Miró alrededor. Se encontraba en una plazoleta con algunos árboles raquíticos atrapados en sus alcorques y dispuestos entre bancos de madera cubiertos de pintadas. Un contenedor rebosante de basura había sido volcado en una esquina. Solo la luz intensa de una tienda 24 horas, al fondo de la plaza, se le antojó hospitalaria. Allí tendrían lo que necesitaba.
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Notó que el joven tras el mostrador le observaba de reojo, y supuso por esto que debía de tener un aspecto horrible. Después encontró la botella de ginebra que buscaba y se acercó a pagar.
—Son doce euros.
Pero Weiss no reaccionó. Con la atención centrada en el expositor que había al lado del mostrador, su mirada permanecía fija en la portada de una novela. En ella, un Jesús crucificado en la oscuridad, de rostro extrañamente torvo y con un único ojo abierto, miraba hacia el lector con una intensidad amenazante. El título, El ojo izquierdo de Dios , destacaba en letras rojas.
El dependiente, un joven vestido de negro y cubierto de cruces, tatuajes y maquillaje al estilo gótico, se percató rápidamente del magnetismo que el ojo de Cristo tenía sobre Weiss, que no dejaba de contemplarlo con horror. Se sonrió al pensar que, si en ese momento entrase una abuelita por la puerta, se asustaría más de ver a ese hombre de traje y gabardina empalidecido como la muerte que de verlo a él, ni siquiera con toda su oscura fachada.
—¿Le interesa la novela? —le preguntó, de nuevo sin obtener respuesta.
En la tienda había otro cliente, uno de los habituales, un hombre que en ese momento se acercó al mostrador con un pack de cervezas y se puso a la cola. De inmediato, el dependiente lo miró y con un leve golpe de cabeza en dirección a Weiss lo hizo cómplice de la situación.
—Una cubierta curiosa, ¿verdad? —se aventuró entonces a decir el hombre esperando ser de ayuda y girando su rostro hacia Weiss.
Y fue efectivo. Weiss salió del hechizo y con su semblante demudado le clavó una mirada vacía de respuestas. Después de un corto silencio, y sintiendo que la voz le salía de algún rincón muy profundo de la garganta, habló por fin.
—¿Qué libro es este? —le preguntó—. ¿De qué puede tratar un libro así?
El hombre se lo pensó antes de contestar.
—Bueno, creo que la cubierta da una idea de por dónde van los tiros.
El dependiente, que los observaba a ambos, asintió en silencio. Weiss tragó saliva con ansiedad.
—Un Dios siniestro —musitó, asintiendo nerviosamente—. Un Dios que no perdona. Vengativo. —Sus ojos buscaron de nuevo la cubierta casi en contra de su voluntad, como atraídos por una fuerza magnética. Nada más encontrarse con los del Crucificado, se desviaron de inmediato llenos de temor, como si aquel dibujo fuese un ser real capaz de lanzarle una maldición desde el papel—. ¿La ha leído? —preguntó luego, en voz baja.
—Por desgracia, sí. —El cliente rio—. No recuerdo los detalles, salvo que Dios es un monstruo que se empeña en joderle la vida al protagonista. La cuestión es que algunas deudas con Él son impagables, así que siempre volverá a por más. No tengas familia, no tengas amigos, porque te va a golpear donde más duele. —Hizo una pausa y sonrió con ironía—. No sé quién habrá escrito algo así, pero no me lo llevaría a una fiesta.
—¡Quien lo haya escrito ha visto de verdad a Dios! —exclamó Weiss dirigiéndose al expositor. Luego, ante la mirada estupefacta de los dos hombres, cogió la novela y empezó a blandirla con el pulso agitado—. ¡Lo ha visto, como yo! ¡Y ha visto su ojo acusador al acecho, este mismo ojo! ¡Sabe que está condenado!
—Ya —dijo el cliente, observando con disimulo la botella de ginebra de su interlocutor. El aire desgarrado de Weiss casi había conseguido impresionarlo, pero resultaba imposible no percibir el fuerte olor a alcohol que emitía. Dejó el dinero de las cervezas en el mostrador y se despidió antes de salir—. En fin, buenas noches.
