David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Amaury miró a Chawar y le dijo:

– Muy bien. Creo que todo ha t-t-terminado. Estoy dispuesto a partir, a cambio de cien mil dinares.

– ¡Aquí tienes cincuenta mil! -le gritó Chawar-. Deberás conformarte con ellos. Pero te prometo que te haré llegar otros tantos en cuanto tu corcel esté de nuevo comiendo su pienso de avena en su establo.

Amaury ordenó a tres de sus lacayos que fueran a cargar en muías los sacos de oro qué había traído Chawar. Finalmente saludó al visir:

– Espero que algún día tengamos ocasión de vernos de nuevo.

El viejo visir, a quien años de ejercicio del poder habían avezado a todas las sutilezas del arte de la diplomacia, replicó, no sin cierta sinceridad:

– Yo también lo espero.

Luego, cuando el ejército franco volvía ya hacia oriente, Chawar masculló algo para sí y lanzó a todo galope a su yegua para alcanzar a Amaury.

– ¡Una última cosa, amigo mío! Debes saber que en este mismo instante varios miles de jinetes (dos mil de ellos de élite) han abandonado Damasco para venir a El Cairo.

– ¡Lo sabía, viejo t-t-truhán!

– Yo no tengo nada que ver con eso. Ha sido mi hijo. En fin, ya estás informado. Si quieres llegar hasta ellos, eres libre de hacerlo. Creo que esta información bien vale el millón de dinares que no has obtenido.

– Oh no -dijo Amaury-, vale mucho más que eso.

Con ojos cansados contempló la orilla izquierda del Nilo, bañada de resplandores rojizos que enturbiaban el paisaje. Torbellinos de polvo, mezclados con cenizas y hollín, volaban por los aires en busca de un lugar donde posarse. Cuando lo hacían sobre un palmeral, los árboles plantados a lo largo del río se inflamaban como candelabros gigantes. Monos con el pelaje en llamas surgían de ellos para sumergirse en las aguas del Nilo, donde los cocodrilos les esperaban con la boca abierta. No se recordaba en Egipto un día en el que los cocodrilos hubieran disfrutado de un festín como ese, con los monos asados al punto.

Amaury hizo dar media vuelta a su montura y se puso al frente de su ejército. Lo condujo, no hacia los desiertos egipcios, por donde Shirkuh y sus jinetes podían pasar, sino hacia Mataría, donde, algunos siglos atrás, la Virgen se había detenido a la sombra de un sicomoro.

Al ver que cabalgaba tristemente, mascullando palabras ininteligibles, Guillermo de Tiro se acercó finalmente a él para interesarse por sus pensamientos, que eran los siguientes: «Gobernarlos c-c-correctamente me habría aportado riqueza y paz, s-s-saquearlos me ha destruido».

49

¿Vos sois Dios? A fe mía que no. ¿Quién sois, pues?

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial

Acababan de producirse estos acontecimientos, cuando Morgennes y Guyana volvieron junto al pozo. En el brocal descansaba la labor en la que trabajaba Guyana: un velo negro destinado a cubrir un enorme edificio cúbico llamado Kaaba. En el interior de este edificio, situado en La Meca, se encontraba la Piedra Negra hacia la que los musulmanes se volvían para orar.

– Es magnífico -dijo Morgennes.

– Es el segundo que bordo. El primero me costó más de cinco años de trabajo.

Morgennes tocó el tejido, feliz por rozar la tela que Guyana había sostenido entre sus manos. Finalmente se volvió hacia el pozo.

– ¿Es aquí, pues? ¿El pozo en el fondo del cual se encuentra Dios?

– Según la leyenda, sí.

Se inclinó hacia el pozo, y Morgennes miró también hacia el interior. Pero solo distinguió su propio reflejo, en el fondo de un agujero negro donde centelleaba el agua.

– No veo nada -dijo Morgennes.

– ¿Tal vez haya que bajar? -dijo Guyana sonriendo.

– Parece lógico, sí.

Pasó una pierna al otro lado del brocal, luego todo el cuerpo, y empezó a descender hacia el fondo. Estaba tan oscuro que apenas se veía las manos, y en varias ocasiones temió caer, ya que no podía agarrarse. Ya creía que no llegaría nunca, cuando Guyana tuvo una idea.

