Germán Rodriguez - Tras la puerta oculta

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Tomás Melllizo, periodista del misterio, está acostumbrado a las historias dudosas. Pero esta supera a todas.A sus oídos llega una historia sobre unos viejos documentos secretos del Vaticano que hablan del Proyecto Cronovisor: una máquina para ver el pasado y obtener imágenes de Jesús.Pero en este proyecto algo fue mal y fue cancelado de repente y sus responsables muertos en circunstancias extrañas.Una historia descabellada, de no ser por una fotografía que acompaña a los documentos. Tan borrosa como perturbadora, la imagen retrata a Jesús en la cruz Tomás inicia la investigación uniéndose a la doctora Esther Weiss y se ponen tras la pista de lo ocurrido. ¿Existió realmente el Cronovisor? ¿Tuvo éxito? ¿Qué vieron y por qué el Vaticano canceló el proyecto?Pero Tomás y Esther no tardarán en comprender que personajes muy poderosos están dispuestos a todo con tal de que la historia del Cronovisor no salga a la luz

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Buscó algo que le recordase al antiguo despacho de Del Val en el Vaticano, que conocía bien por haberlo visitado con asiduidad. Una biblia se encontraba abierta sobre la mesa, como en los viejos tiempos; pero no su vieja biblia manoseada, sino un ejemplar de lujo, encuadernado en piel con incrustaciones de metal y esmalte. El atril sobre el que reposaba era una pieza de anticuario. A su lado, junto a una vela sin estrenar, reconoció un gran crucifijo de piedra negra sobre el cual un Cristo metálico y flaco exhibía sus heridas como una rana diseccionada. Apartó la vista.

Los valiosos muebles de madera, recién encerados, brillaban como si acabase de pasar la brigada de limpieza del reino de los cielos. Se fijó en el entarimado, donde las vetas de la madera parecían dibujar el rostro sufriente de un hombre alrededor de un par de nudos. Al lado vio su propio rostro no menos sufriente reflejándose en el barniz, como un alma condenada a morar en otra dimensión, prisionera para siempre en el inframundo del despacho por culpa de Del Val. Se preguntó cuántas almas condenadas como la suya morarían bajo aquel parqué gracias al cardenal.

En verdad, apenas había nada que le recordase a la vieja guarida de Del Val, aquella austera oficina sin ventanas cuyos desconchados muebles metálicos, sepultados bajo montañas de papeles en desorden, se oxidaban lentamente por la humedad. Si su antiguo despacho parecía el nido, tejido en un oscuro rincón, de una araña, este se asemejaba al de un águila allá en lo alto de un pico, en las inmediaciones del sol. Era evidente que Del Val estaba ahora más cerca de Dios. Sin embargo, pensó, uno nunca se retiraba del todo de ‘aquello’. Si bien era cierto que había abandonado su oscura madriguera, ocupada ahora por alguien más, también era cierto que solo él sabía cuánta suciedad había dejado bajo la alfombra; y a la hora de pasar la aspiradora no habría más remedio que recurrir a su persona. Sin duda, aquel viejo zorro era todavía uno de los hombres más poderosos del Vaticano.

Pero ahora era él, Weiss, quien sostenía una pistola. La había vuelto a sacar del bolsillo de su gabardina y volvía a apuntar con ella al cardenal.

—Ezequiel... —leyó mirando la biblia abierta sobre la mesa. La página estaba marcada con un curioso colgante: una cruz sobre una media luna acostada y con los brazos y el madero vertical rematados por sendas medias lunas más pequeñas. Lo tomó y le pareció pesado, de plomo. Lo devolvió a su sitio—. ¿Una lectura provechosa? —le preguntó a Del Val.

El cardenal se acercó a la mesa, cerró el libro y se sentó.

—Tienes un problema y me gustaría ayudarte, Weiss.

—Aún no sabe cuál es mi problema.

—Por tu aliento, yo diría que es la ginebra. ¿O no?

El desconcierto y la humillación se hicieron patentes en el rostro de Weiss. Parecía ser que, incluso sin pistola, aquel maldito dominaba la situación. El cardenal se recostó en la silla y centró sobre el pecho la cruz de Caravaca dorada que le colgaba del cuello, haciéndola tintinear como una campanilla contra su anillo de zafiro. Parecía sentirse cómodo en la tensa convivencia que el arma había creado entre ambos.

—Siéntate —lo invitó, en tono paternal.

Weiss sintió la tentación de aceptar, de obedecer. Qué fácil sería encomendarse a aquel hombre. Confiar, depositar una fe ciega en él y en lo que representaba. No hacerse más preguntas. Acogerse a su protección, dejar que él juzgase y aceptar su sabio veredicto. Abrazar sus órdenes, como había hecho siempre. Pero la misma desesperación que lo había llevado hasta allí lo hizo agarrar con más fuerza la pistola.

