Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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El vizconde advirtió con severidad que todos debían obedecer estrictamente las órdenes de Bernard de Béziers, su senescal, que lideraba la defensa en su nombre. Al despedirse, les animó diciéndoles que resistieran con fuerza y valor, que él acudiría en su socorro.

Había que partir a toda prisa y Hugo aprovechó el tiempo escaso en que los escuderos aprestaban los caballos para encontrarse con Bruna.

– La ciudad está en un peligro muy serio -le dijo-. Venid conmigo, la corte del vizconde os acogerá.

– No puedo… -musitó ella-, no puedo dejar a mi padre.

– Vuestro padre es un hombre de armas. Luchará mejor si no teme por vos.

– No, no le dejaré si está en peligro.

– Permitidme que le hable, él os ama. Le convenceré para que os deje ir. No será difícil.

– Soy yo quien no quiero dejarle. Además, nuestros muros y la posición de la ciudad sobre el río nos protegen. Nada nos ha de ocurrir.

– Señora, sois mi dama -sus ojos se humedecieron-. Yo debiera quedarme a protegeros, pero no puedo, tengo una misión que cumplir.

– Vos tenéis una misión que cumplir, yo tengo un padre a quien amo. Es el senescal de la ciudad. Su hija no puede huir; sería una ofensa para él y para la ciudad.

Hugo sabía que su dama estaba en lo cierto. Entonces, hincó una rodilla en el suelo y le besó la mano. Ella le acarició tiernamente el cabello.

Poco después, el vizconde, acompañado de Hugo y cuatro caballeros más, partía al galope hacia Carcasona.

22

«So fo a una festa c'om ditz la Magdalena,

que Tabas de Cister sa granda ost amena

trastota entorn Bézers alberga sus Parena.»

[(«Ocurrió en la fiesta que llaman de la Magdalena,

cuando el abad del Císter con su gran hueste llega

y en los alrededores de Béziers acampa toda ella.»)]

Cantar de la cruzada, II-17

Béziers

Guillermo y Amaury llegaron la tarde del 21 de julio a Béziers con una avanzadilla cruzada guiada por hombres del conde de Tolosa. La ciudad se alzaba imponente tras sus murallas, encaramada en la cima de una colina a cuyos pies se deslizaba por la parte oeste el caudaloso río Orb. Se mantuvieron a prudente distancia de las defensas y de las milicias que protegían a los últimos campesinos rezagados que acudían con sus rebaños y carros cargados de provisiones a refugiarse en la ciudad. Por el camino comprobaron que los molinos estaban arruinados y que todo lo que hubiera podido servir de sustento a los invasores, y que los lugareños no pudieron acarrear, había sido quemado.

– Nos quieren hacer pasar hambre -comentó con una sonrisa Amaury.

Guillermo se encogió de hombros.

– ¿Esperabas que el vizconde nos invitara a cenar?

Amaury rió de buena gana.

– Si nos hubiéramos presentado tañendo una vihuela y cantando una trova, quizá -repuso-, pero así, armados hasta los dientes y con ganas de pelea, rompiendo las normas de cortesía, no creo que lo haga.

– ¡Qué susceptible!

Y ambos estallaron en carcajadas.

Exploraron los extramuros, concluyendo que la zona al este era el único lugar donde el campamento cruzado podía instalarse. La colina descendía suavemente hasta el riachuelo de San Antonio. Un puente lo cruzaba y por encima transcurría la antigua vía romana que llevaba a Montpellier. Por ese camino llegaría a la mañana siguiente el grueso de la cruzada. Una alameda bordeaba el curso casi seco y fangoso. Madera que serviría para los artilugios de asalto, pensó Guillermo. Del otro lado del arroyo, el terreno ascendía suave, cubierto por campos de labor, lejos del alcance de los ballesteros y petrarias de la ciudad. Allí podrían instalar las tiendas con tranquilidad. Mentalmente Guillermo empezó a distribuir a los nobles según su rango y poder. El duque de Borgoña, el conde de Nevers, el de Saint Pol y el senescal de Anjou en los lugares más llanos al lado del camino y en el centro el abad del Cister. Su tío, Simón de Montfort, junto a otros nobles prestigiosos, pero menores, y los obispos, un poco más allá…

