Jorge Molist - La Reina Oculta

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La edad media: época de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladrón anónimo roba la carga de la séptima mula, un documento que según se comenta podría acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone será una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargará a un joven vividor parisino que recupere la carga de la séptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y París, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero español. No sabe que en pocos días su ciudad será asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzarán en una historia llena de aventuras, amores y muertes.

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Pero algo iba mal, las formas del vizconde no eran tranquilas y sonrientes como nos tenía acostumbrados, aquellas que le convertían en modelo de caballeros, en especial frente a las damas. De hecho, al entrar, pareció no percatarse de la presencia de las señoras que le observábamos desde un extremo del patio.

Convocaron con urgencia a Simón, el baile judío de Béziers. Así como mi padre era el representante militar del vizconde, él había sido, hasta hacía poco, su regidor en cuanto a impuestos y administración. La reunión se celebró en el gran salón de nuestra casa y yo logré escabullarme de mi ama para escuchar tras la puerta que daba a nuestras dependencias familiares y que, a diferencia de la que comunicaba con el patio, no tenía guardia armada. Quería oír la voz de mi querido Hugo.

Pero por desgracia oí mucho más.

– Saint Gilles se salvó al ser dominio del conde de Tolosa y Montpellier es posesión, por matrimonio con María, del rey Pedro II. El Papa dio órdenes específicas para que fuera respetada -comentaba Hugo-. Béziers será la primera ciudad sobre la que caiga la cruzada.

– Tenemos buenos muros y he ordenado a los campesinos de la comarca que se refugien en la ciudad con todas sus provisiones -dijo mi padre-. Nuestros ciudadanos se jactan de sus libertades y del coste que pagaron por ellas; pienso que querrán resistir.

El joven vizconde asintió. Bien conocía el carácter orgulloso e independiente de los habitantes de Béziers, los llamados biterrois. Cuarenta años antes su abuelo Trencavel había sido asesinado por algunos burgueses de la ciudad a las puertas de la iglesia de la Magdalena durante una disputa sobre derechos ciudadanos. El obispo, que apoyaba al vizconde, escapó de milagro sólo con varios dientes rotos. Dos años después, el padre de Raimon Roger Trencavel vengó al suyo, llegando a un acuerdo con los biterrois, que fue roto de inmediato para masacrar a los responsables del asesinato, entregando a las esposas de éstos a sus mercenarios aragoneses y catalanes precisamente el día de la Magdalena. Los ejecutados fueron considerados héroes por la mayoría de la población. No, los biterrois no se sometían con facilidad.

– Yo también creo que resistirán -intervino Simón-, pero si el sitio termina en negociación, tanto cátaros como valdenses y judíos seremos entregados a los cruzados -y dijo dirigiéndose al vizconde-: Señor, os pido que dejéis que los judíos nos refugiemos en lugares más seguros.

– Bernard, ¿creéis que la marcha de los judíos desanimaría la resistencia de la ciudad? -inquirió el vizconde.

– No lo creo -repuso mi padre-. Simón está en lo cierto: si hay negociación, los cruzados no se irán de aquí sin derramar sangre. Sólo perdonarán a los católicos.

– Por otra parte, si la ciudad resiste, tendrán que abandonar el sitio antes del mes -dijo el vizconde-. Precisamente su debilidad reside en su cantidad. ¿Cómo alimentarán a doscientos mil combatientes si las provisiones de la comarca están encerradas en Béziers?

– Agua del río Orb no les faltará, pero tampoco a nosotros, que tenemos pozos excavados por debajo del nivel freático. No pasaremos sed y ellos no tendrán tiempo de desviar la corriente -comentó mi padre-. Agosto puede ser muy caluroso y a mediados la mayoría habrá cumplido los cuarenta días de servicio a la cruzada que obliga el Papa. Aburridos y hambrientos, regresarán a sus tierras.

– Así pues, Bernard, ¿aconsejáis resistir? -inquirió el vizconde.

– Si los burgueses acuerdan hacerlo, como pienso que lo harán, debemos resistir. Esta tarde convocaré a los cónsules de la ciudad en la catedral de San Nazario.

– Yo partiré de inmediato a Carcasona para reunir tropas. Junto con mis nobles de la Montaña Negra, el Minervoise y Corbiéres, boicotearemos la retaguardia y a los suministros de los sitiadores -dijo el vizconde-. Hugo se encargará de reclutar mercenarios catalanes y aragoneses. Estoy seguro de que el rey Pedro, aunque no pueda intervenir, nos ayudará.

