Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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– Con esos blasones y vuestro buen dominio de la lengua de oíl, nada tenéis que temer -me dijo.

Era extraño pasear sola entre hombres sintiendo la seguridad de ser uno más de ellos. Era un campamento variopinto y los nobles colgaban sus divisas en las tiendas, delimitando el terreno ocupado por sus tropas con sus colores. Los más ricos, como el conde de Nevers, de Saint Paul o el duque de Borgoña, tenían hermosos pabellones con mullidas alfombras, tapices y sedas. A mí me encantan las buenas monturas y disfrutaba deteniéndome en las caballerizas de los grandes nobles para contemplar el buen porte de los animales. Los había de distintos tipos, desde los destrers pesados y poderosos, entrenados para el choque en combate, a bellos y ligeros alazanes de paseo.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que incluso en mi nueva condición debía cuidarme. Como joven efebo, también despertaba el interés de ciertos hombres y así lo demostraban con silbidos o comentarios. Un escudero llegó incluso a palparme la nalga y cuando eché mano a mi daga, se fue riéndose a carcajadas.

El campamento era como una ciudad gigantesca, plantada a distancia prudencial de las puertas de la ciudad para prevenir tanto las saetas como un ataque por sorpresa de la caballería occitana. Se habían empezado a construir algunas empalizadas y pequeños fosos en ciertos lugares en los que se montaba guardia y, aunque no se trabajara aquel día, los carpinteros lo tenían todo dispuesto para la fabricación de piezas y el ensamblaje de máquinas de guerra.

Pero la gente estaba alegre; era domingo, todos habían obtenido algún botín en Béziers y, convencidos de que habría combate el lunes, se apresuraban a gozar del momento. Sabían que de morir el día siguiente, como cruzados, irían al cielo por mucho que pecaran. Por lo tanto, intentaban disfrutar al máximo de los que quizá fueran sus últimos momentos en este valle de lágrimas, buscando risas y placer.

Los carromatos de taberneros y barraganas, establecidos en zonas estratégicas, no daban abasto con tanto negocio; el cobre, la plata e incluso el oro, aunque también distintas mercancías procedentes del expolio de Béziers, cambiaban de manos con rapidez. Había cánticos, danza y también algún tumulto. Vi a dos mujeres que por sus pinturas debían de ser prostitutas peleándose en el polvo, en medio de un corro de hombres riéndose, vociferando y apostando como si se tratara de gallos. De cuando en cuando, se arrancaban una pieza de ropa hasta terminar prácticamente desnudas y, a pesar de mi poca experiencia en esos asuntos, pronto colegí que ni se pegaban ni arañaban con la ferocidad que sus gritos y gestos proclamaban. Era una pelea amañada que, además, incitaba al negocio de la lujuria; alguien obtendría mucho dinero tanto de las apuestas como de los cuerpos.

Entonces me pregunté qué hacía yo allí. Cuando pensaba que era Pierre, sentía deseos de vivir, de aprender, de contemplar todo lo nuevo, bueno y malo. Pero cuando recordaba que antes fui Bruna, la Dama Ruiseñor, se me partía el corazón de pena y deseaba el fin de mis días.

Entonces, un ansia incontenible de llorar y rezar por los míos me invadió y quise refugiarme en la tienda de Guillermo. Pero me di cuenta de que no sabía regresar a ella y, después de orientarme con referencia a los muros de la ciudad, me puse a andar entre los vivaques hacia donde yo creía que estaban las tiendas de los nobles francos. Al poco, percibí que estaba cruzando por una zona de ribaldos. Se agrupaban alrededor de pequeñas lumbres y todas sus pertenencias consistían en hatillos de leña, cuencos con los que cocían sus legumbres y tocino, cazos para agua, pan y un macuto donde poca cosa cabía. Alrededor de los fuegos había mujeres e incluso niños; todos iban descalzos y vestían poco más que pieles. Era chusma que nada tenía en su lugar de origen, por lo que nada podía perder. La cruzada era su gran oportunidad de alimentarse sin mayores trabajos y, si eran afortunados, conseguir un botín que mejorara su suerte en la tierra. O la muerte, que sin duda los situaría en un cielo bastante más apetecible para ellos que para los ricos.