—Prefiero estar de pie.

Del Val sopesó la situación.

—Bien. ¿Qué quieres?

—Saber por qué.

—Por qué, ¿qué?

—Hace casi cuarenta años, pero debería acordarse. ¿Por qué me dio aquella orden? ¡¿Por qué tuve que hacerlo?! —De nuevo, su voz había adquirido un tono lleno de desespero.

—No es asunto de tu incumbencia —le recriminó el cardenal con firmeza—. Ni entonces, ni ahora.

Weiss murmuró algo entre dientes en su idioma, como si serrase las palabras, y de repente se abalanzó sobre la mesa y la hizo temblar de un puñetazo; amartilló la pistola y apuntó directamente a la cara del cardenal. Del Val sintió una oleada de miedo por el vientre, pero evitó retroceder; sostuvo la mirada de aquellos ojos inyectados en sangre y percibió su debilidad.

—Hiciste lo que se te ordenó por el bien de la Iglesia. A cambio, recibiste la recompensa que tanto anhelabas. Con eso debería bastarte. Lo que ocurrió era la voluntad de Dios.

—La recompensa que tanto anhelaba… —Ahogó una risa amarga—. Una recompensa que Él acabó convirtiendo en otro castigo... Si lo que ocurrió era su voluntad, ¿por qué me lo reprocha? ¿Por qué no deja de perseguirme?

—¿Es Dios o la ginebra, Weiss?

Del Val le clavó una mirada acusadora que lo penetró hasta el fondo. Weiss vaciló. Llevaba muy dentro la culpa y la vergüenza, pero no debía permitir que él las utilizase para manipularlo. No debía dejarse confundir. Si prolongaba demasiado el diálogo con él, corría el riesgo de que lo convenciera.

—Ya basta. La caja fuerte. Ábrala.

Con gesto resignado, el cardenal levantó su recio cuerpo de la silla y se dispuso a apartar uno de los cuadros que decoraban la estancia. Weiss lo interrumpió.

—Esa, no.

Del Val se quedó quieto mientras Weiss se le acercaba, alargaba la mano y le arrancaba de un tirón la cruz de Caravaca. Con el rostro crispado, lo vio cojear cuidadosamente por el entarimado hasta que llegó a un punto muy concreto. Allí se detuvo y se agachó.

Weiss examinó más de cerca el rostro humano que parecían dibujar las vetas de la madera. Palpó el nudo que recordaba a un ojo e insertó en él un brazo de la cruz de Caravaca. La giró como una llave. De inmediato, tres tablones del entarimado se soltaron, descubriendo una caja fuerte oculta. Hizo un gesto a Del Val y, a regañadientes, este apoyó la yema del dedo índice en un lector de huellas dactilares.

Weiss abrió la caja y examinó el contenido. Dinero en efectivo, talonarios de cheques, medallas de oro y plata, cruces pectorales con piedras preciosas. Lo apartó todo sin contemplaciones y revolvió el fondo hasta encontrar una vieja carpeta de documentos de color azul, manoseada y desgastada por el tiempo. Echó un rápido vistazo al contenido: papeles amarillentos escritos a máquina y viejas fotos. Las respuestas que buscaba. Cerró la carpeta y se la quedó.

El rostro pétreo de Del Val parecía a punto de resquebrajarse por la furia contenida. Weiss no fue capaz de sostenerle la mirada. Con timidez, se justificó como ante un padre autoritario.

—Necesito saber por qué.

Se adelantó con la intención de besarle el anillo, pero Del Val le retiró la mano sin decir palabra. Weiss tomó aire, apretó con fuerza la pistola y lo golpeó con ella en la cabeza.

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Salió del despacho con la carpeta oculta bajo la gabardina. Nada más cerrar la puerta, oyó unos pasos que se acercaban tras la esquina del pasillo, a su izquierda. Sor Virtudes apareció ante él. Notó claramente que la monja lo estaba examinando; se fijaba sobre todo en su cara.

Sin duda, estoy alterado y se me nota. Creo que estoy sudando. Unas perlas de sudor microscópicas pueden brillar mucho a la luz de las lámparas. En la frente, en la cara. Tranquilo. Que mis gestos no me delaten.

—Buenas noches —dijo, y se alejó cojeando por el pasillo.

En cuanto Weiss dobló la esquina, sor Virtudes llamó suavemente a la puerta del despacho. Al no haber respuesta, insistió un poco más fuerte. Nada.

—¿Eminencia?

Silencio al otro lado. ¿Por qué no contestaba? Había notado algo raro cuando lo vio llegar acompañado y extrañamente se había tomado las pastillas en el pasillo, y ahora la actitud del visitante al abandonar el despacho le acababa de confirmar esta impresión. Se lo pensó y finalmente decidió abrir la puerta.

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