Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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– No entregaré mi cuerpo a quien no tenga mi amor -notaba las lágrimas en mis ojos.

– El amor conyugal surge de la convivencia.

– Quiero a Hugo.

– Imposible, no te conviene -y levantándose de la mesa, añadió-: ¡Ya basta, Bruna! ¡Asume tu responsabilidad! -y, sin esperar mi respuesta, fue a reunirse con sus hombres, que ya le esperaban a caballo.

Me quedé angustiada y llena de preguntas. ¿Por qué mi padre no consideraba a alguien tan lleno de méritos y con la confianza del Rey? Además, parecía entenderse muy bien con Hugo, que le apreciaba. ¿Acaso el heredero de título, posesiones, castillo y amigo del Rey no estaba a nuestro nivel? ¿Con quién estaría preparando mi boda?

Decidí luchar por mi amor. Él acostumbraba a concederme todo lo que yo quería, ¿por qué me negaba ahora lo más importante?

Me dije que nunca desposaría a quien no amara y desde aquella mañana empecé a negarle la sonrisa a mi padre. Pensaba que privándole de mi cariño él terminaría aceptando el mío por Hugo.

16

«En tant cant lo mons dura n'a cavalier milhor ni plus pros ni plus larg, plus cortes ni gensor.»

[(«En toda la extensión del mundo, no hay mejor caballero

ni más valiente, ni más generoso, ni cortés, ni agraciado.»)]

(Refiriéndose al vizconde Trencavel)

Cantar de la cruzada, II-15

Carcasona

Hugo de Mataplana no esperó a que lo anunciaran y con confianza de amigo entró en el patio de armas del castillo. El vizconde estaba ejercitándose a caballo, cargando con una lanza roma contra un bulto de madera y tela que rotaba al ser golpeado y que contraatacaba, a su vez, con un peso sujeto con una cuerda.

Tan pronto el caballero vio al trovador, al que la guardia había franqueado el paso sin preguntar, tiró la lanza a uno de sus escuderos, levantó la celada de su casco y le saludó:

– Mucho madrugáis, mi amigo Huget.

– Razones hay, mi señor -repuso éste.

El vizconde detuvo su montura y saltando de ella, se quitó el casco y los protectores de la cabeza. Su hermosa melena rubia estaba pegada por el sudor, pero sus ojos azules brillaban con la misma luz que su amplia sonrisa.

– Vamos a tomar algo -dijo a su visitante.

Raimon Roger Trencavel, vizconde de Béziers, Albi y Carcasona, era modelo de joven caballero occitano. Quizá demasiado joven, demasiado caballero y demasiado occitano en opinión de Hugo. Protector de trovadores, cantado y alabado por éstos; amaba la poesía, el amor galante a las damas y se burlaba del miedo y de las preocupaciones. Su risa franca era su mayor joya y orgullo. Por eso despreciaba a su tío, el conde Raimon VI de Tolosa, con el que estaba enfrentado por innumerables disputas. Cuando éste, al saber que Arnaldo, el abad del Císter, tenía éxito en el norte predicando la cruzada, acudió a pedirle que, zanjando sus diferencias, se aliaran en defensa común, Trencavel le dio la espalda. Con sólo veinticuatro años, pletórico de fuerzas y valor, podía oler el temor en su tío fofo y barrigón y en nada se fiaba de sus promesas, que, según sus palabras, no valían ni lo que una manzana podrida. Al conde sólo le preocupaba su supervivencia y la de sus dominios, confiando en la política para mantenerlos. No en vano había tenido cinco mujeres a las que sustituía, vivas o muertas, tan pronto una nueva alianza matrimonial le era más ventajosa.

Hugo le contó al vizconde la humillación vista en Saint Gilles, sin que éste se sorprendiera, ya que estaba informado de los planes de su tío. En su opinión, no cabía esperar otra cosa de semejante ruin.

– Pero eso no es todo -continuó el trovador-. Vuestro tío pidió la cruz a los legados papales.

– No le aceptarán en la cruzada -afirmó el vizconde-. ¿Cómo puede ser tan osado si hasta los azotes estaba excomulgado y la Iglesia le considera el instigador del asesinato de Peyre de Castelnou?

– Sí le aceptarán -repuso Hugo-. Su bisabuelo entró en Jerusalén librando la primera cruzada, se ha humillado en público, ha prometido todo lo que Roma ha querido…; es un católico reconciliado.