– Señor -preguntó Simón-, ¿qué actitud visteis en los cruzados? ¿Se podrá llegar a un acuerdo? ¿Alguna garantía para los judíos?

El vizconde intercambió una mirada con Hugo antes de responder. Cuando lo hizo, dijo:

– Fuimos con Hugo a Montpellier, donde ya ha llegado la cruzada. Buscaba negociar con Arnaldo, el legado papal y abad del Cister No quiso vernos. Si resistimos, hay que ganar. Ésa es la única garantía de supervivencia, tanto para judíos como para cristianos.

21

«El lor ditz que's defendan a forsa e a vertu que en breu de termini serán ben socorru.»

[(«Les dice que se defiendan con fuerza y valor, que en corto plazo regresará para socorrerles.»)]

Cantar de la cruzada, II-16

Antes nos dejaríamos ahogar en la mar salada que deponer nuestra forma de gobierno -le gritó uno de los cónsules al obispo Reginald de Montpeyroux.

Un griterío ensordecedor en apoyo a esas palabras resonó dentro de la iglesia de la Magdalena, centro de reunión del consejo ciudadano.

Los cónsules daban voz tanto a los pequeños nobles como a los gremios, y éstos, a los ciudadanos afiliados a ellos por su ocupación laboral. Armeros, peleteros, tejedores, plateros y docenas de otros oficios estaban allí representados por algunos de sus miembros, agrupados junto pendones gremiales que enarbolaban con fiereza. Los bancos de la iglesia estaban repletos y muchos tenían que estar de pie.

– Pero razonad -insistió el obispo, que días antes se había unido a la cruzada en Montpellier con el fin de negociar la salvación de la ciudad con el legado Arnaldo, abad del Císter. Al fin había logrado un difícil acuerdo con la esperanza de hacer entrar en razón a los orgullosos biterrois-; si os rendís y os sometéis a la autoridad del legado y entregáis a los doscientos veintidós herejes cátaros y valdenses de la villa, os salvaréis.

– No aceptaremos imposiciones ni del legado ni del Papa -reputó otro de los cónsules-. Nuestros muros son fuertes, tenemos hombres, armas, provisiones para resistir…

– Locos, locos… -el obispo sacudía la cabeza incrédulo-. Consentid o condenaréis a vuestras familias.

– Ni el Papa, ni el abad del Císter, ni los cruzados, ni toda la Iglesia católica en pleno doblegarán nuestra voluntad de ciudad libre -gritó otro.

Un clamor de aprobación acogió la proclama. -Béziers sólo rinde cuentas al vizconde -clamó uno que por su vestimenta lujosa evidenciaba que era un rico burgués- y siempre que éste respete nuestros derechos y libertades. La Iglesia católica no es quién para imponernos sumisión.

– Razonad -insistió el obispo-. Los he visto, son decenas, cientos de miles; os arrollarán. Están a escasas millas de aquí. Dentro de poco caerán sobre vosotros.

– No entregaremos a ninguno de nuestros vecinos -dijo otro que vestía ropas comunes de artesano-. No importa qué religión profese, aunque fuera forastero y estuviera de visita. Ésta es una ciudad libre y así continuará.

– Si sobrevive -musitó el eclesiástico.

– Las milicias de la ciudad sabrán resistir, los cruzados se hartarán de pasar hambre y calor a las puertas de Béziers y regresarán al norte.

La muchedumbre, enardecida, volvió a clamar. El obispo, asustado por la exaltación de los biterrois, decidió abandonar la ciudad para exponer al abad del Císter el fracaso de su empeño y con él partieron unos pocos temerosos. Pero los sacerdotes decidieron quedarse con sus paisanos para socorrerles espiritualmente en los difíciles días venideros.

Algo parecido había ocurrido la tarde anterior en el mismo lugar. El vizconde y su senescal expusieron la situación a los cónsules y ellos acordaron resistir, apoyando a su señor a pesar de las tensas relaciones, siempre por motivo de sus libertades, que a veces mantenían con éste. Raimon Roger Trencavel, como señor de Béziers, estaba obligado a defender la ciudad y dijo que iría a Carcasona, que convocaría a sus nobles, a su aliado el conde de Foix y que se contratarían mercenarios para reforzar la tropa. Entre todos formarían un gran ejército para atacar a los sitiadores por la retaguardia.

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