Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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– No puedo, gracias, he de quedarme -le contesté gentilmente con intención y gesto de marcharme.

– ¡Esperad! -dijo sujetándome de la falda, reteniéndome.

Yo miré su mano, después a sus ojos, y ella me soltó. De haber sido doña Bernarda, me hubiera puesto a gritar y habría ordenado a los hombres de armas que nos acompañaban que la golpearan. Era muy atrevido para un judío comportarse de esa forma con una dama.

– ¡Esperad! -repitió ahora en tono de súplica-. Dejad que os ayude como buenamente pueda.

Vi que sacaba su pañuelo negro, el bordado con la estrella de seis puntas, y no pude resistir mi curiosidad por conocer lo que iba a decirme.

– ¡Bruna! -gritó doña Bernarda-. Vamos ya, que llegaremos tarde a misa. Deja a esa mujer.

Sara extendió rápidamente su pañuelo escondido tras una columna del soportal para ocultarlo de la vista de la comitiva y, rápidamente, hizo rodar los huesecillos.

– Hombre -murmuró-, hierro…

– ¡Vamos ya! -insistió doña Bernarda, y poniendo acción a la palabra, empezó a acercarse a nosotras.

– ¿Qué ves? -pregunté-. ¡Dímelo rápido!

Entonces, percatándose de la llegada de mi ama, recogió el pañuelo con los pequeños huesos dentro y los guardó a toda prisa en un gran bolsillo de su delantal.

– Dímelo -insistí.

Sara se quedó en trance, con su mirada perdida en el infinito, como si no pudiera hablar. Una doña Bernarda furiosa nos caía encima y tirando de mí gruñó:

– Una dama no debe hablar con judías y menos con una que tiene fama de bruja.

Me dejé llevar sin ofrecer resistencia, pero al mirar atrás vi a Sara, que parecía haber regresado a nuestro mundo y, rápida, se me acercó murmurándome varias frases al oído. Después desapareció.

Entendí algunas de sus palabras, aunque en aquel momento lo que dijo me pareció absurdo.

19

«L'aucis en traído dereire en trespassant, e.l ferit per la esquina am son espeut trencant.»

[(«Lo mató a traición traspasándolo por atrás, hiriéndole en el espinazo con su afilada azcona.»)]

Cantar de la cruzada, I-4

Saint Gilles

Guillermo de Montmorency y Jean empezaron a sudar en la cripta cuando trataban de bajar la losa que cubría la tumba de Peyre de Castelnou. Nada más entrar en el recinto, habían percibido el «olor de santidad», «una fragancia suave pero penetrante, tanto que al abrir la tumba las gentes creyeron que la habían llenado de perfumes» que, según relataban los monjes, el cuerpo del futuro santo exhalaba. Los hachones que Jean escamoteó en su celda, escondidos bajo el jergón, iluminaban ahora la siniestra escena y, cuando lograron mover la losa, dejando ranuras suficientes para poder sujetarla con las manos, el olor se hizo mucho más intenso.

– Pues si los santos se miden por sus aromas -bromeó Guillermo-, éste lo debe de ser mucho.

De hecho, la fragancia era tal que por un momento pensaron

que se mareaban, pero recuperándose, contaron hasta tres y al fin consiguieron elevar la piedra y depositarla en el suelo sin estropicios. Hubo un instante de vacilación, pero era tarde para sentir reparos y, a pesar de lo intimidante de la escena, Guillermo tomó la iniciativa y, elevando un hachón, iluminó el interior de la sepultura.

Vieron un cuerpo colocado boca arriba, vestido con hábito cuya capucha le cubría la mitad del rostro, y las manos cruzadas sobre el pecho.

– Saquémosle.

Guillermo lo tomó por la parte superior y Jean, por la inferior. Peyre pesaba poco y fue fácil sacarlo y ponerlo en el suelo, pero el contacto frío de la piedra y el tacto mórbido del cuerpo les hizo estremecerse. Le desnudaron y vieron a un hombre de unos sesenta años, pequeño de estatura y delgado, pero de gesto enérgico. Aun cadáver, el abad inspiraba respeto y el joven cruzado se preguntó si era su entrometida curiosidad, el diablo o ambas cosas a la vez lo que le llevaban a cometer tal profanación. Pero no era momento para lamentaciones ni titubeos, tenía un objetivo que cumplir.

