Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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– ¿Conoces a la dama Bruna, hija de Bernard de Béziers, a la que llaman Dama Ruiseñor?

– Sí.

– ¿Quién es tu padre?

– Bota de Maureilhan.

Las respuestas del muchacho eran las correctas, pero Guillermo no quiso manifestar su satisfacción. Lo sujetó de la cota de malla y lo atrajo hasta que sus caras quedaran muy cercanas.

– Debiera matarte ahora mismo, hereje -le gruñó.

– Mátame si quieres -repuso el chico, que parecía haber sobrepasado el límite del espanto-; no me importa, pero no me insultes, yo soy buen católico.

– Pues has desobedecido al Papa.

El muchacho se encogió de hombros.

– No, que yo sepa.

Guillermo comprendió que no avanzaba por aquel camino y fue más directo.

– ¿Quieres vivir?

Peyre le miró a los ojos sin responder y el caballero dio por sentado que sí quería.

– Pues júrame por la salvación de tu alma y por tu honor de futuro caballero que me servirás a cambio de tu vida y te sacaré de aquí.

El chico le continuaba mirando sin reaccionar.

– ¡Jura o te mato aquí mismo! -le gritó Guillermo sacudiéndole.

– Lo juro.

– Bien -dijo el caballero, satisfecho-, hay que irse aprisa. Escucha: a partir de ahora te llamas Pierre, no Peyre, y eres un primo lejano mío, un Montmorency, y mi paje.

El muchacho hizo un gesto desganado.

– Y coge tu daga y sujétala mejor la próxima vez.

Bajaron al patio, donde los ribaldos apilaban todo tipo de enseres, y Guillermo hizo montar a Pierre en la grupa de su corcel para buscar, en la ciudad agonizante, a la Dama Ruiseñor.

27

«E li un e li autre an entre lor empris

que a calque castel en que la ost venguis

que no's volguessan rendre, tro que l'ost les prezis

qu'aneson a la espaza e qu'om les aucezis.»

[(«Entre unos y otros acordaron (los nobles y los clérigos)

que a cada fortaleza que la hueste sitiara

que no se hubiera rendido y que la hueste tomara

pasar a todos los habitantes por la espada.»)]

Cantar de la cruzada, II-21

Apenas recuerdo cómo caí en poder de aquel caballero franco. Me había resignado a morir, pero algo en mí deseaba aún la vida. Vi que todos creían que yo era un varón adolescente y pensé que como hombre tendría más oportunidades de sobrevivir o de morir con dignidad. Dije llamarme Peyre por mi hermano fallecido y que mi padre era Bota de Maureilhan, porque suya era la casa donde el caballero franco me rescató de los ribaldos, pero mi intuición me decía que mi salvador no buscaba a Bruna de Béziers con buenas intenciones.

Cuando salimos del palacio, me preguntó que adonde habrían ido las damas nobles y comprendí que me quería viva o muerta. Repuse que se habrían refugiado en la catedral de San Nazario o en alguna otra iglesia. Quiso ir a la catedral y allí le conduje. Al llegar las puertas, estaban abiertas de par en par y la soldadesca cruzada aún merodeaba en el exterior. Por mucho que viva, jamás veré algo tan espantoso.

La sangre manaba del pórtico corriendo escaleras abajo y formando un gran charco en la plaza. Intenté irme, huir, pero a empellones el caballero me obligó a entrar.

No habían respetado la inviolabilidad del templo, ni la tregua de Dios que en las iglesias regía; ni siquiera a los sacerdotes católicos y sus hábitos sagrados.

El padre Jacques, el diácono del obispo, que no había querido abandonar a sus fieles cuando su superior lo hizo, yacía en la puerta de la iglesia vestido con casulla de misa solemne. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, igual que Cristo en la cruz, sólo que a él le habían abierto el cráneo de un hachazo. Sin duda, quiso detener a los asaltantes, proteger a su rebaño de la matanza; intento inútil de imitar al Salvador. Dos de sus curas le acompañaban en la muerte, también tendidos en la entrada y con sus cuerpos acuchillados. Miré horrorizada adentro. Los cadáveres de los fieles se amontonaban unos encima de otros. Llenaban la iglesia, se apilaban contra las paredes.

