su salterio, esta vez con un solo error. Sólo tuvo que insistir un par de veces y Pierre, que parecía incapaz de soportar tal estropicio, corrigió de nuevo. Al fin, el caballero lo hizo bien.

– Pierre, a ver si sabes tocar mi canción -y se puso a tañer el salterio.

El muchacho titubeó, pero Guillermo le iba tentando. Hacía sonar su instrumento y luego esperaba a que el chico tocara. No obtuvo respuesta en la mañana, pero insistió en la tarde. Salvar al muchacho se había convertido en un reto para el de Montmorency.

Al fin, después de mucho insistir, Pierre tomó de nuevo la vihuela y obtuvo la canción sin ningún error. Guillermo se mostró asombrado y le pidió que la repitiera. El chico obedeció y el caballero se puso a hacer un contrapunto. Al poco, ambos tañían en una bella armonía de músicas cruzadas. Era hermoso y una sonrisa de placer acudió a los labios de Pierre. Era la primera vez que le veía sonreír; su rostro se iluminó y, a pesar de su delgadez, el caballero se dijo que era un bello rapaz. Guillermo se felicitó pensando que el chico se comportaba cual potrillo que precisaba doma y cariño para hacer de él un buen caballo.

Cuando fui capaz de entender aquel gran desastre, quise morir, desaparecer, no sólo como Dama Ruiseñor, sino físicamente. No tenía apetito y las imágenes de mis seres queridos acudían una y otra vez a mi pensamiento. También la de Hugo, al que creía perdido para siempre.

El caballero que me salvó de los ribaldos se enfurecía con mi silencio y al principio me golpeaba, pero luego empezó a hablarme dulcemente y parecía preocupado. No sé cuánto tiempo estuve sin comer. Me sentía débil y sólo obtenía placer en mis recuerdos. Por eso no pude evitar tocar en aquella vihuela que encontré en la tienda la Canción del Ruiseñor. Y me sorprendí cuando ese hombre vino con un salterio e intentó torpemente interpretarla. No podía soportar que mi canción sonara tan mal, así que tuve que corregirle. Después, él tocó una suya y yo no quise seguirle, pero insistió una y otra vez, mañana y tarde. Al fin, terminé haciéndolo y él se puso a acompañarme en contrapunto. ¡Qué hermosa sonaba entonces la música! Sin darme cuenta, me sentí muy cercana a aquel caballero que me sonreía y de pronto el mundo, antes pozo oscuro sin esperanza, me ofrecía algo bello, un rayo de luz. Cuando dejamos de tocar, tomó mi mano y me dijo:

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