Con la ayuda de Jean, que sostenía una antorcha, examinó el cuerpo con cuidado, con delicadeza, sintiendo que en cualquier momento Peyre se podía incorporar para recriminarle tan deplorable acción y condenarle al infierno.

Guillermo vio una única gran herida. La azcona había penetrado por la derecha de la espalda, de arriba abajo, saliendo por delante hacia la izquierda. El asesino estaba sobre un caballo, por encima del abad y había acertado en el centro del espinazo partiéndolo en dos. Lo que hacía de aquél un cadáver extraño, ya que parecía dos piezas unidas sólo por un poco de piel y escasa carne. Fuera de eso sólo apreciaron unos rasguños menores en la cabeza, seguramente causados por la caída de la mula.

– Pons nos quería ocultar que el cadáver fue embalsamado -comentó Guillermo.

Palpó de nuevo el espinazo roto y murmuró:

– Y se inventa la leyenda del santo. Lo que cuenta de Peyre absolviendo a su asesino mientras le miraba a los ojos es una patraña. No creo que al ser atacado por la espalda y con semejante herida pudiera ni siquiera verle, se debió de desplomar de inmediato. Al joven no se le escapaba la trascendencia de aquello. La jugada había sido predicada contra el conde de Tolosa como asesino de un mártir, de un santo. Y un buen motivo para iniciar un proceso de beatificación de alguien de vida ejemplar era encontrar su cuerpo incorrupto un año después de su inhumación y en aroma de santidad». Y era obvio que el cadáver había sido embalsamado. De los muchos argumentos usados por el obispo Fulko de Marsella y el abad del Císter, Arnaldo, al predicar la cruzada, casi todos se basaban en la monstruosidad del conde. Dijeron que se acostaba con sus sobrinas y que había hecho acuchillar a un sacerdote que le recriminaba su impiedad. Y añadían, con toda profusión de detalles, que no contento con semejante infamia, hizo descuartizar y machacar el cuerpo del clérigo con un crucifijo de hierro. Un verdadero sacrilegio, pero sin duda la muerte de un bienaventurado como Peyre de Castelnou era el mayor de sus pecados.

– Ahora sabemos cómo se hace un santo -murmuró Guillermo-y también cómo se fabrica una cruzada.

Después volvió a examinar el lívido cadáver. Había algo en aquella herida inusual. El caballero quedó unos instantes pensativo antes de requerir la ayuda de su criado. -Extraño, muy extraño -dijo.

Depositaron el cuerpo, con todo cuidado, en su tumba y, una vez colocada la losa, el cruzado se arrodilló junto a su escudero y, a pesar de la inquietud de éste, que temía fueran descubiertos, rezó largo tiempo para que el Señor le perdonara lo que acababa de hacer.

20

«Le vescoms de Bezers

intrec a Bezers un maiti al l'albor

e enquer jorns no fu.»

[(«El vizconde de Béziers (Trencavel)

entró en Béziers una mañana al alba

antes de que el día despuntara.»)]

Cantar de la cruzada, II-15

Béziers

Había deseado tanto ver a Hugo de nuevo… Soñaba con él dormida, soñaba con él despierta. Imaginaba que, a su regreso, mis días se llenarían de trovas, canciones y miradas enamoradas.

Pero la noticia de su aparición vino junto a la presurosa llegada de nuestro señor el vizconde Trencavel. Cuando les vi, en la casa de mi padre, sentí que mi corazón estallaba de gozo. Hugo hablaba al vizconde con la naturalidad de un amigo y me llené de esperanza. Quizá el vizconde quisiera hablar a mi padre en nuestro favor y él, que me adoraba, escucharía al fin las súplicas de su hija. Quería que Hugo tuviera mi alma y mi cuerpo. No quería ser infeliz como mi madre lo fue, desgajada en dos; el cuerpo para mi padre, el corazón entregado a Sans.

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