– Pero todos saben que es un miserable sin palabra…

– Mis informantes dicen que será aceptado -cortó Hugo-. Precisamente por eso, porque no tiene prestigio. Hay cartas secretas del Papa al abad del Císter, Arnaldo, en ese sentido; vuestro tío será quien guíe a los cruzados hasta vuestras tierras. La cruzada no se puede parar y ha cambiado de objetivo: ahora sois vos.

– Pero a mí no se me acusa de ningún crimen.

– No importa. Se os acusa de ser un príncipe tolerante; dais cargos importantes a judíos, no perseguís a los cátaros y aun así se os admira. Es precisamente vuestro prestigio en Occitania, vuestra fama lo que os hace peligroso; a vos quieren vencer ahora.

– Pues resistiré con la ayuda del conde de Foix y el apoyo de nuestro Rey.

– No, Raimon Roger, Pedro II no podrá ayudaros. Vos sois su vasallo, pero él es vasallo del Papa que le coronó en Roma. Y aun si quisiera desobedecer al Papa, hoy tiene sus tropas en la frontera del sur luchando contra los musulmanes. No cuenta con milicia para apoyaros.

– Resistiremos igualmente.

– No habéis visto lo que yo. Estoy acostumbrado a ver ejércitos. En Aragón estamos en lucha permanente, pero nunca lo del otro día. Cabalgué en dirección a Lyon y presencié cómo los cruzados iniciaban su marcha. Son cientos de miles; nobles con sus mesnadas, caballeros, frailes, mercenarios, chusma y rufianes. El Ródano está lleno de barcazas que transportan armas, víveres, máquinas de guerra. Son tantos que hay que esperar muchas horas para que todos pasen por el mismo punto del camino real. Y continúan llegando.

El vizconde se levantó de su asiento para pasear de un lado a otro de la estancia; no esperaba tan malas noticias. Miró a través del ventanal, que mostraba una extensa vista de la vega del río Aude, ahora en paz, y la imaginó ocupada por cientos de miles de enemigos.

En contra de su actitud natural, su faz mostraba preocupación cuando preguntó:

– ¿Qué otra opción hay?

– Pactar la paz con los legados del Papa, tal como mi señor Pedro II os aconsejó a vos y al conde de Foix a principios de año.

– ¿Y que me humillen como a mi tío? -Raimon Roger miraba indignado a Hugo-. Jamás consentiré la afrenta. Prefiero luchar.

– No es por vos, mi señor -repuso Hugo con tristeza-. Hacedlo por vuestros vasallos.

17

«A Sant Gili'l sosterran ab mot ciri ardant e am mot Kyrieleison que li elere van cantant.»

[(«En Saint Gilles lo entierran con muchos cirios quemando y con los frailes muchos kirieleisón cantando.»)]

Cantar de la cruzada, I-4

Saint Gilles

Cuando Amaury de Montfort, junto a la comitiva del legado y los demás cruzados, partió hacia Lyon para unirse a su padre en los preparativos de tropas, armas y suministros, Guillermo quiso quedarse e investigar la muerte de Peyre de Castelnou en el lugar de los hechos.

El abad Pons de Saint Gilles le acogió con suma hospitalidad, no en vano inquiría en nombre de Arnaldo Amalric, el superior de la Orden del Císter. Éste había demostrado su poder como legado papal al hacer nombrar como abad en un monasterio benedictino a Pons, un cisterciense. Éste estaba emocionado con lo ocurrido en su abadía: la pompa de la ceremonia y el valor que aquello confería al cadáver incorrupto de Peyre de Castelnou, que allí se custodiaba, aumentaba el prestigio de su comunidad, lo que reportaría más peregrinos, más donaciones, mayores rentas.

Guillermo, al ser eclesiástico, tuvo que someterse al severo régimen de horarios de la abadía. No le importaba alojarse en una celda tan austera que sólo tenía un jergón de paja, pero odiaba acudir a todos los rezos comunitarios día y noche y, en especial, al de maitines por el madrugón que comportaba. Y acostumbrado, como caballero que era, a las buenas viandas, la escasa bazofia vegetal que los frailes comían le parecía insufrible. Jean, su escudero, se lamentaba de la misma penitencia.

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