– Busca a la Dama Ruiseñor -ordenó mi captor.

Casi ni le oí; aquello era una pesadilla, algo tan horrible y espeluznante que me hacía incapaz de reaccionar. Estaba inmovilizada.

– Búscala -insistió elevando la voz.

Como no me movía, me empujó; entonces tropecé en uno de los cadáveres y caí en aquel mar de sangre. Estaba aún caliente y tenía un sabor salobre, férrico. Quedé tendida allí, sin fuerzas, mientras las náuseas revolvían mi estómago. Eso pareció encolerizar al hombre, que empezó a propinarme puntapiés hasta que me hizo levantar.

– Busca -dijo azuzándome como si yo fuera un perro. Y tuve que fingir la búsqueda de mi propio cadáver moviendo los cuerpos de las muchachas tendidas boca abajo para verles la cara. Era terrible; fuera de algún anciano, todos eran mujeres y niños. A muchos les reconocía y no podía evitar imaginármelos tal como eran la última vez que les vi vivos.

– ¿Por qué? -sollozaba-. ¿Por qué los mataron si todos eran buenos católicos? Aquí no hay ningún hereje.

La única respuesta que obtenía del caballero era que buscara a la Dama Ruiseñor. No podía dejar de llorar y cuando encontré a Guillemma y a mi ama, mis piernas se negaron a sostenerme y me desplomé sobre ellas desconsolada. Estaban abrazadas; se refugiaron una en la otra cuando les llegó la muerte y sus cuerpos aún conservaban calor. Hacía sólo unos instantes nos despedimos con un abrazo; estaban llenas de vida y creyeron que sus rezos, que aquel lugar sagrado las salvaría.

– ¿Es ésa Bruna? -oí que interrogaba el caballero.

– Mátame a mí también -le grité entre lágrimas-. No puedo más, prefiero morir.

– ¿Es la Dama Ruiseñor? -insistió.

– ¡Dejadme en paz! -le chillé.

Me miró desconcertado. Le sorprendía que no le temiera y desenvainó su espada amenazante. Yo la vi con esperanza. Me arrodillé, junté mis manos en oración y le ofrecí el cuello. Mi cuerpo caería sobre el de mis queridas muertas y así iríamos juntas a la eternidad.

– Por última vez, obedeced -su tono mostraba que se enfurecía.

– No lo haré. Matadme.

Y levantó su espada para castigar mi insolente desobediencia.

28

«Le reis e li arlot cugeren estre gais

deis avers que an pres e ric per tost temps mais

quant seis lor o an tout, tug escrian a fais:

"A foc! a foc!" escrian li gratz tafur pudnais.»

[(«El Rey y sus ribaldos creyeron poder gozar

del botín que tomaron y ser ricos para siempre,

pero cuando todo ello les arrebataron, se pusieron a gritar

"¡A fuego!, ¡a fuego!", gritaban. ¡Malvados truhanes!»)]

Cantar de la cruzada, II-22

Carcasona

– ¡Los cruzados han entrado al asalto en Béziers! -gritó el jinete nada más cruzar el dintel del patio de armas del castillo de Carcasona.

Era la tarde del día siguiente en que el vizconde Trencavel había llegado a la ciudad y en aquel momento se encontraba reunido en consejo de guerra con sus nobles. Justo trataba con Hugo de Mataplana del reclutamiento de mercenarios cuando se oyeron gritos en el patio. Hizo subir al correo de inmediato y la noticia enmudeció a los asistentes. Se miraban unos a otros incrédulos.

Aquello era impensable; Béziers estaba preparada para resistir un largo asedio, todos contaban con ello.

El vizconde pidió detalles al hombre que le miraba con expresión de temor, pero éste sólo pudo confirmar que los cruzados habían entrado en la ciudad, que cuando él partió ya se luchaba en las almenas y que no había dejado de cabalgar, cambiando caballos en el sistema de postas del vizcondado.

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