Descendieron dirección sudoeste siguiendo el riachuelo hasta su unión con el río Orb. Éste bajaba ancho, caudaloso y el único medio de cruzarlo, excepto por las barcazas que obviamente no darían servicio a los cruzados, era el antiguo puente romano a los pies de Béziers. Continuaron siguiendo el curso del río hacia la ciudad, cuyos muros se alzaban imponentes, encaramados en su colina y, muy por encima de ellos, la llamada torre Ventosa y la catedral de San Nazario. Pronto se detuvieron. No podían seguir sin convertirse en blanco fácil para cualquier arquero de las almenas. La franja entre el río y las murallas, incluido el puente, estaban completamente protegidas desde arriba. Un ataque por el lado oeste era imposible y por el sur, dada la pendiente hasta los muros, era igual de difícil. Regresaron revisando las fortificaciones de la ciudad a distancia prudencial y vieron que la puerta de Saint Jacques estaba formidablemente bastida. También lo estaban las puertas de Saint Gilles, Saint Saturnin y Saint Guilhem, orientadas al este. Sin embargo, Guillermo y Amaury comentaron que ese lienzo de muralla era el único que ofrecía posibilidades. Continuaron su recorrido hacia el norte y luego al oeste, donde de nuevo el río Orb les detuvo. La ciudad volvía a encaramarse majestuosa en la colina, tras los muros. El sol del atardecer daba tonalidades rosadas a las paredes, a las torres de las defensas y las iglesias de Saint Aphrodisie y de la Magdalena, en contraste con los verdes de la alameda y el brillo del río.

– ¡Qué hermosa villa! -exclamó Guillermo.

El día siguiente era el 22 de julio, festividad de la Magdalena y, al poco de amanecer, llegaron los caballeros que negociaron en representación de sus señores el espacio y ubicación que cada uno ocuparía en el campamento. El asunto no era baladí, ya que se trataba de una cuestión de prestigio para los nobles. Pero la cruzada llevaba casi un mes reunida, los rangos estaban bastante bien establecidos y pronto las ubicaciones se conformaron aproximadamente como Guillermo había anticipado. La primera tienda en elevarse fue el gran pabellón del conde de Nevers, que servía de lugar de reunión de los líderes de la cruzada y punto de referencia de todo el campamento.

Los habitantes de la ciudad abarrotaban las almenas; era una muchedumbre desafiante, sorprendentemente festiva, vociferante y altanera, que observaba a los cruzados increpándoles.

Los nobles y la caballería llegaron pronto en la mañana e hicieron un recorrido semejante al que el día anterior hicieron los primos, sus escuderos y los guías tolosanos. Y a media mañana empezaron a llegar las tropas de a pie, los mercenarios, los ribaldos y la chusma que les acompañaba. Cada uno se ubicó según sus señores estaban ubicados y los demás, donde pudieron. El vulgo también tenía sus jerarquías y Renard, el llamado Rey Ribaldo, dispuso sus lugares.

Al mediodía, el legado papal convocó a los nobles principales en el pabellón de Nevers. Había que acordar el almacenaje, racionamiento y procura de suministros para un asedio que prometía ser largo, y también la estrategia de asalto, ya que Béziers difícilmente sería vencida por hambre y, dada la proximidad del río que discurría a los pies de los muros oeste de la villa, tampoco por sed.

– La única zona vulnerable es la oeste -afirmó el conde de Nevers. Y un murmullo aprobatorio demostró el acuerdo unánime-. En todos los demás puntos la altura es tanta que nuestras máquinas de asalto y arqueros estarían muy en desventaja frente a sus ballestas, catapultas y petrarias.

– Debiéramos construir unas empalizadas detrás del riachuelo de San Antonio para proteger el campamento -comentó el conde de Saint Pol.

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