Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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Guillermo de Montmorency se santiguó y murmuró una plegaria, mientras las lágrimas inundaban sus ojos. Su corazón de guerrero se había encogido y apenas podía contener los sollozos. Y cuando oyó a la chusma especular, en su miserable argot que destrozaba la lengua de oíl, si los de arriba habrían tenido tiempo de violar a la muchacha o si ésta se les habría escapado intocada, sintió deseos de cargar contra ellos a mandobles.

– Vamos, antes de que se nos escape la Dama Ruiseñor -le dijo a su primo Amaury, para evitar la tentación.

Éste contemplaba, desde la altura que le aseguraba su montura, fascinado, los cuerpos en el suelo. Guillermo evitó mirarle a los ojos para no delatar su emoción, pero quiso dejarle algo claro:

– Cuando la matemos, será a golpe de espada. Sin humillación, con respeto.

– ¿No quedaría mejor si la degollamos con una daga? -interrogó su primo.

– No lo sé -repuso Guillermo dubitativo-. Nunca me enseñaron cómo se asesina a una dama.

25

«Li borzes de la vila viro.ls crozatz venir,

e lo rei deis arlotz que los vai envazir

e.ls truans els fossatz de totas pertz salhir.»

[(«Los burgueses de la villa ya ven los cruzados llegar

y al Rey Ribaldo que les viene a invadir

y a los truhanes, por todos lados, los fosos saltar.»)]

Cantar de la cruzada, II-20

El espectáculo desde la torre era aterrador. Los defensores de la puerta de Saint Guilhem habían sido superados y los asaltantes, miles de ellos, como un gigantesco ejército de hormigas, se lanzaban a los fosos, trepaban por las murallas, venían por todos los lados a la vez.

Supe que la ciudad estaba perdida y también sus habitantes. Abrazada a mi prima, sollozando, comprendí que los augurios de Sara se cumplirían. Y recordé las enigmáticas palabras que me susurró al oído mientras mi ama tiraba de mí, la última vez que nos vimos: «Cortad vuestro pelo, vestiros de acero».

Ahora comprendía lo que días antes fui incapaz de entender; «como un muchacho», pensé entonces, y me dije que si fuera un chico estaría luchando al lado de mi padre, la persona a quien yo más quería.

Mi único hermano murió a los trece años de una mala caída de su montura. Quizá por eso mi padre me trataba a veces como al hijo que perdió. Siempre estuvimos muy unidos y, al ser el jefe militar de Béziers, jugaba conmigo frecuentemente con armas. También le acompañaba a cazar y él insistía en que fuera yo misma quien preparara mi montura y cuidara del caballo. Sentí unos deseos incontenibles de verle por última vez, abrazarle antes de morir, de hacerme perdonar mis impertinencias, de estar con él cuando la turba cayera sobre nosotros.

Bajé corriendo de la torre y me encontré que mi ama nos esperaba, retorciéndose las manos angustiada.

– Cortadme el pelo -le pedí-. Voy a luchar con mi padre.

– Pero, Bruna -protestó-, sois una dama, no un hombre.

– Dama u hombre, hoy moriremos. Por favor, haced lo que os digo.

– No cometáis locuras, refugiémonos en la catedral. Estaremos seguras en tierra santa protegida por la tregua de Dios.

– Id vosotras, yo voy con mi padre.

La discusión se prolongó por unos minutos, pero la mujer estaba aterrorizada y la prisa que sentía por encontrarse segura en la iglesia hizo que cediera con relativa facilidad. Con un cazo de cocina por bonete, hice que me cortara el pelo alrededor, tal como hacían los pajes. Los cabellos fueron al fuego y busqué donde sabía que mi padre guardaba las armas de mi hermano.

