TRAS LA PUERTA OCULTA. EL MISTERIO DEL CRONOVISOR - Germán Rodríguez
© Germán Rodríguez
© 2020, Ediciones Corona Borealis
Avda. Gregorio Prieto, 19 A
29010 Málaga
Tlf. 0034-951336282
www.coronaborealis.es
Maquetación editorial: Georgia Delena
Diseño de cubierta: Sara García
ISBN: 978-84-122508-6-2
Primera edición: enero 2021
Distribuidores: http://www.coronaborealis.es/?url=librerias.php
Todos los derechos reservados. No está permitida la reimpresión de parte alguna de este libro, ni tampoco su reproducción, ni utilización, en cualquier forma o por cualquier medio, bien sea electrónico, mecánico, químico de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito del editor.
Índice
PORTADA
TÍTULO
CRÉDITOS TRAS LA PUERTA OCULTA. EL MISTERIO DEL CRONOVISOR - Germán Rodríguez © Germán Rodríguez © 2020, Ediciones Corona Borealis Avda. Gregorio Prieto, 19 A 29010 Málaga Tlf. 0034-951336282 www.coronaborealis.es Maquetación editorial: Georgia Delena Diseño de cubierta: Sara García ISBN: 978-84-122508-6-2 Primera edición: enero 2021 Distribuidores: http://www.coronaborealis.es/?url=librerias.php Todos los derechos reservados. No está permitida la reimpresión de parte alguna de este libro, ni tampoco su reproducción, ni utilización, en cualquier forma o por cualquier medio, bien sea electrónico, mecánico, químico de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito del editor.
I. TURÍN
II. EL OJO IZQUIERDO DE DIOS
III. CRIATURAS DE LA NOCHE
IV. COSAS ESCONDIDAS DESDE TIEMPOS ANTIGUOS
V. LA OBRA DE ARTE TOTAL
VI. ESTHER
VII. TEMPUS FUGIT
VIII. ROSTROS EN LA OSCURIDAD
IX. LA CEREMONIA
X. LA VERDAD
XI. ESCENAS DEL PASADO
XII. PAPARAZZIS DE DIOS
XIII. EL APICULTOR PACIENTE
XIV. UNA CONFESIÓN
XV. SANGRE EN LAS PAREDES, TRASTOS EN EL DESVÁN
XVI. TRAS LA PISTA
XVII. UNA NOCHE EN EL CALVARIO
XVIII. AL DÍA SIGUIENTE
XIX. HURTO CON ATENUANTE
XX. ZYGOPHYLLUM DUMOSUM
XXI. UNA CONVERSACIÓN CASUAL
XXII. CAPÍTULO 1
XXIII. EN EL HUERTO DE LOS GRANADOS
XXIV. EL CAÑÓN
XXV. LA ANCIANA SABIA
XXVI. UN PERSONAJE PASADO POR ALTO
XXVII. TRAS LA PUERTA OCULTA
XXVIII. NOCHE DE PASIÓN
XXIX. UNA LLAMADA DE AUXILIO DESESPERADA
XXX. SEIS DEDOS
XXXI. EL FINAL DE TODO
XXXII. HUÍDA A NINGUNA PARTE
XXXIII. LO QUE ESTHER QUERÍA
El hombre, o lo que de él quedaba, yacía entre las flores. La imagen de su cuerpo desnudo mostraba las señales de una tortura cruel y despiadada. Bajo los golpes del flagelo, la piel se había roto en múltiples heridas —más de cien—, convirtiéndose en un mural de llagas y de sangre pintarrajeada. Las rodillas, desgarradas hasta el hueso, habían sufrido los impactos de sucesivas caídas sobre el terreno pedregoso, y el peso del madero había ido lentamente excoriando sus hombros. Impedido para servirse de las manos, no había podido evitar golpearse la cabeza contra el suelo, de modo que el yelmo de espinas que llevaba encasquetado había acabado por clavársele profundamente hasta alcanzar el cráneo. De su terrible final en la cruz hablaban los orificios de sus muñecas y pies, causados por gruesos clavos de hierro de quince centímetros de largo, y la lanzada en el costado derecho, que había atravesado la caja torácica hasta abrirle el corazón.
El más inhumano de los castigos. Mas ahora estaba a salvo.