– ¡Cogedlo! -dijo enviándole un cubo-. Está sujeto a una cuerda, que he atado a un árbol. Aguantará.

– Gracias.

Pasando un brazo por el asa del cubo, Morgennes prosiguió su lenta incursión en las entrañas del pozo. El aire era húmedo, y las paredes del pozo estaban resbaladizas. Finalmente alcanzó el fondo. Con gran sorpresa por su parte, comprobó que hacía pie.

– ¿Y bien? -preguntó Guyana.

– ¡No veo nada! Está demasiado oscuro.

Sin desanimarse, palpó las paredes, en busca de una abertura, de un mecanismo, de cualquier cosa anormal; pero en vano.

– ¡No hay nada! Creo que voy a volver a subir.

Por todo comentario, escuchó una risa. Morgennes levantó la vista y vio el rostro redondo de Guyana, parecido a una luna surgida de una nube.

– ¿Qué pasa? -preguntó Morgennes.

Ella rió de nuevo. «Vaya -se dijo Morgennes-. Debe de haber visto algo.» Sondeando los muros, pasando la mano por cada intersticio, registrando el agua en el fondo del pozo, buscó, buscó y buscó. Pero siguió sin encontrar nada.

– ¡Está vacío! -gritó.

– ¡No del todo! -le respondió Guyana.

– ¿Ah no? -dijo Morgennes, sorprendido-. ¿Veis a Dios?

– ¡Tal vez sí!

Rió de nuevo.

– Bien -dijo Morgennes vagamente irritado-, ¿puedo subir?

– ¡Sí! ¡Venid!

Ayudándose con la cuerda para trepar, volvió junto a Guyana y, con los pies llenos de barro y las manos sucias de agua y limo, le preguntó:

– ¿Me diréis por fin qué habéis visto?

– ¡A vos!

Se acercó a él y le puso la mano en el pecho. Pero Morgennes retrocedió.

– No -dijo-. Prometí a mi rey…

– ¡Al que yo no conozco! -dijo Guyana-. Os esperaba a vos, estoy convencida. Vos sois…

De nuevo dio un paso adelante, y de nuevo él retrocedió.

– Es mi rey.

– No el mío.

– Escuchad, no discutamos. Salgamos de aquí.

Pero Guyana se sentó en el borde del pozo y dijo a Morgennes:

– No. Os lo he dicho, aún no he elegido…

Y volvió a su labor. Morgennes se sentía impotente. ¿Qué podía hacer?

– Voy a salir -dijo-. Volveré mañana.

– ¿Dudáis? -preguntó Guyana con brusquedad, mirándole directamente a los ojos.

– ¿De qué?

– ¿De lo que siento?

El corazón de Morgennes latía desbocado, y sin embargo dijo:

– No, lo lamento. No puedo.

– Como queráis -replicó Guyana volviendo a su bordado.

En ese momento, todos los pájaros echaron a volar piando. Un silencio pesado se instaló en el Cofre y un olor a quemado llegó a la nariz de Morgennes.

– ¿No lo oléis?

– No.

Guyana soltó sus trabajos de costura y miró, como Morgennes, hacia el cielo.

– ¿Y ahí? -preguntó.

Lenguas de humo rojo y negro ascendían al asalto de las nubes.

– ¡Un incendio!

– ¡Alguien ha prendido fuego al Cofre!

En ese instante, la yegua de Guyana pasó a todo galope ante ellos, con la crin y la cola en llamas. Guyana lanzó un grito, al que la yegua respondió con un relincho de dolor.

– ¡Hay que salir de aquí! -dijo Morgennes.

Cogió a Guyana del brazo y la arrastró hacia la puerta del laberinto. Pero esta se abrió, dando paso a unos ofitas. Los hombres iban hacia ellos. Morgennes volvió atrás, cogió a Guyana en brazos y saltó al pozo. Era su única escapatoria. Al caer en el fondo, se encogió para amortiguar el impacto y mantuvo a Guyana estrechamente apretada contra él.

Sus miradas se cruzaron. Los labios de Guyana temblaron. Y entonces, el velo negro de la Kaaba que Guyana había arrastrado en su caída los cubrió, sumergiéndoles en la oscuridad.

– ¡Registrad el jardín! -gritó el oficial de los ofitas acercándose al pozo.

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