Cuando me despedí de mi ama y mi prima Guillemma, mi aspecto era el de un muchacho vestido para la guerra. Camisa y calzas de lana, casco, una cota de malla que me llegaba hasta las rodillas, daga al cinto y espada corta. Mi ama murmuró en su lengua de oíl que estaba loca y que los santos me protegieran. Nos despedimos las tres entre abrazos y lágrimas, y salieron ellas a todo correr hacia la catedral. Yo me dirigí a paso rápido al tramo de la muralla donde había visto a mi padre por última vez, pero al subir los escalones que conducían al parapeto del muro vi que, allí arriba, ya se luchaba cuerpo a cuerpo. Muchos de los de Béziers habían caído y los ribaldos que subían por las escaleras de madera adosadas a la parte exterior de nuestras fortificaciones llegaban en tropel por la ronda de la muralla, la que conducía a la puerta de Saint Saturnin y continuaba hacia la de Saint Guilhem. En aquella dirección había partido mi padre. Y al ver aquel gentío hostil, me di cuenta, angustiada, de que era tarde, de que jamás le volvería a ver vivo.

Los nuestros resistían a duras penas aquella avalancha y yo no sabía cómo enfrentarme a los asaltantes. Uno de ellos, vestido con una piel que le cubría parte del torso y hasta media pantorrilla, me largó un lanzazo con su azcona, que apenas pude esquivar de un salto. A mi lado caía machacado a cachiporrazos un muchacho al que reconocí como el ayudante de uno de los tratantes en mulas de la villa.

– El muro está perdido, defendámonos en las casas -gritó un hombre que empezaba a bajar los escalones que yo había subido hacía un momento. Me di cuenta de que era Gilles, el platero que tenía puesto en el mercado.

Presa del pánico, le seguí instintivamente y, cuando llegamos al suelo, me di cuenta de que los que nos seguían ya no eran de los nuestros. Sólo habíamos escapado dos.

Pensé en reunirme con mi ama y mi prima, pero un tropel de ribaldos que llegaban por la calle que conducía a la catedral me hizo desistir. Corrimos en dirección contraria, pero Gilles se quedaba atrás y una flecha le alcanzó en la pantorrilla. Cayó con un gran grito mientras una muchedumbre se abalanzaba sobre él. Corrí sin esperanza, por puro instinto, retrasando el trágico destino que me aguardaba y cuando vi el otro extremo de la calle bloqueado por enemigos, me precipité dentro de una casa con las puertas abiertas de par en par. Tenía un amplio patio y me di cuenta de que estaba en el palacio de los Maureilhan, una de las familias nobles de Béziers. Vi que los animales aún estaban en sus caballerizas y que en la cocina ardía el fuego, pero todo indicaba que el lugar había sido abandonado precipitadamente.

– ¡Aquí se ha escondido uno! -oí gritar.

Y al girarme, vi la silueta de un grupo cubriendo el vano de la puerta por la que yo acababa de entrar en la casa. Jadeante a causa de la carrera y del peso de la cota de malla, subí las escaleras que comunicaban el patio con el primer piso. Pensaba que quizá pudiera alcanzar la azotea y de allí saltar a otro edificio.

Pero buscando la escalera para la planta superior me encontré en un salón que hacía las veces de dormitorio con ventana a la calle. Quise salir de allí, pero el barullo de los ribaldos que ya subían las escaleras me hizo pensar que era mejor esconderme tras los cortinajes que separaban la cama del resto de la habitación. Demasiado tarde, ya estaban en la puerta. Descalzos, vestidos con harapos, sonrisas sedientas de sangre, portando armas, algunas arrebatadas a los defensores de la ciudad, gritaron excitados al verme.

– ¡Está aquí, ya le tenemos!

Supe que mi hora había llegado. Ya nunca más vería a mi padre, aunque con toda seguridad habría muerto ya. Ahora me tocaba a mí y buscaba consuelo en la idea de que en un momento me reuniría con él, con mi madre y mi hermano en el cielo. Pero antes debía sufrir el trance de la muerte. Vi a un par de aquellos tipos astrosos, uno joven y otro mayor, que se abalanzaban hacia mí e instintivamente saqué mi daga. Eso hizo que dieran un paso atrás.

– Mira el mozuelo ese -rió el más viejo, un tipo enjuto, de unos cuarenta años, calvo, cetrino y arrugado-. Nos vamos a divertir.

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