Protegida en su relicario tras un cristal laminado a prueba de balas, su figura era claramente visible en el lienzo de lino sobre el cual la huella de sus rasgos había quedado impresa de manera milagrosa. Y ahora que al caer la noche la marea de peregrinos que cada día abarrotaba la catedral de Turín durante la ostensión de la Sábana Santa había desalojado el templo, parecía dormir finalmente en paz, con los párpados cerrados y el rostro sereno.
El relicario, rodeado de terciopelo púrpura y de exuberantes ramos de flores, ocupaba el lugar de honor en el altar barroco de la capilla del Santo Sudario. Sus medidas permitían contemplar la Sábana desplegada en toda su extensión de 4,36 por 1,11 metros, de manera que la silueta del Salvador se veía por delante y por detrás. A lo largo del marco, en letras doradas, podía leerse la plegaria «TUAM SINDONEM VENERAMUR, DOMINE, ET TUAM RECOLIMUS PASSIONEM», o sea, «Veneramos tu Sábana, Señor, y meditamos tu Pasión».
El cardenal Del Val observó la Sábana detenidamente. Como arzobispo de Turín y custodio pontificio de la Síndone, conocía bien cada centímetro cuadrado de aquella tela de lino blanco. Y aun así, como siempre, no pudo evitar un estremecimiento. No de fe, ni de exaltación ante la presencia de Dios, sino de zozobra. Inquietud, incertidumbre, temor. Un escalofrío que le recorría la espina dorsal como una serpiente.
La imagen de la Sábana era una presencia viva a la que solo le faltaba respirar. Por un momento, tuvo la sensación de que aquel hombre estaba a punto de alzar los párpados y mirarlo. Apartó la vista y se arrodilló. Luego entrelazó con fuerza sus manos vigorosas y rezó. Como la muchedumbre que desfilaba cada día ante la imagen de la Sábana, él también había buscado en el Sudario la prueba que alimentase su fe. Prudentemente, se había mantenido a una distancia equitativa tanto de las pruebas científicas que parecían acumularse en favor de su autenticidad como de las evidencias en contra que iban surgiendo como respuesta a aquellas. Siempre con paciencia, a la espera de una confirmación. Y cuando por fin esta llegó, no pudo haber sido más desconcertante.
Recordando el sentimiento de haber sido víctima de una trampa insidiosa, apretó las manos todavía más, hasta que le dolieron. Aun así, no pudo evitar que un fuego incontrolable comenzase a arderle por el pecho y despertase en él deseos de agarrar a Dios por las solapas y pedirle explicaciones.
Elevó la vista hacia la suntuosa cúpula en busca de la luz diáfana que tantas veces había contemplado derramarse por ella; pero la noche ya había caído. Pensó entonces en Guarini el arquitecto, quien, de rodillas como él ahora, había proyectado esa bóveda, ese círculo perfecto, en verdad un misterio geométrico que desafiaba a la mente. Poco a poco dejó que su vista cayese en la trampa caleidoscópica de arcos enervados, de círculos, triángulos y hexágonos que distorsionaban el espacio y que proyectaban la cúpula a más altura de la que en realidad alcanzaba. Ilusiones ópticas jugando con el espectador. Si un hombre había sido capaz de concebir algo así, ¿qué no podría hacer el Supremo Arquitecto?
Pero el engaño y la simulación, pensó, no eran propios del Gran Hacedor, sino de su imitador contumaz. ¿Quién sino él, parodia del Ser Supremo, administraba los espejismos y trampantojos? ¿No era él, acaso, el disimulado patrón de la ciencia, creadora de todos los sueños de la antigua magia? ¿No había visto Del Val, con sus propios ojos, cómo se realizaban algunos de esos sueños para devenir pesadillas a continuación?
Sin embargo, se dijo, no debía cometer el error de culpar a Satanás. Era el hombre, en su soberbia, quien se perdía por los grandes inventos y prodigios, por los milagros de su intelecto. El enemigo solo se aprovechaba para sacar su lucro, mientras dejaba que aquel, asombrado y envanecido por sus propios logros, se hundiese más y más en la jactancia hasta creerse capaz de cualquier cosa. Como los físicos ensoberbecidos que, ensalzando la materia, se dispusieron a explicar el universo y acabaron por tener que aceptar los límites difusos de la realidad, pues se toparon de bruces con un mundo de partículas huidizas que, como estrellas fugaces, jugaban a aparecer y desaparecer en la noche.
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