A pesar de que sólo llevaban dos días en el lugar, aquello era nauseabundo. La aglomeración de gentes, el calor y las heces humanas que se iban acumulando sólo dejaban respirar con la brisa. Los nobles y sus tropas hacían sus necesidades en las caballerizas, que se limpiaban cada día, transportándose el estiércol lejos. Nada de eso ocurría con los ribaldos, a quienes, acostumbrados a la promiscuidad en sus lugares de origen, no les importaba defecar e incluso hacer el amor delante de los demás y a pleno día. También allí corría el vino y me di cuenta de que yo, vistiendo ropas lujosas y calzando borceguíes, peligraba en aquel lugar. Incluso la daga que lucía al cinto era algo codiciado por aquellas gentes. De repente, se me ocurrió que podía encontrarme con los que me atacaron en Béziers; Guillermo no acudiría esta vez en mi ayuda y ellos tomarían venganza en mí por sus compañeros. Mucho había deseado la muerte, pero, cuando me vino el pensamiento de ésta en manos de aquellos individuos, sentí terror, incluso náuseas. Creía que todos me miraban y, sin querer correr, empecé a acelerar mi paso para salir de allí, pero en lugar de eso me adentraba cada vez más en aquella madriguera gigante. No entendía bien su jerga. Era lengua de oíl, aunque plagada de argot, pero supe que hablaban del paje. Se daban voces y silbaban para alertarse, para que sus vecinos se fijaran en mí. Estaba muy intranquila. Apresuré más mi marcha, deseaba ser invisible, pero ahora tenía la plena convicción de que todos me miraban, y se mofaban algunos entre risotadas. ¿Verían el miedo en mis ojos?

Entonces fue cuando me encontré de frente con un barbudo enorme, vestido sólo con un taparrabo de piel y una garrota al cinto, que me cortaba el camino. Empezó a increparme sobre mi aspecto pulido y afeminado. Se formó un corro de curiosos y la amenaza de mi puño sobre la daga no parecía intimidarle lo más mínimo. Al poco, me insultaba abiertamente entre las risas de los mirones y después pasó a empujarme. Miré a mi alrededor calculando dónde podría haber un hueco y de un empellón me escurrí entre aquellas gentes. Nadie me sujetó y empecé a correr tanto como pude.

Se formó una gran algarabía, los gritos crecieron, también las risas, y muchos se lanzaron a perseguirme. Poco duró mi carrera; enseguida me encontré a unos cuantos esperándome con los brazos abiertos. Era el fin. Entre risas y burlas fueron estrechando el cerco. Noté que una gran mano me asía por la nuca y vi cómo el hombretón que antes me detuvo se abría paso hasta mí.

– Primero nos vas a dar todo lo que llevas -dijo. Cuando fue a quitarme la sobrevesta con las armas de los Montfort, empecé a patear tratando de liberarme a toda costa de las muchas manos que me sujetaban. Sabía lo que me esperaba cuando vieran que era mujer. Había deseado la muerte, pero no la quería en aquel momento y menos de una forma tan humillante y horrible.

Perdí la daga, el cinto, los borceguíes. Desesperada, me debatía con todas mis fuerzas gritando socorro aun a sabiendas de que nadie acudiría en mi ayuda y que eso sólo les hacía reír más. Mil pezuñas me tocaban, olía su aliento, el tufo a vino, su sudor, el odio que sentían por los señores que les explotaban y a quienes yo recordaba con mi aspecto. Sólo la cota de malla protegía el secreto de mi feminidad y vi la desdentada sonrisa de triunfo del tipo que primero me agredió cuando iba a sacármela. Pero de pronto alguien sujetó su mano mientras una voz profunda decía en un argot que apenas comprendí:

– ¡Deteneos, estúpidos!

Era un hombre grande, de mediana edad y que parecía muy fuerte. Vestía telas caras, aunque desaliñadas y pensé que procedían de Béziers. Ceñía su pelo largo con una especie de aro de cobre que se asemejaba a una corona, llevaba espada y detrás de él aparecieron otros que parecían secundarle. Me soltaron y caí pesadamente al suelo. Sudaba y mi corazón latía desaforado.

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