Weiss no contestó. Como si se arrepintiese de haberla tocado, devolvió la novela al expositor. Sin embargo, continuó mirando el ojo de Dios en la cubierta con una angustia que al dependiente se le hizo ya insoportable. El joven deseó que aquel borracho, tarado, o lo que fuera, se marchase de una vez por todas de su tienda.
—Si le interesa la novela, son veinte euros. —Esperó la respuesta de Weiss, pero solo le llegó la tremenda sensación opresiva que este emanaba—. Mire, ¿sabe qué? Se la regalo. En serio. Se la dejo gratis. Total, lleva meses ahí sin que nadie la compre. Le van a salir telarañas.
Weiss vaciló: giró un segundo su rostro hacia al dependiente; luego volvió a mirar con aprensión aquella portada extrañamente ominosa.
—No se la cobro. En serio, cójala.
Tomando aliento, el torturado hombre alargó la mano muy despacio hasta rozar el libro con la punta de los dedos.
Si estás ahí dentro, acechando entre esas páginas, ¿qué quieres ahora de mí?
Ya no era una decisión suya. Simplemente, dejó que su mano tomase la novela y, sin dar las gracias al dependiente, se marchó.
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Refugiado de la lluvia bajo el saliente de la entrada, aplacó la sed con un largo trago de ginebra. En ese momento, un grupo de jóvenes ruidosos pasó por su lado y entró en la tienda. El último chocó adrede con él haciendo que la novela se le escurriese de la mano y acabase cayendo en un charco. Weiss, que no deseaba tener que hacerle daño al chico, dejó que se marchara con sus amigos entre bromas y risotadas a su costa. Suspiró y, al agacharse para recoger el libro con intención de secarlo con la manga, vio que había quedado abierto y que mostraba la solapa con los datos del autor. En realidad, no se le había ocurrido preguntarse quién sería, pero ahora recogió el libro y leyó el texto con interés: «Tomás Mellizo (Madrid, 1975). Periodista de investigación del diario La Verdad , sus colaboraciones ocasionales con la revista Al Otro Lado muestran su inclinación por el mundo del misterio y de lo oculto, que aborda también en esta su primera novela».
Los datos eran sucintos y no encontró en ellos nada llamativo. Se centró en la fotografía, que mostraba a un hombre delgado, nervudo, de rostro alargado, rasgos finos y un aspecto juvenil acentuado por una melena castaña que caía hasta cubrirle las orejas. Solo las primeras canas, que empezaban a salpicarle la barba pelirroja muy corta, delataban que se iba aproximando a los cuarenta. De hecho, fue la mirada lo que más captó su interés. El ceño fruncido formaba una arruga clavada como un puñal en el entrecejo. Supo enseguida que aquel pliegue profundo no era producto de la hosquedad sino más bien de la obsesión. Y reconoció la intensidad malherida de unos ojos que parecían saber de un enemigo invisible, de alguna sombra que amenazaba con aparecerse y llevárselo todo. La misma sombra esquiva que, cada mañana, se deslizaba en el espejo por detrás de su propio rostro.
Entonces, de repente, se dio cuenta: el hombre de la foto era el cliente con el que acababa de hablar en la tienda.
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Forzando su cojera, se asomó a cada una de las calles que desembocaban en la plazoleta. Demasiado tarde. El extraño se había esfumado.
Desalentado, tomó asiento en uno de los bancos y hundió la cabeza entre las manos. ¿A qué retorcido giro del destino había obedecido aquel encuentro? Se sintió atrapado por una maquinaria implacable, como si su cuerpo girase entre los engranajes de un reloj que amenazaban con triturarle los miembros. ¿Cuándo acabaría aquello? Apretó los dientes y se tiró del pelo hasta causarse dolor.
De pronto, unas palabras resonaron en su cabeza. Potentes e imparables, se hicieron dueñas y ocuparon cada rincón de su mente.
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